Las pastillas del Leteo
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Capítulo 5 5

Beatriz se hallaba en un lugar en el que había transcurrido su vida, del cual no tenía memoria. Como si en ese instante, estuviese despertando en medio de un sueño vago y distante. Su pasado era una incógnita, un atado de acertijos, un caleidoscopio de rostros esperando en el desván de su mente. En ese parque, que parecía haberla convocado a una cita, confluían todas sus encrucijadas y comenzaba la escarpada pendiente de su vida, otra vez. Miró al cielo, como si pudiera traer la luz del sol para regarla sobre sus tinie-blas.

¿Quién era Alberto?, ¿qué clase de compañera era Irene para hablarle de esas cosas? Pero más que ninguna otra cosa, le quemaba pensar: ¿qué medicina o brujería era aquella que le ofreció en la cafetería?

-Las llamamos "pastillas de Leteo" -le contó Andrea, riendo-. Te imaginarás porqué tiene el mismo nombre que atraviesa el Hades, según la mitología clásica.

-Y qué hago con esa brujería... ¿vuelo?

-Mucho más de lo que crees, porque te releva de la responsabilidad de vivir. Es algo que todos queremos en algún momento: olvidar. Y si lo piensas, esa es como la esencia de cualquier droga: olvidar, por momentos, por eternidades, pero olvidar.

-Es una definición interesante, aunque yo quiero exactamente lo contrario.

Andrea miró a Beatriz con curiosidad.

-Y hablando de recordar cosas de la vida: ¿tú conoces o sabes quién era Alberto o Antonio?

- Alberto... ¿Qué te dijo esa vampiresa?

-¿Quién es, amiga?, dímelo.

-Quizá debes conocer a alguien más apropiado que yo para contár-telo.

-¿Por qué tantos secretos?

-Porque si te lo digo así, como así, no me lo creerías. Además, exis-ten especialistas en decir la verdad, a lo mucho yo puedo imaginarla.

Andrea se levantó de la mesa y pidió a su amiga que la acompañara hasta la puerta de la cafetería. Dio unos pasos y se detuvo. Le mencionó que tenían un amigo en común, que vivía en la capilla y que ésta se hallaba junto a la universidad, pero antes le pidió que fueran a la biblioteca.

-Solo debo solicitar un libro Beatriz. Tranquila que esta vez no te de-jaré sola para que se acerque ninguna loca o loco.

El lugar parecía una colección de sueños almacenados en una infini-dad de estantes. Los pasillos cercados por libreros le devolvieron una sen-sación sagrada, inexplicable. Cerró los ojos y se miró a sí misma sentada en una de las mesas de estudio del lugar. Frente a ella se encontró con el ros-tro risueño de un hombre joven de cabello castaño claro. Sus dedos largos y delgados hurgaban en un fichero de madera, anotaban cosas en un cua-derno cuadriculado. Quiso recordar más, pero algo tiraba de su cabeza, algo que la hizo sollozar. No comprendía aquella distancia entre la imagen de su mente, en la que la biblioteca se le presentaba como un remanso de libros coloridos alumbrados por luces artificiales, en medio de un delicioso aroma a papel del siglo pasado, a la que se le presentaba enfrente, en que la ma-gia parecía haberse esfumado con el polvo y el sol mañanero.

-Vamos -le dijo Andrea, pero Beatriz se hallaba perdida en la ne-bulosa de su pasado-. Desde la tierra, llamando a Bacha, en la luna -prosiguió-. Aquí tierra... conteste luna.

-Perdón, se me atravesó un recuerdo.

-Algo como qué, digo, si no es mucha la indiscreción.

-Ya te lo contaré -contestó suspirando-. Dime ¿qué libro viniste a buscar?

- "Efímera", de Otto Johns.

-¿Y de qué trata?

-¿Ya no recuerdas que alguna vez lo leímos?, -confesó Andrea-, el libro cuenta varias historias, entre ellas la de una mariposa. Y leyó: "Efí-mera movió sus alas temblorosas, se frotó las extremidades, con las que palpó sus antenas. Dio unos pasos y se elevó para pintar el viento con el lila de sus alas. Era esbelta y grácil. Su cuerpo entero eran dos pétalos agitán-dose en medio del verde del bosque.

El sol se veía tan cerca entre las ramas. Abajo, sus hermanas orugas todavía se movían lentamente en el revés de las hojas y la miraban con cu-riosas, algunas con tristeza, otras con alegría, ninguna con envidia: era un destino que tarde o temprano les llegaría".

-Prosiguió: "Efímera pertenecía a una especie de mariposas que apenas vivía un día, precisamente el día en que la crisálida rompía su capu-llo y dejaba salir toda su belleza. Para llegar a ese día, debía pasar un año como una oruga, caminando lento, viendo la vida en pausa, escondiéndose de los pájaros".

-Yo me siento como ella, soy Efímera - interrumpió Beatriz.

-Es en realidad una metáfora. La vida sería distinta si solo viviéra-mos un día, pero para vivir ese solo día tuviésemos que esperar por siglos.

-Sí, pronto verás mis alas, Andrea, porque para vivir este día, siento que he debido pasar cien.

-Bueno, pero por lo pronto apresuremos el paso para llegar a la Iglesia. Me parece que el nombre "Efímera", te sienta bien.

                         

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