Me puse de pie y lo arrojé al cubo de desperdicios, sepultándolo bajo las fotos rasgadas, las cartas de amor y los pétalos secos de una vida que ya se había extinguido.
Caminé hacia la chimenea, donde el fuego crepitaba con hambre. En la palma de mi mano descansaba el anillo de Luna; el símbolo de mi autoridad, de mi matrimonio, de mi supuesta eternidad. El metal se sentía pesado y frío contra mi piel. Sin dudarlo, lo lancé a las llamas.
Me quedé allí, observando. Vi cómo el oro inmaculado se ennegrecía, cómo el hollín devoraba su brillo hasta dejarlo irreconocible. No sentí dolor. Solo una ligereza extraña, vacía, como si finalmente me hubiera quitado una armadura oxidada que llevaba años asfixiándome.
-Adiós, Oliver -susurré al fuego.
Durante las siguientes semanas, funcioné como un autómata. Trabajé codo a codo con el Sr. López para finalizar la transferencia de activos, camuflando todo bajo la apariencia de una aburrida "reestructuración fiscal". Nadie sospechó nada. Mi eficiencia, que siempre había sido mi mayor virtud como Luna, ahora servía como mi mejor disfraz.
La noche antes de mi partida, estaba cerrando la cremallera de mi última maleta.
-*¡Laura! ¡A mi estudio, ahora!*
El Comando de Alpha estalló en mi mente con la violencia de un látigo. Mis rodillas cedieron instintivamente, traicionadas por años de condicionamiento y obediencia a la voz de Oliver.
Apreté los dientes hasta que me dolió la mandíbula, luchando contra el impulso biológico de correr hacia mi dueño.
-*Estoy ocupada, Oliver. Empacando.* -Respondí a través del *Mind-Link*, proyectando una calma gélida que no sentía.
Hubo un silencio denso al otro lado del vínculo. Él no esperaba resistencia. Su sorpresa fue tan palpable que casi pude saborearla.
Minutos después, la puerta de mi habitación se abrió de golpe, golpeando la pared con un estruendo. Pero no era Oliver.
Era Nadia. Y no venía sola; traía una comitiva de miembros de la manada como testigos.
-¡Lo sabía! -chilló Nadia, apuntándome con un dedo acusador. Su rostro, generalmente una máscara de inocencia, estaba contorsionado por una mezcla grotesca de triunfo y malicia-. ¡Mírala! ¡Está pálida, lleva semanas vomitando!
Me quedé helada, como si me hubieran arrojado un cubo de agua helada.
-¿De qué demonios estás hablando? -pregunté, forzando a mi voz a mantenerse firme.
-¡Está embarazada! -gritó Nadia, girándose hacia los miembros de la manada que murmuraban escandalizados en el pasillo-. ¡Esa perra está embarazada de Oliver!
El mundo se detuvo sobre su eje.
Oliver apareció en el pasillo, abriéndose paso entre la multitud. Su rostro estaba lívido, sus ojos buscaban los míos con una intensidad aterradora, casi desesperada.
-¿Laura? -preguntó, y su voz tembló por primera vez en años-. ¿Es verdad?
Mi mano voló instintivamente a mi vientre para protegerlo. Ese gesto fue mi sentencia de muerte.
Oliver dio un paso vacilante hacia mí, la esperanza encendiéndose en su mirada. Pero Nadia, percibiendo que perdía el protagonismo, soltó un alarido desgarrador que heló la sangre.
-¡Ah! ¡Mi bebé! ¡Oliver, me duele, me duele mucho!
Se dobló sobre sí misma, aferrándose a su propio vientre abultado con una teatralidad perfecta. Fue una actuación digna de un Oscar, calculada al milímetro.
Oliver se detuvo en seco, paralizado. Miró hacia mí, luego hacia Nadia. Hubo un segundo, un maldito y eterno segundo de duda en sus ojos.
Y entonces, eligió.
Se giró hacia Nadia, la levantó en brazos como si fuera una muñeca de cristal y comenzó a bramar órdenes.
-¡Médico! ¡Necesito un médico ahora! -Rugió, pasando por mi lado como una exhalación. Su hombro golpeó el mío con fuerza brutal, empujándome contra el marco de la puerta sin siquiera registrar mi presencia.
Me quedé allí, invisible. Un fantasma en mi propia casa.
Vi cómo se alejaban por el pasillo, rodeados por la manada preocupada. Nadie me miró a mí. Nadie preguntó por mi bebé. Para ellos, yo ya no existía.
Una brisa helada entró por la ventana abierta, calando hasta la médula de mis huesos.
Sentí una nueva ola de náuseas, y esta vez, vino acompañada de una certeza oscura y terrible. La realidad cayó sobre mí como una losa.
Mi plan original de huir con el bebé ya no era viable. Nadia lo sabía. Oliver lo sabía. Si intentaba irme ahora, embarazada del heredero, me cazarían hasta el fin del mundo. Usarían a mi hijo como rehén, como una cadena perpetua. Nunca sería libre.
Bajé la mirada hacia mi vientre plano.
-Lo siento -susurré, y una lágrima solitaria, ardiente, rodó por mi mejilla-. Perdóname, mi pequeño. Perdóname por lo que voy a hacer.
Tenía que tomar una decisión. Una decisión que me destrozaría el alma y me perseguiría por el resto de mis días, pero que era la única manera de salvar lo poco que quedaba de mí.
Mis ojos se secaron. El fuego que ardía en mi interior se apagó, dejando paso a un hielo implacable.