Narra Leandro...
Observaba como el carruaje se alejaba rápidamente, había despedido a la señorita Marcy después de unas horas.
- Alteza -escuché decir, volteé y era el mayordomo. – Su majestad el emperador desea verlo -finalizó haciendo una breve reverencia.
Un suspiro de cansancio se escapó de mis labios, realmente no quería hablar con padre en este momento, pero no podía negarme a una orden del emperador. Caminé a paso lento por los senderos del castillo, y luego por los pasillos de este, hasta llegar a las enormes puertas que daban paso al cuarto de mi padre; toqué ligeramente con la esperanza de que no lo escuchara, pero inmediatamente puse mi puño las puertas se abrieron.
- ¿Ya estás aquí Leandro? -gritó mi padre. Me acerqué hacia su cama, cubierta por telares de tono rojizo, eran sumamente finos, tanto que podía distinguir las figuras de las personas en la cama. Hice una mueca al darme cuenta de la situación.
- Si, padre -respondí.
- ¿Ya se fue la señorita Marcy? -preguntó.
- Si, padre -respondí nuevamente.
- Qué suerte, hijo, te has librado de ella al fin -dijo entre risas - Que tal una de mis chicas ¿Quieres divertirte? – preguntó.
El enojo cada vez era más difícil de controlar, ya no podía soportar esto por mucho tiempo.
- No gracias, padre -respondí mordiendo mi lengua – En todo caso. ¿A qué se debe su llamado padre? – pregunté sin rodeos. Ya quería abandonar ese lugar.
- ¿Acaso mi hijo ya no quiere estar conmigo? -preguntó en tono desafiante. No respondí nada, tampoco me podía dar el lujo de decir la verdad. -Te llamaba querido hijo, para informarte que la asistencia al banquete de primavera es obligatoria -informó. -Puedes marchar.
En cuanto terminó la frase salí corriendo de ese lugar, no tomaría más desvíos, fui directamente hacia mi cuarto. Al llegar a este di un suspiro de alivio. Este había sido un día terrible, abrí las puertas y caminé hacia mi cama, retiré las telas que la recubrían. No pude controlar mi furia al ver aquella dama de cabello rojo y provocativo traje acostada sugerentemente sobre ella.
- ¡Largo! -grité enojado. La chica inmediatamente se levantó y corrió fuera del cuarto. La culpa me arremetió por haber gritado a la pobre chica sabiendo que esta había sido una orden de mi padre, pero la frustración me había ganado, me lancé hacia la cama y escondí mi cara en las almohadas, tenían un olor suave. Quizá era el olor del perfume que traía la chica que estaba recostada en ellas.
No podía moverme, la furia y la frustración habían tomado toda mi energía. El olor era embriagador, estaba adormecido. De pronto un pensamiento vino a mi cabeza. ''¿Así olerá la chica del jardín?´´ ese pensamiento retumbó en mi cabeza.
Di un respiro profundo, aquel olor podría ser el de ella. Cada vez daba suspiros más largos, estaba completamente perdido. La presión que sentía en mis pantalones se iba acrecentando cada vez que tomaba aire. Continué así hasta que la presión fue insoportable. Miré rápidamente para ver que era lo que mantenía esa presión tan molesta. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al encontrarme con la razón, mi miembro sobresalía claramente por el pantalón. Estaba erecto. Sin embargo, el olor había tomado ya la disposición de mi cuerpo, deslicé mi mano dentro del pantalón de licra y empecé acariciar mi miembro con suavidad.
Aquellas finas hebras de cabello rosa venían a mi mente, era un color tan extraño. A medida que iba recordando las facciones de aquella chica el ritmo de mi mano iba aumentando; su piel era tan pura y parecía ser suave; tanto como las sabanas de la cama. Me recosté para tener mejor alcance del perfume, mi mano se movía a ritmo violento, ya había perdido toda conciencia solo podía sentir el placer del momento. Aquella delgada figura que se denotaba por su fino vestido me estaba volviendo loco, con solo imaginar tocar un centímetro de su piel, o dar un beso fugaz a esos carnosos labios.
- Acaso quieres algo más de mí.
Escuchar aquella dulce voz me sacó del bucle donde estaba, miré alrededor y no había nadie, miré mi mano; estaba cubierta de liquido blanco. Suspiré por ultima vez y procedí a lavarla. Llamé a los sirvientes para que arreglaran un baño para mí y ordené que cambiaran las sabanas.
Nuevamente recostado en mi cama la imagen de aquella chica volvió a mi mente, aunque las sabanas ya no poseían ningún olor en particular, este había quedado grabado en mi memoria; nuevamente no pude resistirme y me entregué a las manos del placer, anhelando aquella delgada figura. Pero al mismo tiempo cayendo cada vez más profundo en la culpa, de haberle roto la promesa a mi madre.