Unos días después Virginia y su caballerito de pelo ensortijado estuvieron cabalgando por los prados de Brockley, y ella se desgarró de tal modo el traje al atravesar un seto que, al volver a casa, prefirió subir por la escalera de servicio para que no la vieran. Cuando pasaba corriendo por delante de la Cámara de los Tapices, cuya puerta estaba casualmente abierta, le pareció ver a alguien dentro. Pensando que era la doncella de su madre, que a veces se llevaba la labor allí, entró a pedirle que le cosiera el traje.
¡Cuál no sería su sorpresa al ver que se trataba del mismísimo fantasma de Canterville! Estaba sentado al lado de la ventana, contemplando cómo revoloteaba por el aire el oro viejo de los árboles amarillos y cómo bailaban locamente las hojas rojizas por la gran avenida. Tenía la cabeza apoyada en su mano y un aspecto de lo más deprimido. Tan desesperado y acabado parecía, que la pequeña Virginia, que al principio pensó huir y encerrarse en su cuarto, se llenó de compasión y decidió tratar de consolarle. Tan ligeros eran sus pasos y tan profunda la melancolía de él, que no se percató de su presencia hasta que ella le habló.
-Estoy muy afligida por usted -le dijo-. Mis hermanos vuelven mañana a Eton y, si usted se porta bien, nadie le molestará.
-Es absurdo pedirme que me porte bien -contestó él, mirando extrañado a la linda niña que se había atrevido a interpelarle-, muy absurdo. Necesito agitar mis cadenas, gemir a través de las cerraduras, y pasearme por la noche, si a eso se refiere. Es la única razón de mi existencia.
-Esa no es ninguna razón para existir, y bien sabe usted lo malvado que ha sido. Ya nos contó la señora Umney, el primer día que llegamos, que usted había asesinado a su esposa.
-Bueno, pues lo reconozco -dijo el fantasma con petulancia-, pero fue un simple asunto de familia y a nadie le debe importar.
-Está muy mal eso de matar a alguien -dijo Virginia, que a veces tenía una dulce severidad de puritana, heredada de algún antepasado de Nueva Inglaterra.
-¡Cómo detesto la barata rigidez de la ética abstracta! Mi mujer no tenía ningún atractivo, nunca me almidonó correctamente las gorgueras, y no tenía ni idea de cocinar. Fíjese que una vez cacé un ciervo en el bosque de Hogley, un ejemplar magnífico, y ¿cómo dirá usted que lo mandó servir en la mesa? Bueno, ya no importa, todo se acabó, pero no creo que fuera muy amable de parte de sus hermanos el hacerme morir de hambre, aunque la hubiera matado.
-¿Hacerle morir de hambre? ¡Oh, señor fantasma!, quiero decir, sir Simon, ¿tiene usted hambre? Llevo un emparedado en el bolso. ¿Lo quiere?
-No, muchas gracias, ya no como nada. Pero es muy amable de su parte, y es usted mucho más agradable que el resto de su horrible, maleducada, vulgar y tramposa familia.
-¡Alto ahí! -exclamó Virginia golpeando fuertemente el suelo con su pie-. Usted sí que es horrible y maleducado y vulgar; y en cuanto a la honradez, ¿a ver quién fue el que robó las pinturas de mi estuche para intentar simular esa ridícula mancha de sangre de la biblioteca? Primero me quitó toda la gama de rojos, incluido el bermellón, y ya no pude pintar más puestas de sol; luego cogió el verde esmeralda y el amarillo cromo y, finalmente, sólo me dejó el añil y el blanco de China, con lo que me quedé reducida a pintar escenas a la luz de la luna, que resultan de lo más deprimentes y bastante difíciles de conseguir. Aunque me molestó mucho y me pareció de lo más ridículo, pues ¿quién ha visto sangre color verde esmeralda?, jamás le fui a nadie con el cuento.
-Bueno, en realidad -dijo el fantasma bastante achantado-, ¿qué iba a hacer? Hoy por hoy es bastante complicado conseguir sangre auténtica y, como fue su hermano el que lo empezó todo con el «Superdetergente» ese suyo, no vi ninguna razón que me impidiese coger sus pinturas. Y ya sabe que para gustos se hicieron colores. Los Canterville tienen sangre azul, por ejemplo, la más azul de Inglaterra, pero me consta que a los norteamericanos no les importa este tipo de cosas.
-¡Qué sabrá usted de eso! Lo mejor que puede hacer es emigrar para enriquecer sus conocimientos. Mi padre estará más que contento de pagarle el pasaje, y aunque existe un fuerte impuesto sobre bebidas alcohólicas[21] de toda índole, no habrá problemas con la aduana, ya que todos los funcionarios son del partido demócrata. Una vez en Nueva York, tiene usted el éxito asegurado. Conozco mucha gente allí que daría cien mil dólares por tener un abuelo, y mucho más por tener un fantasma en la familia.
-No creo que me gustara América.
-Me imagino que será porque no tenemos ruinas ni curiosidades -dijo Virginia con sarcasmo.
-¡Ni ruinas ni curiosidades! -contestó el fantasma-. ¡Para eso ya tienen ustedes su marina y sus modales!
-Buenas noches, voy a pedirle a papá que consiga otra semana de vacaciones para los gemelos.
-¡Por favor, no se vaya, señorita Virginia! -exclamó-. Estoy tan solo y soy tan desgraciado, que realmente no sé qué hacer. Quisiera dormir, y ni eso puedo.
-Eso es absurdo. No tiene más que irse a la cama y apagar la vela. Lo difícil es quedarse despierto, sobre todo en la iglesia, pero dormirse es facilísimo. Fíjese que hasta los bebés saben hacerlo, y no son demasiado listos.
-No he dormido desde hace trescientos años -dijo con tristeza, y los lindos ojos azules de Virginia se abrieron asombrados-. Desde hace trescientos años no he dormido y estoy muy cansado.
Virginia se puso seria, y sus pequeños labios temblaron como pétalos de rosa. Fue hacia él y, arrodillándose a su lado, contempló su cara marchitada.
-Pobrecito fantasma -murmuró-, ¿no tiene usted ningún lugar donde poder dormir?
-Muy lejos, más allá del pinar -contestó con una voz baja y soñadora-, hay un jardincillo. Allí crece la hierba alta y muy tupida, está lleno de estrellas grandes y blancas de la flor de la cicuta y canta el ruiseñor durante toda la noche. Durante toda la noche canta y la fría luna de cristal lo contempla y los tejos verdes extienden sus gigantescos brazos sobre los que duermen.
Los ojos de Virginia se arrasaron de lágrimas, se tapó la cara con las manos.
-Se refiere usted al «Jardín de la Muerte» -susurró.
-Sí, la muerte. ¡Qué hermosa debe de ser la muerte! Yacer sobre la tierra blanda y parda, con la hierba ondulando sobre la cabeza, escuchando el silencio. No tener ni ayer ni mañana. Olvidar el tiempo, perdonar lo vivido, quedar en paz. Usted puede ayudarme. Usted me puede abrir la puerta de la casa de la Muerte, porque el Amor está en usted, y el Amor es más fuerte que la Muerte[22].
Virginia temblaba y un escalofrío recorrió su cuerpo; durante unos instantes hubo silencio. Se sentía como en una terrible pesadilla.
Entonces volvió a hablar el fantasma y su voz parecía el suspirar del viento.
-¿Ha leído usted la vieja profecía inscrita en el ventanal de la biblioteca?
-¡Ah, sí!, a menudo -exclamó la niña mirándole-, me la sé muy bien. Está pintada en extrañas letras góticas, y es difícil de leer. Sólo hay seis líneas, aunque ignoro su significado.
Cuando una niña de oro
Pueda arrancar una oración de los labios del pecado,
Y cuando el almendro estéril tenga fruto,
Y una pequeña llore sus lágrimas para otro,
Entonces toda la casa quedará en silencio
Y Canterville alcanzará la paz.
-Significa -dijo con tristeza- que ha de llorar lágrimas por mí y por mis pecados, porque yo no tengo lágrimas, y rezar conmigo por mi alma, pues carezco de fe; y entonces, si siempre ha sido dulce y gentil y buena, el Angel de la Muerte se apiadará de mí. Verá usted formas horrorosas en la oscuridad, y voces malignas susurrarán en su oído, pero no le causarán el menor daño, ya que los poderes del infierno no prevalecerán frente a la pureza de una niña.
Virginia no respondió, y el fantasma se retorcía las manos de desesperación, mientras contemplaba la rubia cabeza inclinada. De pronto se puso en pie, muy pálida y, con un extraño brillo en sus ojos, dijo con firmeza.
-No tengo miedo, y le pediré al Angel que se apiade de usted.
El se levantó de su asiento con un suspiro de alivio, le cogió la mano e inclinándose al estilo de otros tiempos se la besó. Sus dedos estaban fríos como el hielo, y sus labios ardían como el fuego, pero Virginia no vaciló cuando cruzó tras él el salón ensombrecido. En el tapiz verde descolorido había bordados unos pequeños cazadores. Soplaban unas trompetas adornadas con borlas y con sus manitas le decían que se quedara. «¡Quédate, pequeña Virginia, quédate!» -le gritaban-; pero el fantasma estrechó su mano aún más fuerte y ella cerró los ojos para no verlos. Espeluznantes animales con rabos de lagarto y ojos saltones le hacían guiños desde la chimenea tallada, y le susurraban: «¡Ten cuidado, pequeña Virginia, ten cuidado! ¡Puede que nunca te volvamos a ver!» -pero el fantasma se deslizó aún más aprisa y Virginia no les escuchó-. Al llegar al extremo opuesto de la habitación, se detuvo y murmuró unas palabras que ella no logró entender. Abrió los ojos y vio que la pared se desvanecía lentamente como la niebla y ante ella aparecía una gran caverna. Un viento frío y penetrante los envolvió y notó que algo le tiraba del vestido. «¡De prisa! ¡De prisa! -exclamó el fantasma-, ¡o será demasiado tarde!» Y al momento se cerró tras ellos el panel de madera, y la «Cámara de los Tapices» se quedó vacía.