Las pastillas del Leteo
img img Las pastillas del Leteo img Capítulo 4 4
4
Capítulo 6 6 img
Capítulo 7 7 img
Capítulo 8 8 img
Capítulo 9 9 img
Capítulo 10 10 img
Capítulo 11 11 img
Capítulo 12 12 img
Capítulo 13 13 img
Capítulo 14 14 img
Capítulo 15 15 img
Capítulo 16 17 img
Capítulo 17 16 img
Capítulo 18 18 img
Capítulo 19 19 img
Capítulo 20 20 img
Capítulo 21 21 img
Capítulo 22 22 img
Capítulo 23 23 img
Capítulo 24 24 img
Capítulo 25 25 img
Capítulo 26 26 img
Capítulo 27 27 img
Capítulo 28 28 img
Capítulo 29 29 img
Capítulo 30 30 img
Capítulo 31 31 img
Capítulo 32 32 img
Capítulo 33 33 img
Capítulo 34 34 img
Capítulo 35 35 img
Capítulo 36 36 img
Capítulo 37 37 img
Capítulo 38 38 img
Capítulo 39 39 img
Capítulo 40 40 img
Capítulo 41 41 img
Capítulo 42 42 img
Capítulo 43 43 img
Capítulo 44 44 img
Capítulo 45 45 img
img
  /  1
img

Capítulo 4 4

Beatriz se sentía dos veces perdida. Había abandonado la que debía ser, por la fuerza de las circunstancias, su casa y ahora se hallaba en un parque, en la universidad en la que, según su amiga, las dos habían sido estudian-tes. No tenía más remedio que creerle. No comprendía el mundo en el que había abierto los ojos, tampoco a la abuela que había conocido o más bien reconocido. Y en ese sitio que debía llamar hogar, todo, se regía a un orden que percibía como inalterable, al que ella tampoco podía escapar.

Se acomodó en una de las bancas e imaginó que se fugaba con una muchacha que vio caminando hacia la puerta principal; imaginando que era ella quien se iba, quien abandonaba el miedo y caminaba leve con los libros en las manos, mientras la gente se distribuía a las distintas facultades y edi-ficios. ¿Cómo llegué hasta aquí?, se preguntó otra vez. De nuevo repasó los hechos: la visita a la casa, la abuela entrometida, la rareza del lugar. Todo ese entramado apuntaba a una sola punta de ovillo: Andrea.

-¡Despertaste, despertaste! ¡Abriste los ojos!

-Sí, bueno, hace poco... pero... ¿tú eres?

-Soy Andrea -le contestó besándola en la mejilla-, algo así como tu mejor amiga, tu hermana, tu compañera de la vida.

-Ella es quien esperábamos, Beatriz. Desde que se conocieron, ha sido como una hermanita para ti -intervino la abuela.

-Gracias doña Graciela.

-¿Bueno y cómo nos conocimos? -preguntó Beatriz.

-En el colegio y luego nos encontramos en la universidad... en don-de tú elegiste la carrera de sicología y yo de letras.

-Andrea, Bachita ya comienza a recordar detalles, cosas pequeñas -insistió la abuela Graciela.

-¿Manzana? -preguntó el abuelo Antonio, ofreciéndoles un trozo recién cortado con su navaja.

-Es bueno saber que estás aquí, Andrea -mencionó la abuela-, porque esta tarde viene la familia y los amigos a saludar a Bachita. Haremos la fiesta que la ocasión amerita.

Beatriz mudó su rostro, pasó de una tenue alegría a una rotunda se-riedad. Se tocó la barbilla y examinó por unos segundos a Andrea. Una punzada interna le alertó de algo: aquellas facciones delgadas, ese cabello lacio y brillante, esa sonrisa espontánea, ya las había visto.

-Me esfuerzo por hacer memoria del lugar en que vi tu cara -dijo.

-Es difícil que la recuerdes mi niña -intervino la abuela Graciela-, no te esfuerces tanto, deja que las cosas fluyan.

-Ya me cansé de esto -reclamó apartándose con violencia de la si-lla-. Andrea, acompáñame a mi habitación, estoy segura que ahí está tu fo-tografía, en la pared, junto con otras que tú debes conocer.

-¡Espera! -gritó doña Graciela-, ¡esperen!

En aquel primer piso de la casa, el comedor estaba en el mismo nivel que su dormitorio, por lo que Andrea no tuvo siquiera que subir escaleras: atravesó dos puertas cerradas, giró la perilla y encontró las cortinas cerra-das. Lo más grave fue encontrarse de bruces con la pared vacía: el lugar preciso que, hacía poco, lucía lleno de fotografías y esperanzas, ahora se hallaba despiadadamente solo.

- ¡No puede ser! -gritó Beatriz-, ¡alguien descolgó las fotos de la pared!

-Tranquila -dijo Andrea-, hay una explicación.

-Abuela, ¿tú lo hiciste? -exclamó alzando los brazos-, no quieres que recuerde nada.... ¿por qué?, ¿qué es tan terrible?

Beatriz se tomó la cabeza con las manos temblorosas. Salió agitada al comedor, en donde el abuelo Antonio intentó infructuosamente calmarla. Atravesó la sala, abrió las puertas de entrada de la casa y luego las puertas con rejas que daban a la calle. Su mirada se estrelló con las buganvillas ro-sa de la entrada y con los girasoles plantados en el jardín. Desde uno de los bacones de la casa vecina, notó que una mujer mayor, en bata de dormir, la seguía con la mayor curiosidad del mundo, casi llamándola con los ojos.

Con las manos en los bolsillos de su chaqueta, caminó por calles se-mi desiertas sin mirar a los pocos transeúntes. No comprendía su propia ra-bia, su impotencia. No recordaba cómo se llamaba ese sentimiento que se le arremolinaba en el pecho: ¿resentimiento?, ¿odio? En medio de aquella encrucijada de emociones, alguien se esforzaba por alcanzarla y llegaba jadeando.

-Espera, espera un momento, ya estamos bastantes calles lejos –le dijo Andrea, sosteniéndola del hombro, intentando a la vez de reponerse de una agitada carrera-. Parece que tuvieras alas en los pies.

-No entiendo a la abuela, no sé porqué dejó esa pared limpia. Créeme, estoy segura que ahí estaba tu fotografía, junto con otras, enmar-cadas.

-No conozco las razones de doña Graciela, pero sé que, tratándose de ella, no son graves. Las podríamos discutir. De hecho, tengo una idea: no estamos lejos de nuestra universidad, es decir de la universidad en donde estudiamos las dos. Allá hay una cafetería y un parque muy agradables. Po-demos ir a conversar.

-Suena excelente.

-De todos modos, ahí hay alguien a quien me gustaría presentarte.

La cafetería era un espacio amplio, cercado por grandes ventanales, frente a los cuales se paseaban personas de todas las edades: jóvenes de mirada curiosa, con ademanes impetuosos, pero también maestros.

-No recuerdo muchas cosas... pero siento que este espacio debía ser distinto, no lo sé.

-Seguro -contestó Andrea-, pero aquí veníamos siempre, es nuestro espacio. Mira, hay una fila de cinco personas, voy a pedir dos cafés con empanadas, espérame aquí, es solo un momento.

-Está bien. Gracias.

-A ver si has olvidado el sabor del café con vainilla.

La tarde se escurría, pero la luz no se agotaba y más bien parecía in-tensificarse en degradé: del naranja al amarillo. Así se sentía Beatriz en ese instante, como si todo comenzara a nacer en una escala de colores paulati-namente intensos. Cerró los ojos, apoyó el codo en la mesa y se puso la mano en la frente.

-Hola, no puedo creerlo... ¿eres tú Beatriz?, claro que no puedo creerlo -escuchó una voz que emergió de la nada.

-Hola... ¿quién eres tú?

-Es verdad. No me puedes recordar, despertaste. No puedes saber-lo, pero yo fui tu compañera, aquí, en esta universidad. Ambas la pasába-mos bastante bien.

Ante sus ojos, se presentaba un muchacho ¿o era una muchacha? Tenía el cabello castaño recortado y una voz angelical que desentonaba con el rostro de dureza que pretendía aparentar. Sus ojos eran dos ardillas cafés que trepaban tímidamente por todas partes. Jeans y botas, tatuajes en el cuello y en la mano. Lucía con orgullo el detalle de su pierceng de la na-riz.

-Me llamo Irene –le dijo extendiéndole su mano-. Lamento lo de tu memoria y lo de Alberto.

-¿Quién eres tú?

-No me recuerdas y eso es un alivio, aunque yo si te he extrañado.

-Sí. ¿Tal vez me puedes contar algo de ese suceso?

-Seguro que sí.

-No recuerdo si es que antes nos encontramos o en qué circunstan-cias. Es todo tan angustiante.

-Lo sé. Pero tengo una medicina que puede ayudar a sentirte mejor.

Irene descolgó la mochila de su hombro, abrió el cierre, metió la mano e intentó sacar de dentro algo.

-Espera, espera, estoy segura de que estaba aquí –dijo mirando in-trigada a uno y otro lado, palpando el fondo de su bolso. En medio de la búsqueda, regresó Andrea.

-¿Qué se te perdió, Irene? –dijo firme, con una bandeja sobre la que reposaban

dos cafés y dos empanadas-. ¡Tenías que ser tú!

-Trabajo aquí, ¿recuerdas?

-No te cansas en realidad –Andrea vio a Beatriz a los ojos-: No te ofreció algo

esta vampiresa ¿cierto?

-¿Quién es?, ¿qué cosa es lo que me quiere dar? –preguntó Beatriz intrigada.

-Yo solo ofrezco alivio –confesó Irene- y es lo que muchos piden.

-Excelente, pero no es alivio lo que mi amiga necesita ahora.

-¿Quién eres? -insistió Beatriz tratando de observar a Irene.

¬ -No es nadie -interrumpió Andrea sin dejar de clavar los ojos a la recién llegada- alguien que siempre ha sido un fastidio. Y ya se va.

-No entiendo porqué tanta hostilidad –contestó Irene poniéndose la mochila al

hombro, pero no quiero caer mal en este terreno, así que adiós hermosas. Me dio gusto verte Beatriz.

Andrea resistió la mirada de curiosidad de Beatriz.

-Amiga -le dijo colocando la bandeja en la mesa-. En el arte de tener paciencia, me parece que tu abuela tiene razón. Mira, ya es medio día, mejor nos tomamos este café y nos vamos al parque, a sentarnos en la ban-ca, como hace tiempo no lo hacíamos.

            
            

COPYRIGHT(©) 2022