Pero esta vez, no sentí más que un vacío frío y desolador. La mujer que lo amaba ya estaba muerta.
Lo miré directamente a los ojos y, con calma, le di el golpe final.
-Hoy tuve un aborto. El bebé ya no está.
-Firma los papeles, Javier.
Capítulo 1
Mi celular vibró. Zumbaba sobre la barra de granito donde amasaba la pasta. Era Sara, mi mejor amiga. Su nombre parpadeaba en la pantalla como una sirena de emergencia. Me limpié las manos llenas de harina en el delantal, con una pequeña sonrisa en los labios. Javier no tardaría en llegar y yo estaba preparando su lasaña favorita. La vida, en su mayor parte, se sentía perfecta.
-Sofía, ¿ya viste TikTok? -la voz de Sara era un susurro frenético, cargado de una extraña mezcla de shock e incredulidad.
Me reí, apartándome un mechón de cabello.
-No, ¿por qué? ¿Otro video de gatitos se hizo viral?
-¡No, Sofía, no es un video de gatos! Es... es Javier.
Mi sonrisa se borró de golpe. Mi mano se quedó suspendida en el aire, la masa fría y pesada bajo mis dedos.
-¿Javier? ¿Qué pasa con Javier?
Un silencio. Luego, un torrente de palabras.
-Hay un video. Está por todas partes. Interrumpió una boda. La boda de Daniela De la Torre.
El nombre me golpeó como un puñetazo. Daniela. Después de tanto tiempo. El estómago se me revolvió.
-Estaba gritando, Sofía. Sobre salvarla. De ese pobre novio -la voz de Sara se apagó-. Sofía, ¿él... él volvió con ella?
Mi celular, de repente pesado en mi mano, empezó a sonar sin parar. Una avalancha de notificaciones. Mensajes de texto, mensajes directos, llamadas perdidas, todo parpadeando furiosamente. Mis redes sociales estaban explotando. El video. Todo el mundo hablaba de él.
Mis amigas llamaban, preguntando si estaba bien. Desconocidos me etiquetaban, ofreciendo condolencias mezcladas con un juicio apenas disimulado. Había hashtags en tendencia: #BodaArruinada, #ComplejoDeSalvador, #ElDramaDeJavierYDani.
Deslicé el dedo por la pantalla, entumecida. La calidad del video era granulada, temblorosa, filmada por un invitado que probablemente estaba más entretenido que horrorizado. Javier, mi esposo, efectivamente estaba ahí. Era un torbellino de furia y desesperación, su rostro usualmente sereno, ahora contraído, con las venas del cuello a punto de estallar. Gritaba algo sobre el amor, sobre salvarla de un error. Daniela, con un vestido blanco, parecía aterrorizada, y luego, extrañamente... expectante. El novio, un hombre desconcertado con un esmoquin que le quedaba mal, intentó intervenir, pero Javier lo apartó como si no fuera nada.
Se me fue el aire de los pulmones. Estaba pasando otra vez. Tres años. Habían pasado tres años desde la última vez que los "actos heroicos" de Javier habían destrozado mi mundo. El patrón, crudo e innegable, se repetía.
Recordé los comentarios de aquella vez, también.
-¿No es el tipo que se metió en esa pelea de bar? ¿El de la novia loca?
El video tenía comentarios, miles de ellos ya.
-No puede ser, ¿este tipo otra vez? -decía uno.
-De verdad que le falta un tornillo -decía otro.
-¿Se acuerdan de la historia de hace tres años? ¡La del pleito en el bar por defenderla! ¡Es la misma vieja!
-Una vez me dijo que quemaría el mundo por ella -leí en un comentario de un usuario desconocido-. Literalmente. Dijo que era su alma gemela, su verdadera vocación.
-Esto parece una telenovela barata -escribió alguien más-. Estas cosas no se pueden inventar.
Me quedé ahí, con el celular en la mano, absorta en la cacofonía digital, en los gritos de indignación y diversión. La lasaña olvidada. El olor a salsa de tomate quemada llenó la cocina. Miré hacia abajo. La olla de cerámica se había agrietado, una línea irregular corría del borde a la base. Salsa roja, caliente y burbujeante, se derramaba sobre mi pie descalzo.
No lo sentí. No realmente. El líquido hirviendo era un dolor sordo comparado con el frío glacial que se extendía por mi pecho.
Mis dedos, extrañamente firmes, marcaron el número de Javier. Sonó una, dos, tres veces, y luego se fue directo a buzón.
-El número que usted marcó no está disponible por el momento... -canturreó la voz automática.
Me reí. Un sonido hueco y frágil que me arañó la garganta. No era gracioso. Nada era gracioso.
Esta mañana, Javier me había besado al despedirse, acunando mi vientre.
-Te amo, Sofía. Nos amo -había susurrado-. Regresaré temprano, justo a tiempo para tu cita prenatal. Y para esa lasaña. No te olvides de la lasaña.
Había hecho tantas promesas. Tantos juramentos.
-Nunca volveré a lastimarte, Sofía. Nunca. Nuestro bebé merece una familia completa, un padre que lo ame.
No sentí la punzada aguda de dolor, la traición ardiente que esperaba. Solo era un vacío. Como si alguien me hubiera vaciado por dentro y me hubiera dejado hueca. El momento más desesperado, el que te desgarra el alma, ya había ocurrido hace tres años. Sobreviví a eso. Sobreviviría a esto.
Con calma, volví a poner el celular sobre la barra. La cocina era un desastre: harina por todas partes, salsa quemada chisporroteando en la estufa. Lo limpié todo. Metódicamente. Eficientemente. La olla rota fue directamente a la basura.
Luego, volví a tomar el teléfono. No para llamar a Javier. Marqué al hospital.
-¿Hola? Quisiera cancelar mi cita prenatal de mañana -mi voz era plana, desprovista de emoción-. Y quisiera programar... otro procedimiento. Lo antes posible.