Diciembre, 1999.
Las cálidas temperaturas de la hermosa ciudad, daban la bienvenida a diciembre. Los hogares colombianos se vestían de luces, adornos navideños, árboles de navidad, nacimientos, esperando la llegada del niño Jesús.
Las haciendas cafeteras no eran la excepción, llenas de gran belleza, rodeadas de hermosos cafetales y árboles de guayacán se adornaban con sus mejores galas para recibir la navidad.
Para Carlos, era lamentable ver como las demás haciendas se engalanaban con sus mejores arreglos navideños, mientras en su casa las sombras de desolación eran lo único que adornaba la finca en la que él vivía. Año tras año era lo mismo; por esa razón, él siempre acudía al llamado de Luisa Fernanda, la madre de Joaquín, quien con ayuda de todos los trabajadores de la Momposina la ponían muy hermosa.
Es así que los dos pequeños hermanos, recorrían la hacienda, buscando musgos, piedritas, ramas, todo lo que pudiera servir para decorar el nacimiento. Su padre se encargaba de montar la estructura del pesebre, como base cartones y pedazos de madera servían para ir armando los tres niveles en los que se iban a colocar animales, trazar caminos, crear montañas y ríos, junto con sus hijos.
Luisa Fernanda transitaba de un lado a otro hasta que las cálidas manos de su esposo frenaron su andar.
-¿A dónde vas con tanta prisa? -cuestionó susurrándole al oído.
-Cariño, no encuentro las imágenes del nacimiento -rebatió ella-. Carmencita no recuerda donde las guardó.
Miguel Ángel sonrió con ternura, entonces con delicadeza giró el cuerpo de su esposa para perderse en esa mirada azulada que llenaba de luz su vida.
-Te puedo ayudar a buscar -expresó sonriéndole.
Luisa enarcó una de sus cejas, conocía a su esposo muy bien, entonces colocó su palma sobre el pecho de él.
-¿Y qué deseas a cambio? -cuestionó mirándolo a los ojos.
Él la pegó a su cuerpo, y rodeó con sus brazos el cuello de Miguel, enseguida el hombre tomó la boca de su mujer en un apasionado e intenso beso. Luisa cerró sus ojos y se entregó a aquel instante correspondiendo aquella caricia.
-Te espero en nuestro lugar -expresó ella guiñándole uno de sus ojos.
Miguel la observó embelesado.
-Siempre te amaré Luisa Fernanda Arango, nunca nadie ocupará tu lugar en mi corazón, has sido, eres, y serás el amor de mi vida. -Sentenció el señor Duque.
-Y vos el mío Miguel -aseveró ella acariciando con ternura la mejilla de su esposo-, pero si me sigues entreteniendo no podré acudir a nuestro encuentro -comentó y se alejó con prisa hacía la cocina para dar unas indicaciones antes de emprender camino hacía su lugar favorito en dónde solía esconderse con su esposo y amarse como solo ellos dos sabían hacerlo.
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Horas más tarde.
Los pequeños llegaron a la casa con dos bolsas, en las que cargaban pasto, flores, piedras, ramas, musgos, cortezas de plantas.
-Miren pues tantas cosas interesantes -expresó Miguel, sin desechar ningún objeto traído por sus hijos. Fue entonces que extendieron una gran capa de musgo en todos los cartones, cubriendo por completo los objetos, con ayuda de los niños, iban abriendo caminitos colocando piedras alrededor, con las ramitas que los pequeños habían juntado hicieron corralitos para las ovejas, vacas, aves, cabellos.
Joaquín y Carlos se encargaban de ir agrupando los animalitos y colocando a cada grupo dentro de los corrales. Luisa Fernanda, apareció muy sonriente con la funda de piñas, que en días anteriores habían pintado en tonos verdes, los fueron colocando como especie de arbolitos por todo el nacimiento. Después Miguel, sacó de una caja el pesebre de porcelana, les iba preguntando a los niños por cada uno de los personajes, los Reyes Magos, la virgen María, San José, el ángel Gabriel, y demás.
Es así que pasaron toda la tarde decorando el interior de la casa, mientras en los árboles del exterior de la hacienda, luces navideñas habían sido colocadas, de diferentes formas y colores, se prendían y apagaban dando lugar a figuras de navidad. Carlos y Joaquín, salieron corriendo emocionados para observar. Miguel de la mano de su esposa, contempló lo hermosa que estaba su hacienda, gracias al buen gusto de Luisa Fernanda.
-Ustedes dos no me han dicho que desean por navidad. -Los dos niños se quedaron callados, observándose entre ellos. -¿Carlos, Joaquín? - preguntó su padre.
-Yo deseo una bicicleta -contestó el más pequeño de los Duque.
-Yo quiero un piano -respondió el mayor.
- ¿Un piano Carlos? - preguntó su padre, la totalidad de niños pedían: carros de juguete, bicicletas, patinetas, juegos de video y tantas otras cosas; sin embargo, él era diferente a los demás.
-Sí papá, yo quiero aprender a tocar el piano -afirmó Carlos, entonces su padre y Luisa Fernanda, sonrieron con el niño, para el pequeño, ese gesto no fue una negativa, así que su corazón se emocionó al imaginarse tocando el instrumento musical.
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Diciembre 24, 1999
El ambiente navideño en esos días, era más notorio, la gente corriendo de aquí para allá llenos de fundas con regalos navideños para toda la familia, mientras en la casa de Carlos, el niño sin querer escuchó una conversación que su madre mantenía con una vieja amiga.
- ¿Cómo está tu hijo Luz Aida? -investigó-. Debe estar enorme.
-Bien, por ahí anda, ese desobediente... Yo no sé en qué estuve pensando cuando me embaracé de ese condenado.
- ¡No hables así! ¡Es tu hijo! -regañó Teresa a su amiga.
- ¿Y de qué me sirvió? Al final Miguel, se casó con Luisa Fernanda y yo debo soportar al rebelde ese para toda la vida.
Carlos sintió mucha tristeza en su corazón, lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. A pesar de ser un niño, un dolor muy profundo se anidó en su alma, al escuchar las palabras de su madre, subió a su habitación y se encerró en ella, olvidándose que en la Momposina lo estaban esperando para el agasajo navideño a los empleados de la finca.
Miguel, al ver que su hijo no llegaba, pensó que Luz Aída, no le dio permiso, y a él no le gustaba hablar con la señora; porque empezaba con reclamos injustificados.
Luisa Fernanda acompañada de su esposo y su hijo Joaquín, repartían regalos y canastas navideñas a sus trabajadores y su familia. La señora Duque, quería que su pequeño entendiera que la navidad no era una fecha solo para recibir regalos; sino para compartir, es así que después de agasajar a los empleados de la hacienda, partieron rumbo a las comunidades alejadas de la finca a brindar alegría en pueblos olvidados, muchos ancianos y niños sonreían agradecidos al ver las muestras de cariño de personas que no tenían nada que ver con ellos.
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Carlos recordó que lo debían estar esperando, entonces preparó sus cosas porque la navidad la iba a pasar en casa de su padre. Con el morral en la espalda, las manos en los bolsillos y la mirada triste recorrió el camino lastrado que conducía de su casa a la Momposina. Cuando llegó pudo percibir los exquisitos olores que venían de la cocina, entonces fue directo hacia allá y preguntó por su papá y su hermano. Carmenza, la madre de Jairo, le explicó que se habían ido a repartir obsequios a las comunidades alejadas.
Carlos se sintió olvidado, inclinó la cabeza, haciendo su mejor esfuerzo para no llorar, mientras Carmenza le servía unos deliciosos buñuelos acompañados de natilla; pero el pequeño ni siquiera los probó. Salió de la cocina y fue a indagar en la casa, esperando encontrarse con el piano que tanto le había pedido a su papá; sin embargo, después de buscar por todo lado, lo único que encontró fue la bicicleta de su hermano; es así que confundido tomó una trágica decisión.
Cogió papel y lápiz para escribir una nota para su hermano menor; pero luego recordó que el pequeño apenas estaba empezando a leer, entonces se acostó en la cama de Joaquín, esperando a que él llegara para despedirse y partir sin rumbo desconocido; el niño sentía que nadie lo quería ni en su casa, ni en la Momposina.
Una hora y media después Joaquín, subió corriendo cuando le comentaron que su hermano estaba en casa.
-Carlos, ¿Por qué no fuiste con nosotros a repartir los regalos? -preguntó.
-Escúchame hermano, te voy a contar un secreto... Nadie puede enterarse- comentó con la mirada triste Carlos.
-Yo te juro que no diré nada -aseguró Joaquín.
-Vos debes prometerme que vas a ser fuerte, valiente y decidido. No sé si algún día nos volvamos a ver.
El corazón de Joaquín se estremeció, arrugó el ceño sin comprender por qué su hermano le decía esas cosas.
-¡No entiendo! ¿Por qué ya no nos vamos a ver? -Inquirió el menor asustado a punto de llorar
-Me voy de la casa hermano, no sé a qué sitio; pero no puedo estar donde nadie me quiere.
-Yo si te tengo cariño, mis papás también... ¡No te vayas! ¡No me dejes! Vos me prometiste que hoy íbamos a ir a ver si la orquídea ya floreció. -Sollozó Joaquín, abrazando a Carlos, quien sentía miedo, apenas era un niño de diez años, no sabía nada de la vida; pero el dolor que abrigaba en su pequeño corazón, no le permitían pensar.
-Vos debes seguir cuidando de la orquídea. Algún día regresaré por vos hermano -aseguró Carlos, mientras Joaquín, no paraba de llorar. Fue entonces que el mayor, cargó su morral en la espalda y sin que nadie lo viera abandonó la casa y empezó a caminar solo sin tener rumbo fijo.
Joaquín, no podía quedarse de brazos cruzados, corrió de igual manera sin ser visto detrás de su hermano, después de caminar un largo tramo, en medio de verdes praderas Carlos percibió que alguien lo venía siguiendo, entonces empezó a andar a toda prisa, al ser más grande que Joaquín, dejó muy atrás al pequeño, quien desesperado lo llamó.
-¡Carlos!
El niño se detuvo al escuchar la voz de Joaquín a lo lejos, se regresó hasta donde su hermano menor agitado lo esperaba.
-¿Vos que haces acá? -preguntó Carlos asustado al verlo.
-Yo no voy a permitir que vos te vayas solo, yo te acompaño -respondió muy convencido el hermano menor.
-Vos no puedes venir conmigo, mi papá y tu mamá van a estar buscándote preocupados -informó Carlos, a su pequeño hermanito.
-A vos también te van a buscar, mejor regresemos a la casa, estaban preparando buñuelos, natilla, pavo, y varias cosas más, además vamos a recibir nuestros regalos -expresó con mucha emoción el pequeño Joaquín.
-A mí nadie me quiere en ningún lado, a vos si, por eso debes regresar - aseguró Carlos.
- ¡No! -exclamó Joaquín-. Yo no me voy, sin vos.
-Entonces camina conmigo -dijo Carlos, al ver que era inútil tratar de convencer a su hermano.
Los dos pequeños comenzaron a recorrer el prado, cada vez se alejaban más y más de la hacienda, sin ni siquiera saber a dónde se dirigían, el sol empezaba a ocultarse y a Joaquín, el temor lo invadió.