«Las mejores cosas de la vida son gratis, las segundas mejores son caras, muy caras», pensó Axel mientras abonaba la cantidad de dos mil quinientos euros que costaba pasar una noche en el Ritz. Y eso que había reservado una habitación del escalón de abajo, simple y carente de vistas espectaculares.
-Príncipe Vidin, aquí tiene sus llaves. Habitación 107, primera planta, justo al lado del ascensor -le informó el recepcionista en tono educado-. Qué tenga una excelente estancia y cualquier cosa que necesite, no dude en llamarnos.
-Gracias, así lo haré -le aseguró Axel, convertido para la ocasión en un flamante príncipe búlgaro, el único que encontró en la lista de herederos que declinó la invitación y, por lo tanto, pudo suplantarlo. Para meterse de lleno en el papel, el agente suizo no solo había cambiado de identidad sino también de rasgos físicos. Llevaba sobre el rostro una máscara de látex tan bien conseguida que al mirarse al espejo, le costó reconocerse. El llamativo turquesa de sus ojos quedó ocultó bajo unas lentillas marones y su pelo castaño claro estaba pintado en un tono más oscuro. Todos esos cambios le ofrecían un aspecto común y poco recordable ya que no había nada en su aspecto digno de mencionar, y mucho menos de llamar la atención.
-¿Puedo hacerle una pregunta, algo indiscreta? -indagó el empleado del hotel, para la sorpresa de Axel, que no estaba para preguntas, y menos, para unas indiscretas. Le hubiera gustado mandarlo a freír espárragos, pero tuvo que aguantarse las ganas, poner buena cara y asentir con la cabeza-. ¿Existen todavía príncipes en Bulgaria? ¿O su título es honorifico?
-Honorifico, sin duda -aclaró de forma escueta e hizo el ademán de recoger sus documentos falsos de las manos del entrometido empleado.
Su tono serio dio en el blanco y el recepcionista le entregó las llaves junto a sus documentos. Axel, recogió su maleta y se dirigió al ascensor. Había dado el primer paso, faltaban unos cuantos para cumplir su misión. Sería arriesgada pero Axel era un agente bien entrenado, acostumbrado a trabajar bajo presión.
La habitación 107 era la viva estampa del buen gusto. Decorada en tonos blancos, negros y cremas, destilaba elegancia y refinamiento, respirándose en ella un espíritu de distinción. El agente cruzó el umbral y dejó la maleta en el suelo. Tenía mucho trabajo por delante pero podía permitirse el lujo de admirar el impresionante bouquet de camelias blancas y peonías que descansaba en un jarrón de porcelana de grandes dimensiones. Sobre la mesa, por cortesía del hotel, le esperaba una cubitera con champagne. Detalles discretos y exquisitos como lámparas, espejos en forma octogonal y una inmensa cama con dosel atraían la vista como un imán. Axel se tumbó sobre el enorme colchón que ni se inmutó bajo su peso e inspiró el agradable olor a limón que desprendían los almohadones bordados con las iniciales del hotel.
¿Valía todo aquello dos mil quinientos euros? La respuesta era un no rotundo. ¿Merecía la pena vivir aquella experiencia al menos, una vez en la vida? Desde luego, sí.
Tras ese breve parón, se centró en la misión que tenía por delante. Faltaban menos de seis horas para el comienzo del baile y, por lo tanto, debía prepararse y repasar todos los detalles. Se consideraba un tipo meticuloso, y sabía que el éxito de una misión dependía de lo insignificante. Muchos agentes fallaban en las misiones, justamente por eso, se obsesionaban demasiado con lo obvio, lo principal y dejaban lo secundario al azar. No era su caso.
Abrió la maleta y sacó el traje de tres piezas que pensaba ponerse esa noche. Había leído en una revista de cotilleos que la última moda en trajes de hombres era aquel «pièce à trois», por lo tanto estaba seguro de que muchos de los herederos vestirían de ese modo. Y para no desentonar ni llamar la atención, eligió lo mismo. Después, comprobó el saquito de burundanga, droga tan necesaria para el éxito de su propósito. Acto seguido, verificó los somníferos, sus credenciales, la muda de ropa de mujer, el peluquín, los inhibidores de cámaras de seguridad y las llaves del vehículo de alquiler. Lo tenía todo.
A continuación se duchó con rapidez en el cuarto de baño acabado en mármol con sanitarios minimalistas y grifería dorada y durmió cuatro horas seguidas.
En cuanto a alarma de su IPhone sonó, saltó de la cama y comenzó a prepararse. Tras un breve acicalamiento se contempló en el gran espejo que cubría media pared. Su metro ochenta de estatura envuelto en el traje a medida elegido le sentaba como un guante. El show podía comenzar. La adrenalina se aceleró en sus venas y sus sentidos se agudizaron, como cada vez que comenzaba una misión.
«El príncipe Vidin» acudió a la última planta del hotel, convertida para la ocasión en un enorme salón de baile. La costosa reserva de aquello lo había hecho online, por lo tanto, solo tuvo que indicar el número 41beta, que le abrió las puertas para asistir a aquel exclusivo encuentro con «la créme de la créme» de Europa.
Se trataba de una estancia fastuosa, donde todo brillaba y resplandecía. Los techos altos de los cuales colgaban impresionantes lámparas tipo araña, el suelo de mármol que brillaba tanto que parecía una pista de hielo, la gran alfombra central de un discreto color violeta pálido, las luces suaves, todo el conjunto destilaba glamour y lujo. Una orquesta tocaba un canción de salón que se perdía entre el zumbido de las voces de los jóvenes herederos que charlaban animadamente, reunidos en grupos.
Debido a la prohibición de las jóvenes herederas de no repetir colores la estancia parecía la cola majestuosa de un pájaro exótico. Conforme a esa norma, cada una de ellas, llevaba el vestido en un tono diferente, previamente elegido. Aquello podría compararse con un alegre jardín repleto de flores variadas, donde podías admirar una múltiple diversidad de rojos purpura, rojos sangre, rosas pálidos, rosas chicle, azules eléctricos, verdes esmeraldas, dorados intensos, negro carbón, como si fuera una noria gigante rodando en un acalorado día de feria de verano.
A pesar de los brillos y el constante movimiento a Axel no le costó demasiado encontrar el objeto de su interés. El vestido blanco de la señorita Cristine Keller era uno muy llamativo, además de serle muy familiar por haberlo visto en la prensa. Destellaba como si fuera la mismísima estrella polar en el firmamento, no era de extrañar que atrajera las miradas como un imán. Si aquel baile hubiese sido la feria de verano de una concurrida ciudad, el vestido de Cristine hubiese sido, sin duda, la atracción estrella.
Axel se acercó al bar y pidió un vaso de agua mineral adornado con una rodaja de limón; nunca consumía alcohol en las misiones. Se sentó en un taburete cerca de un grupo de hombres y entabló conversación con ellos. Al presentarse como el príncipe Vidin fue aceptado de buena gana en su círculo. Cuando hubo cumplido el protocolo centró toda su atención en su objetivo.
En ese instante Cristine rechazaba con educación una copa que un camarero solicito le ofrecía. Lo primero que pensó de ella fue que no era nada fotogénica. Axel había visto multitud de fotos suyas en las revistas de cotilleos mientras estuvo preparando la misión, ninguna de ellas le hacía justicia, era mucho más hermosa en persona. Las fotos la sacaban rolliza cuando en realidad tenía una cintura tan estrecha que podía caber entre las palmas de sus manos. Era delicada, cometida, como un rosal silvestre en medio de un jardín repleto de plantas comerciales. Todo en ella era equilibrado, discreto, como si su madre al traerla al mundo hubiera medido sus cualidades igual que un joyero mide su oro.
Axel experimentó un hormigueo bajo su piel y una punzada de arrepentimiento. Iba a estropearle la noche. La obligaría a pasar por una experiencia traumática. Esperaba de todo corazón que tuviera un carácter afable y colaborara de buena gana para que las consecuencias de su secuestro fueran lo más insignificantes posibles. Aunque sabía por experiencia que la belleza y el buen carácter no casaban muy bien. Era como pedirle demasiado al universo.
Con esos pensamientos en la cabeza, Axel rompió el sello del saquito de burundanga y lo escondió en la palma de su mano. Comenzó a dar pasos en dirección a ella con el corazón acelerado.
La sonrisa de la suerte le llegó antes de lo esperado puesto que ella se separó de su grupo de amigos y se dirigió en solitario al pasillo de los baños. En cuanto advirtió su intención Axel le tomó la delantera y la sorprendió en un punto donde la luz era más bien escasa. Antes de pasar a la acción la contempló acercarse, parecía una joven ninfa con el amplio vestido flotando a su alrededor. Escuchó en su mente los sonidos estridentes de un tambor y comenzó a contar desde el cinco hacia atrás. Al llegar a cero, actuó.