"Estoy ocupada," dije, clavando la vista en la puerta cerrada de la consulta, rezando para que no se abriera en ese momento.
"Podemos arreglar esto, Sheila." Su tono se suavizó instantáneamente, desplegando esa manipulación experta y melosa que yo conocía tan bien. "Ven al café donde nos conocimos. Hablemos. Por favor."
Acepté. No porque quisiera verlo, ni porque me quedara una pizca de esperanza, sino porque necesitaba ganar tiempo para que los engranajes de mi plan terminaran de girar.
El café estaba igual que hace cinco años, una cápsula del tiempo que ahora me parecía una burla.
Fernando ya estaba allí, sentado en nuestra mesa habitual, luciendo impecable mientras mi mundo se desmoronaba.
Se levantó en cuanto me vio, intentando tocar mi mejilla con una familiaridad que ya no le correspondía.
"Te ves cansada," dijo, con una ternura fingida que hizo que la bilis me subiera a la garganta.
Me aparté bruscamente, como si su tacto quemara.
"Ve al grano, Fernando."
"Sé que las cosas han sido difíciles. Carolina... ella está pasando por un mal momento. Pero tú y yo somos un equipo. Siempre lo hemos sido."
Casi suelto una carcajada amarga.
"¿Un equipo?" repetí, saboreando la ironía. "¿Un equipo como cuando me dejaste tirada en el aeropuerto?"
Él bajó la mirada, ensayando su mejor gesto de arrepentimiento.
"Fue una emergencia. Ella lleva a mi hijo, Sheila. Tienes que entenderlo."
El dolor en mi bajo vientre regresó, agudo, punzante y cruel.
Yo también, quise gritarle. Yo también llevo a tu hijo.
Pero me mordí la lengua hasta sentir el sabor metálico de la sangre.
Su teléfono sonó, rompiendo la tensión.
La pantalla se iluminó con el nombre de ella. Carolina.
"Es el hospital," dijo él, y vi cómo su rostro perdía todo el color. "Dicen que Carolina está grave."
Se levantó de golpe, tirando la silla hacia atrás con estruendo.
"Tengo que irme."
Ni siquiera se despidió. Salió corriendo, dejándome allí, sola, frente a dos cafés que se enfriaban rápidamente.
El dolor físico se intensificó, haciendo eco del dolor en mi pecho. Me doblé sobre la mesa, respirando entre dientes para no gritar.
Mi teléfono vibró. Un salvavidas en medio de la tormenta.
Era Marco.
"¿Sheila?" Su voz era firme, segura, un ancla de realidad. "Los abogados tienen los papeles listos. ¿Estás segura de esto?"
Me levanté con dificultad, mis piernas temblando, y fui al baño para lavarme la cara.
Me miré en el espejo, enfrentándome a mi propio reflejo bajo la luz fluorescente.
Vi a una mujer rota, con ojeras marcadas, pero bajo las grietas, vi acero. Vi a una superviviente.
Si Fernando se enteraba de mi embarazo, usaría al bebé para atarme. Para controlarme. Para convertirme en otra pieza de su juego.
No podía permitirlo. No lo permitiría.
Salí del café y fui directamente al despacho de los abogados de Marco, ignorando el cansancio que arrastraba.
El documento estaba sobre la inmensa mesa de caoba, esperando.
"Acuerdo Prenupcial".
Firmé mi nombre con un trazo decidido, sin que me temblara el pulso ni por un segundo.
"La fecha se mantiene," le dije al abogado, mi voz sonando extrañamente calmada. "Pero yo elijo el lugar. Y los invitados."
"Por supuesto, señorita," dijo él, guardando el documento en una carpeta de cuero con reverencia profesional.
Salí a la calle y busqué un buzón. El aire fresco golpeó mi rostro, limpiando los restos del perfume de Fernando.
Tenía una copia firmada para él.
La dejé caer por la ranura metálica.
Escuché el suave golpe del sobre al caer al fondo. Un sonido definitivo.
Sonó como el cierre de una celda. O la apertura de una puerta hacia la libertad.
Mi futuro ya no dependía de sus mentiras.
Acaricié mi vientre, aún plano, protegiendo el secreto que latía dentro.
"Vamos a estar bien," le prometí a la vida que crecía dentro de mí, con una ferocidad nueva. "Nadie nos volverá a hacer daño. Nunca más."