En la Cama de su Hermano: Mi Dulce Venganza
img img En la Cama de su Hermano: Mi Dulce Venganza img Capítulo 2 No.2
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Capítulo 2 No.2

La mansión Real en Greenwich era un mausoleo para los vivos.

Lucero entró por la puerta lateral, la que usaba el personal. La casa olía a cera de limón y dinero viejo; un aroma que era frío, estéril y crítico.

Subió corriendo las escaleras traseras, sus pies descalzos no hacían ruido en la lujosa alfombra. Necesitaba fregarse la noche de la piel. Necesitaba lavar el aroma del extraño: humo de leña, lluvia y algo más oscuro, como whisky caro.

En el baño principal, puso la ducha hirviendo. Se paró bajo el chorro hasta que su piel se puso rosa, frotando hasta sentirse en carne viva.

Salió y limpió el vapor del espejo.

Había marcas en su cuello. Moretones tenues y violáceos. Chupones.

-Estúpida -siseó a su reflejo-. Estúpida, estúpida, estúpida.

Agarró su corrector pesado y comenzó a aplicarlo, poniendo capas gruesas. Estaba terminando cuando la puerta del dormitorio se abrió.

Julián entró.

Se veía terrible. Sus ojos estaban inyectados en sangre, su piel pálida y húmeda. Llevaba el mismo traje que había usado en la gala, ahora arrugado y manchado.

Lucero se estremeció. Era un reflejo que odiaba, una respuesta condicionada a tres años de erosión emocional.

-¿Dónde estabas? -espetó Julián. No la miró; estaba ocupado aflojándose la corbata, sus movimientos bruscos y agitados-. Te busqué. Me avergonzaste, Lucero. Otra vez.

-No me sentía bien -dijo Lucero, con voz firme a pesar del martilleo de su corazón-. Tomé un taxi a casa temprano. Dormí en la habitación de invitados para no molestarte.

Era una mentira que había ensayado en el taxi.

Julián se burló. -Siempre la víctima. Siempre frágil.

Pasó junto a ella hacia el baño. Al pasar, Lucero lo vio.

Un rasguño.

Estaba en el lado de su cuello, justo debajo de la oreja. Una línea roja, delgada y furiosa. No era un corte de afeitado. Era curvo. Era de una uña.

Lucero lo miró fijamente. -¿Qué le pasó a tu cuello?

Julián se congeló. No saltó; se quedó antinaturalmente quieto. Su mano subió lentamente para cubrir la marca. -Nada. Accidente al afeitarme.

-No te has afeitado desde ayer por la mañana -señaló Lucero, con voz tranquila.

Julián se dio la vuelta. Sus ojos no solo estaban enojados; estaban calculando. -¡Deja de interrogarme! Estás paranoica, Lucero. Me estás asfixiando.

Azotó la puerta del baño.

Lucero se quedó allí, el silencio zumbando en sus oídos. No estaba paranoica. Era observadora.

El teléfono de Julián vibró en la cómoda.

Lucero lo miró. La pantalla se iluminó.

Mensaje de S.

La respiración de Lucero se detuvo. Dio un paso más cerca.

Las náuseas matutinas me están matando, bebé. Necesito que traigas esas pastillas.

El mundo se inclinó sobre su eje.

S. Serena Filo. La estrella del pop que Julián representaba. La mujer a la que los tabloides llamaban genio, la mujer que cantaba canciones que Lucero había escrito en la oscuridad de la noche.

Náuseas matutinas.

Lucero sintió que la sangre se le iba de la cara. Julián no solo la engañaba. Estaba formando una familia. Una familia para la que siempre le había dicho a Lucero que no estaba listo.

La puerta del baño se abrió. Julián salió, con una toalla alrededor de la cintura. La vio cerca del teléfono.

No se abalanzó. No era tan descuidado. Caminó rápidamente, sus movimientos tensos, y arrebató el dispositivo de la cómoda con una casualidad forzada que era más aterradora que la violencia.

-No toques mis cosas -dijo, con voz baja.

-No lo hice -dijo Lucero, levantando las manos-. Se iluminó.

-Vete -dijo Julián-. Tengo que ir a la oficina.

-¿Un domingo?

-Los negocios no duermen, Lucero. A diferencia de ti.

La empujó al pasar.

Lucero esperó hasta escuchar el portazo de la puerta principal y el rugido de su Porsche desvaneciéndose por el camino de entrada.

No lloró. Había llorado suficiente el primer año.

Salió del dormitorio, bajó por el pasillo, pasó las suites de invitados, hasta el final del ala este. Había un cuarto de almacenamiento polvoriento allí, lleno de muebles viejos cubiertos con sábanas. Julián nunca venía aquí. Estaba demasiado sucio, demasiado olvidado.

Se apretujó detrás de una pila de pinturas viejas y presionó una tabla suelta en el revestimiento.

Se abrió con un clic.

Dentro había un espacio pequeño y estrecho, apenas un armario. Pero era suyo. Un teclado, una computadora portátil y una pared cubierta de papeles enmarcados.

No eran discos de platino. Esos colgaban en la mansión de Serena. Estas eran las hojas de composición originales, escritas a mano. Los primeros borradores crudos y desordenados de los éxitos que actualmente encabezaban las listas. No estaban firmados, pero la letra era de ella. Las fechas estaban allí. Era la única prueba que tenía de que existía.

Se sentó y abrió su computadora portátil. No abrió su software de música. Abrió una aplicación de mensajería segura.

Escribió un mensaje a Melodía, su contacto en el inframundo digital.

Necesito los registros de llamadas de Julián. Estados de cuenta de tarjetas de crédito. Todo de los últimos seis meses.

La respuesta de Melodía fue instantánea.

¿Problemas en el paraíso?

Lucero miró el reflejo de sus propios ojos en la pantalla negra. Se veían fríos. Duros.

Necesito ventaja, escribió. Inicia el rastreo.

            
            

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