Se incorporó rápidamente, alisándose el vestido de noche arrugado que había llevado durante casi veinticuatro horas. La vergüenza la golpeó de inmediato. Se había quedado dormida en medio de la revisión de los activos de Vanguard Tech.
-Buenos días, Bella Durmiente.
La voz profunda llegó desde la cocina abierta. Elena se giró y sintió que el aliento se le atascaba en la garganta.
Dante Blackwood estaba de pie junto a la isla de mármol negro, leyendo una tableta mientras bebía café. Ya no llevaba el esmoquin de la noche anterior. Vestía un pantalón de traje gris oscuro y una camisa blanca inmaculada, con las mangas remangadas hasta los antebrazos, revelando unos brazos fuertes y velludos, y un reloj que costaba más que la educación universitaria de Elena.
Parecía fresco, alerta y peligrosamente atractivo. Como si no hubiera pasado la noche desenterrando los cadáveres financieros de su antigua empresa.
-Lo siento, señor Blackwood -balbuceó Elena, poniéndose de pie y buscando sus zapatos-. No debí quedarme dormida. Yo... solo cerré los ojos un segundo.
Dante bajó la tableta y la miró. Su expresión era ilegible, pero no había ira en sus ojos oscuros.
-Eran las cuatro de la mañana cuando te desmayaste sobre el informe de auditoría trimestral. Trabajaste cinco horas seguidas encontrando las cuentas ocultas en Panamá. -Dante señaló una taza humeante en la barra-. Tómate el café. Lo necesitas negro y fuerte. Hoy vamos a la guerra.
Elena caminó hacia la barra, consciente de su aspecto desaliñado frente a la perfección de él. El café olía a gloria. Le dio un sorbo y sintió que la vida volvía a su cuerpo.
-¿Qué hora es? -preguntó.
-Las siete. Tenemos que estar en Vanguard a las ocho y media. Quiero llegar antes de que Claudio se recupere de la resaca.
Elena miró su vestido de fiesta arrugado, con una mancha de vino seco en el dobladillo de la noche anterior.
-No puedo ir así. Tengo que pasar por mi casa a cambiarme.
-No hay tiempo. Y con todo respeto, Elena, la ropa que usas para trabajar... esos trajes grises y apagados... -Dante hizo una mueca de disgusto-. Son el uniforme de una víctima. Claudio te hizo vestir para ser invisible. Si vas a entrar ahí conmigo, necesito que te vean.
Dante chasqueó los dedos y señaló hacia el pasillo que llevaba a las habitaciones.
-En el dormitorio de invitados hay varias cajas. Llegaron hace media hora. Mi estilista personal es muy eficiente. Ve, dúchate y ponte lo que hay en la caja negra grande.
-¿Me compró ropa? -Elena frunció el ceño, una mezcla de gratitud y molestia defensiva-. Señor Blackwood, no soy su muñeca.
Dante dejó la taza sobre el mármol con un golpe suave pero firme. Se acercó a ella, invadiendo su espacio personal como solía hacer, obligándola a levantar la barbilla para sostenerle la mirada.
-No busco una muñeca, Elena. Busco una socia. Y en el mundo corporativo, la percepción es realidad. Si entras pareciendo la asistente asustada de ayer, te tratarán como tal. Necesito que entres pareciendo la mujer que tiene el poder de despedirlos a todos. -Su voz bajó, volviéndose ronca-. No es ropa. Es una armadura. Úsala.
Elena sostuvo su mirada unos segundos más, sintiendo esa extraña electricidad que chisporroteaba entre ellos cada vez que él se acercaba demasiado. Luego, asintió y se dirigió al pasillo.
Veinte minutos después, Elena se miró en el espejo de cuerpo entero del baño de invitados y apenas se reconoció.
El traje era de un color azul marino profundo, casi negro. La falda lápiz se ajustaba a sus curvas con una precisión arquitectónica, bajando hasta justo debajo de la rodilla, profesional pero innegablemente femenina. La chaqueta entallada tenía hombreras sutiles que le daban una postura de poder, y la blusa de seda color crema suavizaba el conjunto. Los zapatos eran unos stilettos negros de suela roja, vertiginosos pero extrañamente cómodos.
Se soltó el pelo, que cayó en ondas naturales sobre sus hombros, y se aplicó un poco del maquillaje que venía en el kit. Cuando salió al salón, se sentía diferente. Caminaba diferente. El sonido de sus tacones en el suelo de hormigón sonaba como un aviso de combate.
Dante estaba hablando por teléfono, de espaldas a ella. Se giró al oírla y se quedó callado a mitad de una frase.
Sus ojos oscuros recorrieron su cuerpo desde los zapatos hasta el cabello suelto, deteniéndose un segundo en la curva de su cadera y luego subiendo a sus ojos. Hubo un silencio denso. Elena contuvo la respiración, sintiéndose expuesta bajo su escrutinio. Por primera vez, vio algo más que cálculo en la mirada de Dante. Vio hambre. Un hambre masculina, cruda, que él reprimió al instante apretando la mandíbula.
-Termino luego -dijo Dante al teléfono y colgó sin apartar la vista de ella.
-¿Es... adecuado? -preguntó Elena, sintiéndose cohibida de repente.
Dante se aclaró la garganta y se ajustó los gemelos de la camisa.
-Es perfecto -dijo con voz áspera-. Vamos. El coche espera.
El trayecto hacia el distrito financiero fue tenso. Elena revisaba los archivos en la tableta que Dante le había dado, repasando los nombres de los ejecutivos leales a Claudio, pero su mente estaba en la forma en que Dante la había mirado en el apartamento.
Cuando la limusina se detuvo frente al rascacielos de cristal y acero que había sido su prisión durante cinco años, Elena sintió que el pánico le cerraba la garganta. Vio a los empleados entrando por las puertas giratorias, los mismos que la ignoraban o la miraban con lástima.
Dante pareció sentir su miedo. Antes de que el chófer abriera la puerta, él puso su mano grande y caliente sobre la de ella, que descansaba temblorosa sobre su rodilla.
-Escúchame -dijo, obligándola a mirarlo-. Hoy no eres Elena la asistente. Hoy eres la voz de Blackwood Holdings. Tienes mi autoridad. Si alguien te falta al respeto, me lo falta a mí. Y nadie me falta al respeto dos veces. ¿Entendido?
El calor de su mano le infundió un valor prestado.
-Entendido.
El chófer abrió la puerta.
La entrada al vestíbulo fue un evento en sí mismo. Dante caminaba con pasos largos y seguros, irradiando una energía oscura que hacía que la gente se apartara instintivamente a su paso. Elena caminaba a su lado, un paso por detrás y a la derecha, con la cabeza alta, el maletín de cuero en la mano y los tacones resonando en el mármol.
Vio a la recepcionista, una chica que solía burlarse de su ropa barata, abrir la boca con asombro al verla. Vio al jefe de seguridad cuadrarse al ver a Dante.
Subieron al ascensor ejecutivo en silencio. A medida que los números subían, el corazón de Elena latía más fuerte. Piso 40. Piso 41. Piso 42.
Las puertas se abrieron.
El piso ejecutivo de Vanguard Tech estaba en caos. Teléfonos sonando, gente corriendo con papeles. La noticia de la adquisición hostil se había filtrado.
En el centro de la planta abierta, Claudio Vega estaba gritándole a una secretaria junior, con la cara roja y el pelo despeinado.
-¡Me importa una mierda lo que digan los auditores! -bramaba Claudio-. ¡Quiero esos archivos triturados antes de que llegue ese bastardo de Blackwood!
-Llegas tarde, Claudio -la voz de Dante cortó el aire como un látigo.
Todo el piso se quedó en silencio. Cincuenta cabezas se giraron simultáneamente.
Claudio se giró lentamente. Tenía ojeras profundas y los ojos inyectados en sangre. Al ver a Dante, palideció. Pero cuando sus ojos se posaron en Elena, su expresión pasó del miedo a la furia incrédula.
-¿Elena? -Claudio soltó una risa nerviosa e histérica-. ¿Qué demonios haces vestida así? ¿Y por qué no estás en tu escritorio? ¡Te he estado llamando toda la mañana! ¡El café no se hace solo!
Elena sintió el viejo instinto de agachar la cabeza y disculparse. Es mi jefe, pensó. Tiene el seguro de mamá.
Pero entonces sintió la presencia de Dante a su lado, sólida como una montaña. Recordó la noche anterior. Recordó la promesa. Recordó el seguro médico Blackwood que ya estaba activo.
Dante dio un paso adelante, protegiéndola, pero Elena le puso una mano suave en el brazo para detenerlo. «Déjame hacerlo a mí», le dijo con la mirada. Dante se detuvo, sorprendido, y retrocedió medio paso, cediéndole el escenario.
Elena avanzó hacia Claudio. No tembló.
-Buenos días, señor Vega -dijo ella. Su voz salió clara y firme, proyectándose por toda la oficina-. Ya no preparo café. Y, ciertamente, ya no lo preparo para usted.
-¿Qué has dicho? -Claudio avanzó hacia ella, amenazante-. Escúchame bien, estúpida desagradecida. Tienes un contrato. Tengo a tu madre...
-El contrato se anuló por incumplimiento de cláusulas laborales abusivas a las 8:00 AM -interrumpió Elena, sacando un documento de su maletín-. Y en cuanto a mi madre, ella está siendo trasladada al Hospital Presbiteriano en este momento, bajo la cobertura privada de Blackwood Holdings.
Un murmullo recorrió la oficina. Claudio parecía haber recibido una bofetada física.
-Tú... tú no puedes...
-Puedo y lo he hecho -Elena se giró hacia el resto de la oficina-. Atención a todos. Soy Elena Rivas, enlace ejecutivo de Blackwood Holdings. A partir de este momento, todas las operaciones pasan por mi supervisión. El señor Vega ha sido relevado de sus funciones administrativas mientras dura la auditoría forense.
-¡Seguridad! -gritó Claudio, perdiendo los estribos-. ¡Saquen a esta traidora y a este payaso de mi edificio!
Dos guardias de seguridad se acercaron, dudosos. Miraron a Claudio, sudoroso y gritando. Luego miraron a Dante Blackwood, que estaba parado con los brazos cruzados, observando la escena con una sonrisa depredadora y tranquila.
-Yo no haría eso si quieren conservar sus pensiones -dijo Dante suavemente. Los guardias se detuvieron en seco.
Dante caminó hasta ponerse al lado de Elena, mirando a Claudio con desprecio absoluto.
-Este ya no es tu edificio, Claudio. De hecho, estás respirando mi aire.
Dante se inclinó hacia él, bajando la voz para que solo Claudio y Elena pudieran oírlo.
-Te lo advertí hace cinco años, hermano. Dije que volvería.
Los ojos de Claudio se abrieron de par en par. El reconocimiento golpeó su rostro como un rayo. Miró la cicatriz, miró los ojos oscuros.
-¿Damián? -susurró Claudio, horrorizado-. No... estás muerto.
-Damián Cruz murió la noche que te acostaste con su mujer y lo enviaste a la cárcel -respondió Dante con frialdad-. Yo soy el hombre que ha venido a enterrarte.
Dante se enderezó y se dirigió a Elena.
-Señorita Rivas, por favor, escolte al señor Vega fuera de las instalaciones. Y asegúrese de que devuelva la tarjeta de acceso y el teléfono de la empresa. No queremos que se robe los clips de papel al salir.
-¡Esto es ilegal! ¡Llamaré a mis abogados! -chilló Claudio mientras retrocedía.
-Hágalo -dijo Elena, disfrutando cada sílaba-. Hable con ellos. Dígales que revisen la cláusula 4B del acuerdo de adquisición que firmó anoche borracho en la gala. Cedió el control operativo total a cambio del rescate financiero.
Elena señaló el ascensor con un gesto elegante de su mano.
-Por favor, Claudio. No hagas una escena. Es patético.
Claudio miró a su alrededor. Nadie se movió para ayudarlo. Vio el desprecio en los ojos de los empleados que había maltratado durante años. Vio la victoria fría en los ojos de su antigua asistente.
Derrotado, bajó los hombros y caminó hacia los ascensores, arrastrando los pies.
Cuando las puertas se cerraron tras él, el silencio en la oficina era absoluto. Elena sintió que le temblaban las manos, pero esta vez era de adrenalina pura.
Se giró hacia Dante. Él la miraba con una expresión que ella no había visto antes. Era orgullo. Un orgullo feroz y posesivo.
-Buen trabajo, Elena -dijo él, lo suficientemente alto para que todos lo oyeran-. Ahora, vamos a mi oficina. Tenemos una empresa que limpiar.
Dante caminó hacia la gran puerta doble de roble al final del pasillo, la antigua oficina del fundador, la oficina que había sido suya. Elena lo siguió, con el sonido de sus tacones marcando el ritmo de una nueva era.
Al entrar en el despacho, Dante cerró la puerta tras ellos, aislando el sonido del exterior. El despacho era enorme, pero Claudio lo había llenado de arte vulgar y muebles dorados.
Dante suspiró, mirando a su alrededor con asco, y luego sus ojos se clavaron en Elena. La tensión, que habían mantenido a raya en público, estalló en la privacidad de la habitación.
-Has estado magnífica -murmuró él, acercándose.
-Estaba aterrorizada -confesó ella, apoyándose contra el escritorio pesado para no caerse.
-No se notó. -Dante se detuvo a un paso de ella. La adrenalina de la confrontación todavía vibraba en el aire, mezclándose con algo más peligroso-. Cuando lo enfrentaste... cuando le dijiste que ya no le servías café...
Dante levantó la mano y, con un atrevimiento que la dejó helada, trazó la línea de su mandíbula con el pulgar. Su piel era áspera, caliente.
-Eres letal, Elena. Y te queda muy bien el azul.
Elena dejó de respirar. Sus rostros estaban a centímetros. Podía ver las motas doradas en la oscuridad de sus ojos. El momento pendía de un hilo, oscilando entre el profesionalismo y un abismo de pasión prohibida.
Entonces, alguien llamó a la puerta.
Dante se apartó de golpe, rompiendo el hechizo, y su rostro volvió a ser una máscara de piedra.
-Adelante -dijo con voz dura.
Elena soltó el aire que había estado conteniendo, sintiendo el corazón golpeándole contra las costillas como un pájaro enjaulado. Habían ganado la primera batalla, pero tenía la terrible sensación de que la guerra más peligrosa no sería contra Claudio, sino contra la atracción devastadora que sentía por el hombre que acababa de comprar su alma.