Capítulo 2 2

La tormenta descargó con fuerza durante toda la noche, pero no sucedió nada digno de mención. Sin embargo, a la mañana siguiente al bajar a desayunar, encontraron de nuevo en el suelo la terrible mancha de sangre.

-No creo que se pueda culpar al detergente -dijo Washington-, pues no me ha fallado con nada. Debe de ser el fantasma.

Así pues, borró la mancha por segunda vez, pero a la mañana siguiente apareció de nuevo. A la tercera mañana también volvió a aparecer, a pesar de que el mismo señor Otis había cerrado con llave la biblioteca por la noche, subiéndosela con él. Ahora se había avivado el interés de toda la familia; el señor Otis comenzó a sospechar que había sido demasiado dogmático al negar la existencia de fantasmas; la señora Otis expresó su intención de afiliarse a la «Sociedad Psíquica», y Washington envió una larga carta a los señores Myers y Podmore[7] sobre el tema de la «Permanencia de las máculas sanguíneas relacionadas con homicidios». Esa noche se borraron definitivamente todas las dudas sobre la existencia objetiva de los fantasmas.

Había sido un día templado y soleado y, con el frescor del atardecer, toda la familia salió a dar un paseo en coche. No volvieron hasta las nueve y cenaron ligeramente. La conversación no versó en absoluto sobre el tema de los espíritus, así que no se dieron esas condiciones mínimas de espera receptiva que tan a menudo preceden a la aparición de fenómenos psíquicos. Los temas discutidos, según nos contó posteriormente el señor Otis, fueron meramente aquellos que forman parte de la conversación ordinaria de unos americanos cultos de la clase alta, tales como la indiscutible superioridad como actriz de la señorita Fanny Davenport sobre Sarah Bernhardt[8]; las dificultades para encontrar maíz tierno, tortitas de alforfón y bizcochos de maíz molido aun en las mejores casas inglesas; la importancia de la ciudad de Boston en el desarrollo del espíritu universal; las ventajas del sistema de facturación de equipajes en los viajes en tren; y la dulzura del acento neoyorquino en contraste con el deje lento y cansino de Londres. No se hizo referencia alguna a lo sobrenatural, ni se aludió, ni siquiera indirectamente, a sir Simon de Canterville. A las once se retiró la familia, y pasada media hora todas las luces se habían apagado. Poco tiempo después el señor Otis se despertó a causa de un extraño ruido en el pasillo, fuera de su cuarto. Era un sonido de golpes metálicos, y parecía acercarse por momentos. Se levantó al instante, encendió una cerilla y consultó la hora. Era la una exactamente. Estaba muy tranquilo, y se tomó el pulso, que no mostró trazas de estar alterado. El extraño ruido continuaba y además oyó claramente sonido de pasos. Se puso las zapatillas, cogió un frasquito alargado de su bolsa de aseo y abrió la puerta. A la pálida luz de la luna vio ante sí un viejo de aspecto espantoso. Sus ojos eran rojos como ascuas encendidas; su cabello largo y gris caía como alambre enmarañado sobre sus hombros; su vestimenta, de corte de otra época, estaba sucia y deshilachada, y de sus muñecas y tobillos colgaban pesadas argollas y cadenas mohosas.

-Mi querido señor -dijo el señor Otis-, le ruego encarecidamente que engrase esas cadenas, y le he traído al efecto un frasquito de «Lubricante Sol Naciente de Tammany». Tiene fama de ser completamente eficaz con una sola aplicación; de ello hay en el envoltorio varios testimonios de algunos de los más eminentes teólogos americanos. Se lo dejaré aquí, junto a las velas del dormitorio, y me encantará proporcionarle más, en caso de que lo necesite.

Con estas palabras, el ministro depositó el frasco en una mesa de mármol, y, cerrando la puerta, se retiró a descansar.

Por un instante, el fantasma de Canterville permaneció inmóvil, presa de la natural indignación. Luego, arrojando el frasco violentamente contra el suelo pulido, huyó por el pasillo, emitiendo lúgubres aullidos y proyectando una cadavérica luz verdosa. Justo al llegar a lo alto de la gran escalinata de roble, se abrió una puerta de golpe, y aparecieron dos personajillos en camisón blanco; y una almohada salió volando, ¡casi rozando su cabeza! Estaba claro que no había tiempo que perder, conque, adoptando rápidamente la cuarta dimensión del espacio como medio de evasión, se desvaneció a través de un panel de madera, y la casa quedó en silencio.

Al llegar a una pequeña cámara secreta en el ala izquierda de la casa, se apoyó en un rayo de luna para recobrar aliento, y empezó a intentar evaluar su situación. Jamás, en una brillante e ininterrumpida carrera de trescientos años, había sido tan groseramente insultado. Se acordó de la duquesa viuda, a la que asustó hasta provocarle un ataque mientras estaba frente al espejo, ataviada con sus encajes y diamantes; de las cuatro doncellas que se habían puesto histéricas sólo con sonreírles sarcásticamente por entre las cortinas de uno de los dormitorios de huéspedes; del rector de la parroquia, cuya vela le apagó de un soplo cuando salía de la biblioteca, una noche muy tarde, y que desde entonces había tenido que estar bajo los cuidados de sir William Gull, un auténtico mártir de los desórdenes nerviosos; y de la vieja madame de Tremouillac, que, al despertarse una mañana temprano y ver un esqueleto sentado en una butaca, al lado de la chimenea, leyendo su diario, había tenido que guardar cama durante seis semanas, presa de un ataque de fiebre cerebral; y cuando se puso buena, hizo las paces con la Iglesia y dejó de relacionarse con aquel notorio escéptico, monsieur Voltaire[9]. También se acordó de aquella terrible noche en que hallaron en su vestidor al malvado lord Canterville asfixiándose, con la sota de diamantes atravesada en su garganta; confesó, antes de morir, que había timado a Charles James Fox 50.000 libras esterlinas en Crockford, haciéndole trampas con esa misma carta, y juró que el fantasma le había obligado a tragársela. Todas sus actuaciones maestras le pasaron por la memoria, desde el mayordomo que se pegó un tiro en la despensa, al ver una mano verde tamborileando en el cristal de la ventana, hasta la bella lady Stutfield, que se vio obligada a llevar siempre una cinta de terciopelo negro alrededor del cuello, para ocultar las marcas de cinco dedos, que habían quemado su blanca piel, y que había puesto fin a su vida arrojándose al estanque de las carpas que está al final del Paseo del Rey. Con la entusiástica egolatría del verdadero artista fue repasando sus más celebradas actuaciones, sonriendo amargamente al recordar su última aparición como «Rubén el Rojo o el Bebé Estrangulado», su début[10] como «Gibeón el Famélico, el vampiro de Bexley Moor» y el furore[11] que había despertado un atardecer glorioso de junio, por el mero hecho de jugar a los bolos con sus propios huesos en el césped de la pista de tenis. Y después de todo esto, ¡que unos desgraciados americanos modernos vengan a ofrecerle a uno el «Lubricante Sol Naciente» y a tirarle almohadas a la cabeza! Era algo intolerable. Además, nunca se había dado el caso de que trataran a ningún fantasma de esa manera. Así que decidió vengarse y permaneció en actitud de profunda meditación hasta el amanecer.

            
            

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