Zoé, en cambio, era una muchacha simple de las montañas. Se casó con un hombre ciego y paralítico por una sola razón: salvar a su abuela.
¿Ingenua o peligrosa? Eduard no lo sabía todavía. Tal vez su simplicidad era su escudo más efectivo. Tal vez no.
Y entonces escuchó el crujido de la puerta del baño.
Alzó la cabeza, distraído de sus pensamientos, y lo que vio lo dejó momentáneamente sorprendido.
Zoé emergía de la bruma como una aparición. Su figura era pequeña, pero no frágil. Su cabello húmedo caía como seda oscura sobre sus hombros, pegado a la piel por el vapor. La toalla que la envolvía estaba completamente mojada y delineaba sin vergüenza cada curva de su cuerpo.
-Espérame un momento -murmuró con naturalidad, sin mirarlo, y se agachó para arrastrar su maleta desde debajo de la cama.
Eduard observó con una mezcla de desconcierto y atención.
Ella abrió la maleta, y en la parte superior reposaban cuidadosamente dobladas sus prendas íntimas. Sacó un conjunto blanco con encaje y, sin apuro, le arrancó la etiqueta. Luego, sin siquiera pensar en ocultarse, comenzó a ponérselo frente a él.
Como si realmente creyera que su ceguera era absoluta.
Como si no tuviera pudor. O... como si quisiera probar algo.
Eduard no apartó la vista.
Cada uno de sus movimientos era meticuloso, práctico, sin una pizca de coquetería, y sin embargo, el efecto era devastador. La sensualidad involuntaria es la más peligrosa de todas.
¿Me estás probando, Zoé Rivers? pensó con una leve sonrisa interior.
Terminó de vestirse y se acercó con la misma actitud tranquila y decidida. Sin pedir permiso, empujó la silla de ruedas con naturalidad, llevándolo hasta la puerta del baño. Luego, con la misma precisión con la que una enfermera cuida a su paciente, comenzó a desvestirlo.
Primero el reloj. Luego la camiseta. Su respiración era suave, su rostro imperturbable. Una estudiante dedicada completando su tarea.
Hasta que llegó al último paso.
Zoé dudó. Su mano se congeló sobre la cintura de Eduard y sus mejillas se tiñeron de rojo.
-Tú... ¿puedes dejártelo puesto mientras tomas el baño? -preguntó con torpeza.
Eduard la miró.
Una sonrisa maliciosa, casi imperceptible, apareció en su rostro.
-No puedo lavarme ciertas partes si uso esto.
Zoé bajó la mirada, seria.
-Hmm... Parece ser cierto -dijo con naturalidad, antes de extender su mano.
Eduard parpadeó, ligeramente pasmado. No esperaba que ella continuara tan decidida.
Sus dedos, pequeños pero firmes, terminaron de quitarle la prenda. Después lo ayudó a entrar en la bañera con movimientos medidos, respetuosos, pero sin temor.
Ella no era como las otras.
Y Eduard Lane empezaba a sospechar... que su maldición no la asustaba.
Zoé empujó su cabello mojado detrás de las orejas con un gesto simple y natural, sin notar la manera en que Eduard la observaba, atrapado entre el desconcierto y la incredulidad.
Se levantó con calma, se dirigió hacia los cajones cercanos al lavabo y comenzó a buscar algo en su interior. Después de unos segundos de revolver, sacó un estropajo nuevo y lo empapó en agua caliente.
Cuando se dio la vuelta, Eduard arqueó apenas una ceja.
¿Qué planeaba hacer?
Pero no tuvo tiempo de preguntarlo. Zoé ya se arrodillaba junto a la bañera con esa expresión concentrada que parecía usar para todo.
-Si te duele, dímelo. Seré más gentil -dijo con seriedad, sin siquiera mirarlo a los ojos.
Y sin darle opción a protestar, comenzó a tallar su espalda.
Eduard quedó sin palabras.
Las venas de su frente se tensaron. El agua estaba tibia, relajante, y el estropajo se movía con fuerza firme sobre su piel. Era más parecido a una exfoliación agresiva que a un masaje, pero, para su sorpresa, no era desagradable.
Zoé trabajaba con una dedicación casi conmovedora. Como si estuviera cuidando de alguien muy querido.
¿Realmente esta mujer cree que esto es lo que debe hacer en su noche de bodas?
Eduard no supo cómo reaccionar. Podía ver que sudaba, que se esforzaba, que no tenía la más mínima intención de provocarlo. No había coquetería ni doble intención. Solo trabajo duro. Entrega.
Recordó lo que su investigador le había contado. Zoé había cuidado a su abuela por años, bañándola, alimentándola, dándole masajes que aliviaban su insomnio. Y ahora, estaba haciendo lo mismo con él.
¿Es una idiota? ¿O es demasiado buena para ser real?
Los pensamientos de Eduard se desordenaron cuando Zoé se inclinó un poco más, empapando la toalla que aún colgaba sobre sus muslos. Talló con fuerza cada parte de su piel: brazos, pecho, cuello. Lo trataba como si fuera algo frágil, valioso, necesitado.
Hasta que... se detuvo.
Zoé se sonrojó visiblemente. Bajó la mirada al agua y, con una voz apenas más baja, señaló hacia abajo.
-Eso... -tragó saliva con incomodidad-. ¿Quieres que te lave esa parte también?
Eduard la miró.
Sus ojos, oscuros y cubiertos de una calma helada, se fijaron en ella. No necesitaba ver para leer la tensión del aire, el rubor de sus mejillas, la pureza casi infantil de su intención.
-¿Tú qué crees? -respondió con una voz grave, más baja de lo habitual.
Zoé frunció el ceño, pensativa, como si realmente intentara adivinar la respuesta correcta.
-Vamos... a lavarlo entonces -dijo finalmente, con resolución.
Se inclinó, levantó el estropajo y estiró su mano hacia el lugar en cuestión.
Pero antes de que pudiera tocarlo, una mano grande y firme la detuvo.
Eduard la había sujetado con precisión.
Zoé lo miró, desconcertada.
Sus dedos eran fuertes, pero no agresivos. Solo contenían una advertencia silenciosa. Ella volvió su rostro hacia él, sus ojos grandes y claros llenos de confusión.
-¿Cómo puedo lavarte si me estás sujetando la mano? -preguntó, sin la menor malicia.
Fue esa inocencia, esa total ausencia de intención sensual lo que a Eduard más lo descolocó.
Su mandíbula se tensó.
El agua entre ellos pareció enfriarse de golpe. En sus ojos apareció una chispa de sombra.
-Sal -ordenó con frialdad.
Zoé parpadeó, sorprendida por el cambio de tono.
-¿Eh?
-Dije que salgas -repitió Eduard con una voz firme como acero-. No necesito que me laves más.
Ella se incorporó de inmediato, sin discutir. Apretó el estropajo entre sus manos, bajó la cabeza y salió del baño sin decir una palabra.
Eduard cerró los ojos, recostándose en la bañera.
No podía permitirse flaquezas. No podía dejar que esa mujer -por más pura o simple que pareciera- se acercara demasiado.
Porque si lo hacía... moriría.
Como las otras.