Se puso un poco nerviosa al llamar al portero automático de su piso, pero respiró hondo, y se recordó a sí misma que no era más que un encuentro de negocios, al fin y al cabo aquello para lo que se había preparado. Tardaba en cogerlo. ¿Sería posible que la hubiera dejado plantada? Era cierto que quería ver las fotos, pero además también tenía mucha fe en su capacidad para salir con bien en un encuentro cara a cara. La esbeltez de su cuerpo y la picardía de su sonrisa eran virtudes que no le pasaban desapercibidas a ningún hombre, ella era consciente de ese poder, del peso que tenía en cualquier negociación. Pasó cerca de un minuto sin que nadie respondiera y volvió a pulsar el botón. Esta vez sonó una voz ronca:
- ¿Quién es?
- Silvia Setién, le dije que vendría.
No escuchó palabra, pero enseguida oyó el ruido de la cerradura al abrirse. Alberto Sagasta la recibió en pijama. Era bastante alto y pesar de sus años tenía un cuerpo atlético. Ella lo miró de arriba a abajo aprobatoriamente.
- Pasa, por favor - dijo Alberto, esbozando una vaga sonrisa- , así que te has decidido a venir, lástima que sea en balde.
Silvia notó el súbito tránsito hacia el tuteo y no le desagradó prescindir de formalismos. Tuvo la impresión de que le gustaba aquel hombre; su mirada inteligente, su barba canosa... tenía un aspecto interesante. Se le ocurrió la idea de que quizás perteneciera a una clase nueva de tío a la que no podía dominar, y eso la preocupó un poco. Él parecía tranquilo, al decir verdad casi recién salido de la cama. La hizo pasar a un salón grande, elegantemente amueblado, y la miró directamente a los ojos al hablarle:
- Siento no tener copias, tendrás que ver las fotos en el ordenador - dijo señalando hacia él.
- No importa, será suficiente para hacerme una idea.
Los dos se sentaron frente al equipo y él fue diestramente navegando hacia la carpeta indicada. Al instante empezaron a desfilar las imágenes por el monitor. Silvia se quedó atónita. Ella, muy a su pesar, carecía de un temperamento artístico, pero había hecho varios cursos de fotografía y era capaz de reconocer la obra de un genio cuando la tenía delante. Parecía imposible que se pudieran lograr esas luces, esos tonos en una playa. Alberto jugaba con toda clase de frutas tropicales, mezcladas con el mar y la arena, y esas composiciones magníficas en las que lo imbricaba todo en un conjunto armonioso; el espectáculo duró sólo un momento pero estaba impregnado de una sensibilidad tan exquisita que no pudo evitar emocionarse. Además, las fotos eran endiabladamente adecuadas, exactamente lo que querían los del Ron Maracagua. Cuando cesó el flujo de imágenes ella se quedó como petrificada. Ahora sabía lo que intentaba comprar, y sabía que lo quería más que nunca.
- Es de una belleza... sobrecogedora - acertó a decir- . Le ofrezco dos millones.
- No - fue la seca respuesta de Alberto.
- Dos y medio - insistió ella sin pensárselo- , es lo más a lo que puedo llegar.
- No es una cuestión de dinero - contestó Alberto con gesto impotente- , es cuestión de que tengo el reportaje apalabrado, acepté vendérselo a la revista Nature por una cantidad mucho menor. Créeme que lo siento, ojalá quisieras otra cosa.
Silvia se quedó callada, le encantaban las fotos, y eran su pasaporte hacia consolidarse en la dirección; tenía que conseguirlas a cualquier precio. Alberto estaba muy cerca de ella, todavía en pijama, y aún le quedaba otra moneda con la que podría pagarle. Rara vez había hecho esa clase de cosas, sólo en casos extremos, en casos como aquel. Le echó el brazo por la espalda y lo miró fijamente mientras hacía aflorar la mejor de sus sonrisas.
- ¿Y si junto al dinero te propusiera algún pequeño esparcimiento?
El no rehuyó el contacto y sonrió también, aparentemente halagado, aunque con un brillo malicioso.
- ¿Qué puedo decirte? No todos los días le hago el amor a chicas tan guapas, pero no quiero engañarte: es más que probable que eso no cambie la situación.
Definitivamente le gustaba aquel hombre, aceptó Silvia. Estaba nerviosa y sentía un hormigueo dulce recorriéndole el cuerpo. Se daba cuenta de que Alberto era peligroso, se le antojaba que su aspecto afable no era más que una fachada, que había cruzado al otro lado de sus sentimientos como si hubiera atravesado un espejo, y que donde él se hallaba las emociones podían coexistir con la más terrible frialdad. Sí, era peligroso, pero eso era precisamente lo que la atraía. Se levantó despacio e hizo resbalar los tirantes de su vestido, luego, lentamente, tiró de él hacia abajo, hasta que quedó enrollado a sus pies. El rostro de Alberto se iluminó con una alegría que a ella le resultaba familiar.
- Créeme - le advirtió- yo vivo a través de la cámara; en ti veo luces, volúmenes y colores; esto no te va a salir bien.
Pero ella ya había ido demasiado lejos como para retroceder. Se quedó ante él, con una sonrisa desafiante dibujada en los labios. Estaba preciosa, con su sujetador negro transparente, y las mínimas braguitas que dejaban entrever el vello púbico. Alberto se levantó sin prisas, disfrutando pausadamente de cada momento y la atrajo hacia sí. Ella gimió de placer nada más sentir las manos en su espalda, como sus dedos experimentados jugaban con el cierre del sujetador y la despojaban de la prenda, que tardaba una gozosa eternidad en caer al suelo.
Sus pezones, rosados y enormes se irguieron desde las primeras caricias, aceptando agradecidos cada roce. En ese momento dejó de existir la señorita Setién, se dejó conducir riéndose y dando tumbos hacia el dormitorio. A partir de ahí ya Silvia sólo pudo sentir a ráfagas sueltas; sintió como Alberto besaba sus pechos, como deslizaba su lengua golosamente desde el esternón hacia su coño, y después ya todo estallaba en luz. Las horas siguientes se le pasaron entre vueltas e incoherencias, sacudida por continuos orgasmos, y con su vida entera achicándose en algún remoto lugar de su mente, mientras las manos de Alberto, su lengua, ocupaban el espacio del universo entero. Finalmente la penetró, y ella se entregó al oleaje, se dejó traer y llevar por un mundo líquido, deslabazado, en el que todo la sumergía hacia dimensiones de sí misma que nunca antes conociera, nunca antes había gozado tanto con un hombre. Por primera vez en su vida, agotada y sudorosa, agradeció que su compañero eyaculara y se quedó dormida, exhausta entre sus brazos.
Debió pasar un buen rato antes de que se despertara con el sonido de la ducha. Sentía una extraña sensación de plenitud, y tenía el cuerpo flojo y satisfecho, como si fuera una muñeca de felpa. En unos minutos salió Alberto del baño, todavía a medio secar, y empezó a vestirse.
- Tengo que salir - le susurró afablemente, en cuanto se dio cuenta de que estaba despierta- debo ir a un almuerzo de trabajo. Espérame si quieres.
Silvia salió de su modorra y regresó a la realidad, volvió a recordar por qué estaba allí, e hizo la fatídica pregunta:
- ¿Y qué hay de las fotos?
Alberto se tensó, tenía ya puestos los pantalones y los zapatos, y rehuyó mirarla.
- Te advertí de que esto no cambiaría nada; ha sido estupendo, pero sigo teniendo el reportaje comprometido, y yo sólo tengo una palabra, cuando la doy la doy, y ya no hay marcha atrás. Debo ser un tipo raro - añadió encogiéndose de hombros.
Silvia se sintió desconcertada, al tiempo que la furia iba naciendo en su interior: Era la primera vez que un hombre le negaba algo después de haber llegado tan lejos.
- Me había hecho la ilusión de que cambiarías de idea - dijo, haciendo un último esfuerzo por no enfadarse y mantener la calma.
- Pues no, y mucho que me gustaría porque el dinero me hace falta, pero sencillamente no puedo.
Ya había acabado de vestirse y estaba yéndose, nada más le dijo desde la puerta:
- Pues eso, si quieres me esperas - y se marchó.
Ella se quedó enfurruñada en la cama, rabiosa, y con la mente embebida en un despechado monólogo: ¿Ah, con que eres un tipo noble eh, de los que cumplen lo que prometen? ¿Con que estás de vuelta del amor, del sexo, y haces siempre lo correcto? Pues yo no soy así, soy una joven de ahora, tramposa, y que además necesita desesperadamente lo que tú le niegas. Así que te vas enterar, cerdo, te vas a quedar sin mí, sin dinero, y sin reportaje; así aprenderás a seducir jovencitas con tu sonrisa autosuficiente y tu moral tan estricta. Así aprenderás. Apenas se dio cuenta, pero había dicho todo aquello en voz alta.
De su cuerpo desapareció todo rastro de flojedad, y se levantó de la cama como si le quemara el contacto de las sábanas; fue al salón y se vistió en menos tiempo del que había tardado él en hacerlo. Después agarró su bolso y sacó del interior varios disquetes. Ese era el último recurso, el plan B que ella siempre tenía preparado, aunque no, era otro, el plan B había sido hacerle el amor a ese viejo. Aunque... ¡Qué bien follaba el maldito!
Había anotado mentalmente todos los pasos que dio Alberto y no encontró ninguna dificultad en hallar los archivos, en un momento tuvo todas las fotos guardadas en los discos; le asaltó el deseo de borrar del ordenador los originales, pero no lo hizo, era mejor que él no se diera cuenta de lo que había hecho. Un par de horas más tarde estaba otra vez en el Ave, camino de Madrid, y sujetando el bolso entre sus manos con una sonrisa autocomplaciente.