Capítulo 2

Daniela POV:

Aun después de casarme con Rodrigo, esa voz nunca se calló. No mereces este amor, Daniela. Sus regalos suntuosos, sus palabras cariñosas, sus miradas intensas... todo me hacía sentir como una impostora. Era un cuento de hadas que no me atrevía a creer. Mi mente, acostumbrada a la miseria, se aferraba a la idea de que su amor era un préstamo, algo que me sería arrebatado en cualquier momento.

Pero, a pesar de mis miedos, en mi corazón yo había creído en él. Con toda la fuerza de mi alma, me había entregado a Rodrigo. Lo amaba con una devoción que nunca había conocido, una devoción que creí correspondida. Sus brazos eran mi refugio, sus besos, el único lugar donde me sentía completa. Pensé que, por fin, había encontrado mi lugar en el mundo.

Hasta que la burbuja estalló.

Unas semanas atrás, la familia Esteban recibió una noticia devastadora. Verónica había sido diagnosticada con una rara y agresiva enfermedad degenerativa. Los médicos dijeron que necesitaba un trasplante de riñón urgentemente. La noticia cayó como una losa sobre la hacienda. Mi padre y Rafael se volcaron en ella, sus rostros pálidos, sus ojos llenos de una angustia que nunca me habían dedicado a mí.

La búsqueda de un donante compatible comenzó de inmediato. Realizaron pruebas a cada miembro de la familia, a primos lejanos, incluso a algunos empleados de confianza. Una por una, las esperanzas se desvanecían. Nadie era compatible. La frustración y la desesperación crecían en la familia.

Recuerdo a mi padre golpeando la mesa, con los ojos inyectados en sangre.

"¡Tiene que haber una solución!", gritaba. "¡No podemos perderla!"

Verónica, pálida y frágil en su cama, se veía más bella que nunca. Su debilidad la hacía parecer etérea, una obra de arte a punto de desvanecerse. Mi padre, ciego de dolor, le prometía el cielo y la tierra.

Entonces, el especialista en trasplantes, el Dr. Morales, se reunió con la familia. Su voz era grave, sus palabras, un golpe seco.

"Hemos agotado todas las opciones de donantes vivos compatibles en el registro y en la familia extendida", dijo. "Solo queda una alternativa. Arriesgada, pero posible".

Mis oídos zumbaban. Mis manos se apretaban bajo la mesa. Rodrigo, sentado a mi lado, tenía la mandíbula tensa.

El Dr. Morales continuó, mirando a los presentes.

"A veces, cuando no hay un donante disponible, se puede recurrir a la gestación subrogada. El bebé, al nacer, se convierte en un posible donante compatible con el paciente. Un hermano o hermana genéticamente idéntico tiene una probabilidad mucho mayor de ser compatible".

La sala se quedó en silencio. Un silencio sepulcral.

Un escalofrío me recorrió la espalda. Sentí una punzada de náuseas, no por las palabras del doctor, sino por una horrible claridad que de repente me golpeó. Mi mente, que siempre buscaba la culpa en mí misma, esta vez buscó la verdad en él. En Rodrigo.

Todo encajaba. Sus insistentes peticiones de tener un hijo apenas unas semanas antes del diagnóstico de Verónica. Sus palabras sobre "querer formar una familia contigo, Daniela" ahora sonaban huecas y calculadas. Su amor, tan repentino y abrumador, ahora parecía un disfraz.

Recordé su mirada en la boda. Una intensidad que yo había confundido con pasión, pero que ahora se revelaba como determinación fría. ¿Me había casado con un hombre que me amaba, o con un estratega que me usó? La pregunta quemó mi garganta.

Mi corazón se apretó. Una grieta se abrió en mi alma, lenta y dolorosa. Me sentí como un jarrón de cristal cayendo en cámara lenta, cada fragmento de mi amor, de mi esperanza, rompiéndose en mil pedazos. El aire se me hizo denso, pesado, como si el oxígeno mismo me negara el aliento.

Me puse de pie abruptamente.

"Necesito aire", dije, mi voz apenas un susurro rasposo. Salí de la sala, mis pasos pesados, como si mis piernas fueran de plomo.

Caminé por los pasillos de la hacienda, mis pasos resonando en el silencio. Necesitaba estar sola, sumergirme en mi propia oscuridad para entender esta nueva, horrible verdad. Mis pensamientos eran un torbellino. ¿Era posible? ¿Todo este tiempo?

Llegué al estudio de mi padre, un lugar al que rara vez iba. La puerta estaba entreabierta. Escuché voces. La voz de Verónica. Y la de Rodrigo.

Me detuve en seco. Mi mano, que iba a empujar la puerta, se congeló en el aire. Un presentimiento helado me recorrió. Una pequeña chispa de mi teléfono se encendió, sin que yo me diera cuenta, la grabadora de voz activándose accidentalmente en mi bolsillo.

"¿Estás seguro de que Daniela no sospecha nada, Rodrigo?", la voz de Verónica era dulce, pero con un matiz de satisfacción que nunca le había escuchado.

El estómago se me revolvió.

"No, Verónica. Ella confía en mí. Cree que la amo", respondió Rodrigo. Su voz era fría, desprovista de la calidez que siempre me dedicaba. Como si hablara de un objeto.

Sentí como si me golpearan en el centro del pecho. El aire se escapó de mis pulmones. Mis piernas flaquearon. Me apoyé contra la pared, intentando no hacer ruido. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que se saldría de mi pecho.

"Excelente", dijo Verónica, con un tono de triunfo. "Tontita. Siempre lo ha sido".

Una risa. La risa de Verónica. Luego, una risa más suave, la de Rodrigo. Una risa que me taladró el alma. Mis manos se aferraron al vestido, arrugándolo.

"Sabes, Rodrigo, a veces me pregunto si no te enamoraste un poco de ella", bromeó Verónica, con un tono burlón.

"No seas ridícula, Verónica", contestó él, su voz impaciente. "Mi compromiso es contigo. Desde aquel día en el puente. Te lo prometí. Te dije que te salvaría, que te devolvería el favor. Y lo haré. Ella es solo el medio".

Las palabras de Rodrigo me atravesaron como puñales. El puente. El día que me salvó. ¿Qué? Mis recuerdos se torcieron, se deformaron. ¿Qué significaba eso?

"Ah, ese día", dijo Verónica, suspirando con placer. "Cuando salí corriendo de la hacienda porque estaba furiosa con papá, y me encontré con esos chicos. Qué conveniente que aparecieras tú. Y qué conveniente que Daniela estuviera también ahí, tan cerca del peligro".

Mi sangre se heló. ¿Verónica? ¿Ella estaba en el puente? ¿La que había sido salvada era ella?

"Tú fuiste la que me salvó en ese momento", continuó Rodrigo. "La que me guio lejos de esos hombres. Mi deuda es contigo, Verónica".

Un maremoto de confusión, rabia y dolor me envolvió. No era ella. Fui yo. ¿Cómo podía él haber confundido a Verónica con la chica en el puente? Yo fui la que estuvo a punto de caer. Yo fui la que él rescató.

"Y me casé con Daniela solo para esto", dijo Rodrigo. "Para tener un hijo que te salve. Para cumplir mi promesa. Es lo mínimo que puedo hacer por la mujer que me salvó la vida cuando era un niño y por la que me dio una segunda oportunidad ese día en el puente".

Mi cabeza daba vueltas. ¿Qué otra mentira había tejido Verónica? ¿"Cuando era un niño"?

"El pequeño Rodrigo, tan inocente", se rió Verónica. "Qué conveniente también. Que yo estuviera cerca de tu secuestro. Que yo te consolara. Soy una actriz brillante, ¿no crees? Después de todo, desde la muerte de mamá, he tenido que actuar para que papá y Rafael no me olvidaran. Y para que tú, mi amado Rodrigo, me vieras como la heroína".

Las palabras de Verónica eran un veneno puro. Me ardían los oídos. ¿El secuestro? ¿Consolarlo? ¿Ella? No. Fui yo. Fui yo la que lo encontró, la que lo escondió, la que le dio el agua. Yo.

"Nadie sabe la verdad, Rodrigo", dijo Verónica con un tono conspirador. "Nadie. Ni mis padres, ni Rafael. Ni siquiera Daniela. Y así se quedará. Ella es demasiado frágil para manejar la verdad. Demasiado tonta. Y si alguna vez intenta algo, siempre puedo empeorar mi enfermedad, ¿verdad? Un buen ataque, una recaída dramática, y todos se volverán contra ella. Y tú, mi amor, siempre estarás de mi lado".

Rodrigo no respondió. Su silencio lo decía todo. Era cómplice.

La respiración se me enganchaba en la garganta. El mundo entero se volcó. Mi cuerpo temblaba sin control. Rodé por el suelo, incapaz de mantenerme en pie. El dolor era tan inmenso que no sentía las rodillas raspadas. No sentía nada salvo un agujero negro en mi corazón.

Rodrigo nunca me amó. Fui un contrato. Un vientre de alquiler. Y Verónica... Verónica era un monstruo. La enfermedad, una farsa. El rescate, una mentira. Mi salvador, confundido.

Y yo. Yo fui la víctima, no la culpable. Nunca lo fui.

Una ráfaga de furia, fría y cortante como el acero, me recorrió. La Daniela sumisa, la que pedía perdón por existir, se desvaneció. En su lugar, emergió una mujer diferente. Una mujer herida, sí. Pero también, una mujer con sed de justicia.

Sentí el teléfono en mi bolsillo. Caliente. La pequeña luz de la grabadora parpadeaba. Había grabado todo. La verdad. Toda la verdad.

Las palabras de Rodrigo, "ella es solo el medio", resonaron en mi cabeza, ahogando cualquier vestigio de la Daniela que una vez fui. La desesperación se transformó en una claridad helada. Ya no era un jarrón de cristal roto, sino una roca forjada en el fuego de la traición. Mi cuerpo, aún tembloroso, encontró una fuerza inusitada. Lentamente, me puse de pie. Cada músculo dolía, pero el dolor físico era insignificante comparado con la hemorragia de mi alma. Miré la puerta entreabierta, de donde seguían emanando sus voces, ahora ininteligibles, como el murmullo de serpientes. Y mi mano, casi por reflejo, se aferró al pequeño dispositivo en mi bolsillo. El teléfono. La grabación. Una herramienta, no solo para oír, sino para destruir. Era el arma que Verónica nunca esperó que tuviera. Y con ella, iba a desmantelar su universo de mentiras, pieza por pieza.

Esto no ha terminado, me dije. Apenas acaba de empezar.

            
            

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