-Alejandra -dijo, su voz vacilante, casi formal-. No quise empujarte tan fuerte. Pero arruinaste las cosas. Siempre lo haces. -hizo una pausa, evitando mi mirada-. Una vez que nazca el bebé, tendremos una boda en condiciones. Grandiosa, como siempre quisiste. Mi esposa, la señora Alexander, eso es lo que serás. Solo... compórtate. ¿Entiendes?
Miré a través de él, no a él. Sus palabras eran un zumbido sin sentido. Retrocedí cuando intentó tocar mi brazo. Un nudo de frustración se apretó en su mandíbula.
-¿Qué quieres, Alejandra? -preguntó, un atisbo de desesperación en su voz-. Solo dímelo. Lo que sea.
-Quiero salir -dije, mi voz sorprendentemente firme-. Y quiero una cena de bienvenida. En la ciudad. En nuestros lugares de siempre.
Parpadeó, desconcertado por mi simple petición. Pero entonces, lo vio. La débil chispa en mis ojos. El fantasma de nuestro pasado. Asintió.
-Está bien, Alejandra. Esta noche.
Me llevó por la ciudad, mostrándome todos nuestros viejos lugares. La pequeña cafetería donde nos conocimos, el banco del parque donde me propuso matrimonio, la librería donde pasamos horas perdidos en las palabras. Pero cada lugar se sentía hueco, un escenario para una obra que había terminado hace años. Mi rostro permaneció en blanco, mis ojos vacíos. Los recuerdos eran solo eso: recuerdos. Ya no dolían.
Mientras pasábamos por el Paseo de la Reforma, señalé.
-Cenemos allí -dije, mi voz plana-. Una cena de despedida.
Agustín me miró, una extraña expresión en su rostro, pero aceptó.
De camino a casa, su teléfono sonó. Vaciló, mirándome.
-Tengo que tomar esto -dijo, su voz tensa-. Te dejaré en casa.
-Ve -dije en voz baja, ya abriendo la puerta.
Entré en la casa silenciosa. La puerta del estudio estaba entreabierta. Dentro, un desastre. Una vieja caja de cartón había sido volcada, derramando su contenido. Fotos. Nuestras fotos. Agustín y yo, riendo, tomados de la mano, nuestros rostros jóvenes y llenos de esperanza. Mis dedos trazaron las imágenes desvaídas. Los recuerdos, una vez tan preciados, ahora se sentían como un peso aplastante.
Caí al suelo, aferrando las fotos, las lágrimas corriendo por mi rostro. Sollocé hasta que mi garganta estuvo en carne viva, hasta que no quedaron más lágrimas. Luego, lenta, dolorosamente, me levanté. Encontré un cubo de metal, un encendedor. Una por una, alimenté las fotos a las llamas, viéndolas enroscarse y ennegrecerse, convirtiéndose en cenizas. El pasado. Todo. Se había ido. Ya no importaba. Agustín ya no importaba. Mi corazón era una piedra.