Al día siguiente el fantasma estaba muy débil y cansado. La terrible excitación de las últimas cuatro semanas empezaba a surtir efecto. Tenía los nervios completamente destrozados y se sobresaltaba al menor ruido. Durante cinco días no salió de su habitación y, finalmente, cedió en lo tocante a la mancha de sangre del suelo de la biblioteca. Si la familia Otis no la quería, estaba claro que no se la merecían. Saltaba a la vista que eran gentes situadas en un nivel inferior y materialista de la vida, y completamente incapaces de apreciar el valor simbólico de los fenómenos sensoriales.
Claro que la cuestión de las apariciones fantasmagóricas y el desarrollo de los cuerpos astrales era cosa muy distinta y realmente fuera de su control. Tenía el solemne deber de aparecer en el pasillo una vez por semana, y de farfullar algo desde el ventanal del mirador el primer y tercer miércoles de cada mes; y no encontraba una forma honorable de eludir estas obligaciones. Cierto es que había llevado una vida muy malvada, pero en lo referente a lo sobrenatural era extremadamente responsable. Por tanto, los tres sábados siguientes atravesó el pasillo, como de costumbre, entre la medianoche y las tres de la madrugada, tomando todo tipo de precauciones para no ser visto ni oído. Se quitaba las botas, andaba de puntillas cuidadosamente sobre el entarimado apolillado, llevaba una capa grande de terciopelo negro, y tenía la precaución de engrasar las cadenas con el «Lubricante Sol Naciente». Tengo que reconocer que tuvo que hacer un gran esfuerzo para decidirse a adoptar este último recurso de protección. Sin embargo, una noche, mientras cenaba la familia, se coló en el dormitorio del señor Otis y se llevó el frasco. Al principio se sintió humillado, pero después tuvo el suficiente sentido común para reconocer lo práctico que era el invento y que, en cierto modo, le ayudaba en sus propósitos. Pero, a pesar de todo, no lo dejaban tranquilo. Continuamente tropezaba en la oscuridad con cordeles tendidos a través del pasillo y, en cierta ocasión, en que iba disfrazado de «Isaac el negro o el Cazador del bosque de Hogley» sufrió una gran caída al resbalar en la pista de patinaje que los gemelos habían hecho con mantequilla desde la entrada de la Cámara de los Tapices hasta lo alto de la escalinata de roble. Este último insulto le enfureció tanto, que resolvió rehabilitar su dignidad; y tomó la determinación de visitar a la noche siguiente a los insolentes jóvenes alumnos de Eton, disfrazado de «Ruperto el temerario o el Conde sin cabeza», una de sus más célebres caracterizaciones.
No se había disfrazado así desde hacía más de setenta años; o sea, desde que había asustado de tal forma a la bonita lady Barbara Modish, que rompió de repente su noviazgo con el abuelo del actual lord Canterville y se fugó con el apuesto Jack Castleton a Gretna Green[15] tras declarar que por nada del mundo consentiría en convertirse en miembro de una familia que permitía que un fantasma tan horroroso se paseara de arriba abajo por la terraza al atardecer. Al pobre de Jack lo mató posteriormente en duelo lord Canterville, en Wandsworth Common[16]; y lady Barbara falleció antes de finalizar el año en Turnbridge Wells[17], con el corazón destrozado por el dolor; así que, de todas todas, había sido un gran éxito. Se trataba, sin embargo, de una caracterización con grandes dificultades de maquillaje, si se me permite emplear esta expresión teatral para referirme a uno de los grandes misterios de lo sobrenatural, o, empleando un término más científico, del mundo supranatural, y le llevó nada menos que tres horas el acicalarse. Al fin todo estuvo listo y quedó muy satisfecho de su aspecto. Las grandes botas de montar de cuero que formaban parte del atuendo le quedaban un poco grandes, y además sólo pudo encontrar uno de los dos pistolones; pero en conjunto estaba bastante satisfecho; así que, a la una y cuarto, se coló por el panel de madera de la pared y se deslizó sigilosamente por el pasillo. Al llegar a la habitación de los gemelos, que debo decir que se llamaba la «Cámara del tálamo azul», por el color de sus colgaduras, encontró la puerta entreabierta. Como deseaba hacer una entrada impresionante, la abrió de par en par, cayéndole encima un pesado jarro de agua que lo caló hasta los huesos y que por un pelo no le dio en el hombro izquierdo. A todo esto se oían risas ahogadas, que procedían de la cama de dosel. La sacudida a su sistema nervioso fue tal, que huyó a su cuarto con toda la rapidez que sus fuerzas le permitían; y al día siguiente estuvo postrado en cama con un fuerte resfriado. El único consuelo que le quedaba en todo este asunto es que no se había llevado la cabeza, pues, de haberlo hecho, las consecuencias podrían haber sido muy graves.
Entonces perdió toda esperanza de asustar a la maleducada familia norteamericana; y se contentaba, normalmente, con deslizarse en zapatillas de orillo por los pasillos, con una gruesa bufanda roja alrededor del cuello, por temor a las corrientes, y con un pequeño arcabuz, por si lo atacaban los gemelos. El día diecinueve de septiembre recibió el golpe final. Había bajado al recibidor principal, con la seguridad de que al menos allí no le molestarían, y se entretenía, haciendo comentarios satíricos sobre las grandes fotografías que Saroni había hecho al ministro de los Estados Unidos y su mujer y que ahora sustituían a los retratos de familia de los Canterville. Iba sencilla pero pulcramente vestido con una larga mortaja moteada de moho sepulcral, se había atado la mandíbula con una tira de lienzo amarillo, y llevaba un farolillo y una pala de sepulturero. La verdad es que iba vestido de «Jonás el Sin Tumba, o el Ladrón de Cadáveres del Granero de Chertsey», uno de sus más notorios disfraces; y uno que los Canterville recordaban muy especialmente, ya que fue causa de la disputa con su vecino, lord Rufford. Eran cerca de las dos y cuarto de la madrugada y, al parecer, todos dormían. Sin embargo, cuando se dirigía hacia la biblioteca para ver si quedaban restos de la mancha de sangre, se le echaron encima repentinamente, desde un oscuro rincón, dos figuras que agitaban los brazos como locos por encima de sus cabezas, y le gritaron «¡Uuuh!» al oído.
Atenazado por el pánico, que, dadas las circunstancias, era perfectamente comprensible, se precipitó hacia la escalera, donde se topó con Washington Otis, que le esperaba con una gran jeringa de las empleadas en jardinería; y encontrándose cercado por sus enemigos por todos lados, y prácticamente acorralado, se esfumó por la gran estufa de hierro que, afortunadamente, no estaba encendida; y se vio obligado a volver a su cuarto por humeros y chimeneas, llegando a su habitación en un terrible estado de ánimo, de desesperación y de suciedad.
A partir de esto, no se le volvió a ver en ninguna expedición nocturna. Los gemelos estuvieron al acecho inútilmente en varias ocasiones, sembrando los pasillos de cáscaras de nueces todas las noches, con gran fastidio por parte de sus padres y de los criados. Saltaba a la vista que estaba tan ofendido, que no volvería a aparecer. Así que el señor Otis reanudó su gran obra sobre la historia del partido demócrata, en la que llevaba trabajando varios años; la señora Otis organizó una magnífica reunión para cocer almejas al aire libre, que causó sensación en todo el condado; los chicos se dedicaron a jugar al lacrosse[18], al euchre[19], al póquer y a otros juegos nacionales americanos; y Virginia cabalgaba por los senderos en su pony, acompañada del joven duque de Cheshire, que había venido a pasar la última semana de sus vacaciones en la mansión de Canterville. Ya se daba por hecho que el fantasma se había marchado e incluso el señor Otis escribió una carta a lord Canterville contándoselo, el cual le contestó expresando su gran alegría ante esta noticia y felicitando cordialmente a la respetada esposa del ministro.
Sin embargo, los Otis estaban equivocados, pues el fantasma seguía en casa y, aunque por aquel entonces se hallaba prácticamente imposibilitado, no estaba dispuesto a dejar las cosas así, y menos al enterarse de que entre los invitados se encontraba el joven duque de Cheshire, cuyo tío abuelo, lord Francis Stilton, había apostado en cierta ocasión cien guineas al coronel Carbury a que jugaría a los dados con el fantasma de Canterville. A la mañana siguiente lo encontraron tendido en el suelo del salón de juegos, en un estado de parálisis tan agudo que, aunque llegó a alcanzar una edad muy avanzada, nunca volvió a decir ninguna palabra que no fuera «seis doble». La historia fue famosa en aquella época, aunque, naturalmente, por respeto a los sentimientos de las dos nobles familias, se intentó acallar a toda costa; un relato detallado de todos los hechos se puede hallar en el tercer volumen de las Memorias del Príncipe Regente y sus Amigos, escrito por lord Tattle. Así que el fantasma, como es lógico, estaba deseando demostrar que no había perdido su influencia sobre los Stilton, con los que además le unía un lejano parentesco, por haberse casado con su propia prima carnal en secondes noces[20] con el señor de Bulkeley, del cual, como todo el mundo sabe, descienden directamente los duques de Cheshire. Por consiguiente, hizo los preparativos necesarios para aparecérsele al pequeño enamorado de Virginia en su célebre caracterización de «El Monje vampiro o el Benedictino desangrado», una representación tan horripilante que, cuando la presenció la anciana lady Startup una funesta nochevieja de mil setecientos sesenta y cuatro, fue presa de un ataque de espeluznantes chillidos, que culminaron en una violenta apoplejía, falleciendo a los tres días, no sin antes desheredar a los Canterville, sus más cercanos parientes, testando en favor de su boticario londinense. Pero a última hora, sin embargo, su terror a los gemelos impidió al fantasma abandonar su habitación; y el pequeño duque durmió en paz bajo el gran dosel emplumado del «Dormitorio Real» soñando con Virginia.