DEUDA DE SANGRE: UNA PASIÓN CON EL MAFIOSO
img img DEUDA DE SANGRE: UNA PASIÓN CON EL MAFIOSO img Capítulo 4 👑LA PRISIÓN DE CRISTAL👑
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Capítulo 10 🍷VINO Y DESAFÍO🍷 img
Capítulo 11 👁️VIGILANCIA SILENCIOSA👁️ img
Capítulo 12 ✦ LA CONFESIÓN EN LA JAULA DORADA ✦ img
Capítulo 13 ⚔️SEDUCCIÓN Y TRAMPAS⚔️ img
Capítulo 14 🍯LA MIEL DE LA MENTIRA🍯 img
Capítulo 15 🍷RESTAURANTE LE SERPENTI - BAJO RESERVA DE LOS MARCHETTI🍷 img
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Capítulo 4 👑LA PRISIÓN DE CRISTAL👑

El amanecer trajo consigo un aire helado y un silencio tan espeso que parecía envolver toda la mansión Marchetti. Aria despertó con la sensación de estar atrapada en un sueño que no terminaba nunca. Cada rincón de aquel lugar era hermoso y opresivo a la vez: los pasillos tapizados, los candelabros, el olor a madera encerada... y ese orden que lo dominaba todo. Era una prisión disfrazada de elegancia.

Desde la ventana de su habitación, el jardín se extendía como un laberinto secreto. Árboles altos, rosales que parecían crecer sin fin y, al fondo, una fuente de mármol que murmuraba con el agua. Por un momento, Aria imaginó correr por allí, traspasar los muros y desaparecer entre los árboles. Pero sabía que cada centímetro de esa casa estaba vigilado.

Se vistió con calma, con la misma serenidad fingida que usaría un soldado antes de una batalla. Cuando salió al pasillo, una joven empleada apareció de inmediato.

-Buenos días, señorita Valverde -dijo inclinando la cabeza-. ¿Desea desayunar?

Aria negó con un leve gesto.

-Necesito hacer una llamada -respondió con firmeza-. Quiero hablar con mis padres.

La empleada titubeó, bajó la mirada.

-No puedo prometerle eso, señorita. Pero... puedo avisarle al señor Marchetti.

Aria entrecerró los ojos.

-Hazlo. Es urgente.

La joven asintió y desapareció por el pasillo. Pero Aria no esperó. La determinación la empujó a moverse. Bajó las escaleras en silencio, recorriendo con la mirada las puertas cerradas, los cuadros que parecían observarla. Todo en esa casa tenía ojos.

Al pasar junto a una ventana lateral, distinguió un portón que daba hacia el jardín trasero. Estaba entreabierto. Su pulso se aceleró.

Mientras tanto, al otro lado de la ciudad, en los muelles privados del East River, Vittorio Marchetti observaba el caos con el rostro cubierto por una máscara negra. Frente a él, sus hombres se movían con nerviosismo. El aire olía a combustible, sal y traición.

-¿Cuántos contenedores intervinieron? -preguntó, la voz modulada, sin alzar el tono.

-Dos, señor -respondió uno de los subordinados-. La policía de Nueva York revisó los cargamentos. Dijeron que buscaban oro y armas. No encontraron nada... pero saben algo.

Vittorio giró lentamente la cabeza.

-¿Y quién les dio la pista?

Nadie respondió. El silencio pesó tanto como el acero del muelle. Entonces, Vittorio dio un paso al frente y dejó que su sombra se impusiera sobre el grupo.

-Si la policía supo de nuestra llegada, es porque alguien abrió la boca -dijo con voz fría-. Encuentren al responsable. No quiero explicaciones, quiero resultados.

Uno de los hombres tragó saliva.

-Sí, señor.

En ese momento, sonó su teléfono. Era una llamada desde la mansión. Contestó sin quitarse la máscara.

-¿Qué ocurre? -preguntó.

-Señor Marchetti -titubeó la empleada al otro lado de la línea-. La señorita Valverde solicita hablar con sus padres. Dice que es importante.

Vittorio se quedó en silencio unos segundos. Cuando habló, lo hizo con un tono bajo, casi sereno.

-No. No hay llamadas. No sin mi permiso.

-Entendido, señor -susurró la mujer antes de colgar.

Pero Aria ya no estaba en su habitación.

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El portón lateral crujió al abrirse del todo. Aria salió al jardín, respirando el aire frío con una mezcla de alivio y temor. Siguió el sendero de piedra hasta una verja cubierta por enredaderas. Al otro lado, se extendía el bosque. La libertad.

"Solo unos pasos más", pensó.

Corrió.

Los zapatos resbalaron sobre la tierra húmeda, el corazón le golpeaba el pecho. Había dejado atrás la fuente, los rosales, todo. Solo necesitaba.

La calle, envuelta en neblina matutina, estaba milagrosamente solitaria. ¡Estaba fuera! Corrió sin mirar atrás, sus pulmones ardiendo. Solo necesitaba llegar a un lugar público, un teléfono, un testigo.

En los muelles privados, el teléfono volvió a sonar en el oído de Vittorio Marchetti, rompiendo la tensa calma.

-Señor Marchetti, soy Elena -la voz de la empleada era un hilo de terror-. ¡La señorita Valverde escapó! Salió por la puerta de servicio del jardín. No está por ninguna parte.

El aire alrededor de Vittorio se volvió cortante. Soltó una maldición grave que heló la sangre de sus hombres. La traición en el muelle pasó a un segundo plano.

-¡Prepárenme el coche! -ordenó, la máscara negra acentuando la furia en sus ojos. Quitándose la máscara, su rostro, cincelado y sombrío, era puro peligro-. Nadie. Escapa. De mí.

Dejó a sus subordinados con instrucciones tajantes y, con una velocidad aterradora, se dirigió a su vehículo, tomando la ruta más rápida hacia la mansión, calculando dónde podría estar ella.

MINUTOS DESPUÉS

Aria, jadeando y con el cuerpo temblando por el esfuerzo, alcanzó una pequeña estación de autobuses. Se desplomó en el banco, intentando regular su respiración mientras buscaba su monedero para comprar un billete a cualquier parte.

En ese momento, el rugido de un motor potente la hizo levantar la cabeza. Un Mercedes negro blindado frenó bruscamente a escasos metros. Las ventanillas tintadas bajaron, revelando el rostro que la perseguiría en sus pesadillas: Vittorio Marchetti. Estaba furioso, pero su expresión era controlada, lo cual la aterrorizó más.

Aria no pensó; solo corrió de nuevo, cruzando la calle sin mirar. Pero él era más rápido, infinitamente más letal. Salió del coche como un depredador y la alcanzó en pocos zancadas.

La sujetó con una fuerza brutal, su mano se cerró alrededor de su brazo. Ella gritó, forcejeando inútilmente, mientras él la arrastraba de vuelta al vehículo. La empujó sin contemplaciones en el asiento del pasajero.

Antes de que Aria pudiera reaccionar, Vittorio se colocó a su lado, la agarró del cabello rubio y tiró de su cabeza hacia el respaldo.

-¡Maldita! -siseó, y el sonido seco de la primera bofetada resonó en el coche. Las lágrimas brotaron de sus ojos-. ¿Crees que esto es un juego, perra?

La segunda bofetada la dejó aturdida.

Aria, con la boca llena del sabor metálico de la sangre, luchó contra las lágrimas de rabia.

-¡Te odio! ¡Te odio! ¡No puedes retenerme!

Vittorio sonrió, un gesto cruel que no llegaba a sus ojos.

-Nadie escapa de mí, maldita. Vas a sufrir las consecuencias de esta estupidez.

Aria abrió la boca para replicar, para insultarlo, pero un trozo de cinta gruesa, que él sacó de la guantera con una eficiencia horrible, le selló la boca de golpe. El terror se volvió real y helado.

Consecuencias

Llegaron a la mansión en un silencio ensordecedor. Vittorio la sacó del coche sujetándola con una rudeza innecesaria, prácticamente arrastrándola por los peldaños y a través del vestíbulo.

Subió las escaleras hasta su habitación. Al llegar, la lanzó contra la cama, donde finalmente le arrancó la cinta de la boca, haciendo que un grito ahogado se le escapara.

-Escúchame bien -espetó, inclinado sobre ella, dominándola-. Debes entender que tu vida es diferente ahora. No vas a hacer berrinches, ni vas a intentar estas tonterías otra vez. Te lo juro por mi vida, vas a suplicar que te mate antes de que vuelva a permitir que me deshonres así.

Aria se sintió invadida por una rabia pura. No había terror, solo un instinto primitivo de lucha. En un movimiento rápido, se levantó de la cama y, antes de que él pudiera reaccionar, levantó la pierna y le propinó una patada con toda su fuerza en los testículos.

Vittorio Marchetti, el temido mafioso, se dobló en dos, soltando un grito gutural y desgarrador de dolor, cayendo de rodillas al suelo.

Aria no dudó un instante. Aprovechó el caos y corrió hacia la puerta. Pero justo cuando la abría, un hombre alto y fornido, con ojos penetrantes, entraba en la habitación. Era Luca, el segundo de Vittorio.

Luca vio la escena en un segundo: su jefe en el suelo gritando de dolor y a la prisionera escapando. Reaccionó de inmediato.

Vittorio, con la voz ahogada por el dolor, alcanzó a gritar:

-¡Luca! ¡Detenla! ¡Átala! ¡Ahora!

Luca sujetó a Aria con firmeza, impidiéndole el paso, y en cuestión de segundos, la inmovilizó y la ató a una silla, cumpliendo las órdenes de su jefe sin chistar. La rabia de Aria era palpable, pero ahora estaba inmovilizada, vencida por la fuerza de los dos hombres.

Luca, el guardaespaldas de acero, no se detuvo a mirar a la prisionera. Su lealtad era absoluta. Después de asegurar a Aria a la silla con una precisión fría, se giró para atender a su jefe.

Vittorio seguía doblado, sujetándose con ambas manos la zona golpeada. Su rostro, normalmente impasible, estaba pálido, surcado por venas hinchadas en la frente. El dolor era tan intenso que apenas podía respirar.

-Jefe -dijo Luca, su voz grave-. Vámonos.

Con mucho cuidado, Luca ayudó a Vittorio a levantarse del suelo. Entre jadeos de agonía, Vittorio apenas se mantuvo en pie. Luca lo sostuvo firmemente y lo guio fuera de la habitación, cerrando la puerta doble con un golpe seco que resonó como una sentencia.

A pocos metros, en un salón lateral, Luca lo sentó en un sofá de cuero y desapareció momentáneamente, regresando con una bolsa térmica llena de hielo. Se la entregó sin decir una palabra.

Vittorio la presionó contra sí con un gruñido. Apenas había pasado un minuto, cuando la puerta principal se abrió de golpe, y una voz fuerte y familiar rompió la relativa calma.

-¡Vittorio! ¿Qué carajos pasó en el muelle? Escuché de...

Anderson Carter, con su traje perfectamente cortado y una sonrisa cínica, entró en el salón. Anderson era el mejor amigo de Vittorio, su socio más confiable en la cima de la mafia, y el único hombre que se atrevía a hablarle sin filtros. Pero al ver a Vittorio pálido y encorvado en el sofá, su expresión cambió a una de genuina alarma.

-¿Qué carajos te pasó, hermano? -preguntó Carter, acercándose deprisa-. Pareces recién salido de una pelea de bar.

Vittorio hizo un gesto desdeñoso con la mano.

-Nada.

-¿"Nada"? -Carter arqueó una ceja, mirando la bolsa de hielo que su amigo sujetaba con desesperación-. Habla, hermano. A ver, ¿a quién hay que matar?

Vittorio tomó aire, tratando de enderezar la espalda sin éxito.

-A nadie. Fue esa perra de Aria. Me agarró desprevenido. Escapó hace un rato, pero ya está... en la habitación, encerrada.

Al escuchar la verdad, Anderson Carter soltó una carcajada que resonó en el salón, limpia y burlona.

-¡¿Te pateó el hígado la muñequita?! Amigo, estás perdiendo el toque.

La risa de Carter le cayó a Vittorio como una ofensa personal.

-No te rías -espetó Marchetti, su voz cargada de ira-. Es la hija de los Valverde, los asesinos de Isabella. Es mi venganza.

La mención de la venganza hizo que la sonrisa de Carter se desvaneciera. Se puso serio, su mirada se clavó en la de Vittorio.

-Escúchame, jefe. Estás loco. Sabes que vengarte de esa chica no te va a devolver a Isabella. Ella ya está muerta. Y mataste a quien lo hizo. Debes buscar más... debes dejarla ir.

Vittorio se puso rígido. Carter había tocado una fibra sensible, la herida abierta por la muerte de su prometida. La rabia se desbordó.

-¡Cállate! -gruñó.

Sin pensarlo dos veces, tomó la bolsa de hielo que sujetaba y se la lanzó a Anderson Carter con todas sus fuerzas. El impacto en la cara de Carter fue seco, haciéndole soltar un bufido de sorpresa.

Carter se limpió el rostro, con una gota de agua fría corriendo por la mejilla, y miró a su amigo con una mezcla de lástima y frustración.

-¡Usa la cabeza, jefe! ¡O vas a terminar teniendo sexo con ella!

La advertencia de Carter colgó pesadamente en el aire. Vittorio se quedó en silencio, con la respiración entrecortada y los ojos fijos. La idea, dicha en voz alta, era una traición a la memoria de Isabella y una posibilidad aterradora que no podía admitir. Pero el odio que sentía por Aria era tan feroz... que rozaba la obsesión.

            
            

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