Cuentos inquietantes
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Capítulo 7 Pisag y Unmabi img
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Capítulo 10 Un relámpago en la ventana img
Capítulo 11 Soliloquios del sábado img
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Capítulo 3 EL SECRETO ESTÁ EN CAYO ROMANO

EL SECRETO ESTÁ EN CAYO ROMANO

Alexander Voliznich era un viejo zorro. Un siberiano trasvolado a las Antillas, aquí, donde todo es posible y cualquier historia es digna de ser creída. Lo encontré un día casualmente, sentado un banco del Parque Central de la Habana. Para ser sincero, ya estaba acostumbrado a verlo en ese mismo banco por años, desde que gastaba yo mi niñez sonseando por el lugar. Voliznich permanecía sus horas allí, con expresión reconcentrada y una semi sonrisa dibujada en su faz, cual si rumiara recuerdos graciosos, o simplemente se burlara del discurrir de la vida en torno.

En una ocasión me hallaba en espera de cierta ruta de ómnibus y decidí tomar sitio a su lado. Lo noté con ganas de conversar. Hizo alusión a un tema cuya sustancia o referente ahora no recuerdo y así entramos en una serie de tanteos cada vez más agudos e inquietantes sobre la historia y la realidad del país. El caso es que sus observaciones certeras me provocaron y aún más sus réplicas devastadoras a mis criterios sobre el funcionamiento del mundo, todo lo cual me hizo sospechar que Alexander tenía alguna historia misteriosa a sus espaldas, además de lo que me dijo en principio, de que había nacido en un remoto paraje de Siberia y conocido personalmente a Nikita Krushov y a Che Guevara.

Alexander se alegró de hallar en mí un interlocutor ávido, dispuesto a dejar ir todos los ómnibus de la Habana con tal de escuchar el relato de su vida. Eran las diez de la mañana de un día colorido y exultante, al fresco de noviembre y al cabo la suya resultó una narración de duración desmedida, pero tan asombrosa que no me dejó resquicio para otro deseo que no fuera continuar escuchándole. A ratos lo interrumpía con preguntas puntuales que, aparte de confirmarle que contaba con toda mi atención, lo impulsaban a entrar en más y más detalles, como si se le oxigenara la sangre. De ese modo lo guié con astucia a hablar de aquello que realmente me interesaba.

Me asombraba tanta lucidez y prolijidad de memoria en un anciano de noventa años. Voliznich era una enciclopedia de sucesos. Y la manera despejada de contarlos no permitía dudar de su veracidad. Este conversatorio tuvo su final a las cuatro de la tarde, a instancia suya, por cierto.

― Ya es hora de que tomes tu ómnibus, ya no tengo nada más que contarte― de pronto el anciano endureció sus palabras y desperté de mi encantamiento.

En aquellas cinco horas trabamos una sólida amistad, lo típico que sucede cuando dos personas hacen confidencias mutuas, desde el alma, sin remilgos hipócritas, como si se conocieran de toda la vida. Amistad que por desdicha estaba destinada a ser efímera.

― Mira, viene llegando tu ómnibus―volvió a decirme, con voz que no admitía réplicas. Al verme titubear, un destello de sus ojos caló en mí sugerencias veladas, órdenes pasivas cuya naturaleza no puedo explicar.

― La próxima vez que me encuentres, si es que volvemos a vernos, ya no seré Alexander Voliznich, ni para ti, ni para nadie―. Fue esta la frase enigmática con que se despidió, lo último que le escuché decir.

Luego aquel hombre de piel pálida y lechosa, encorvado bajo el peso de los años, se levantó con ímpetu repentino, para estrechar mi mano. Una clara autoridad, imposible de cuestionar, emanaba de sus gestos. Congoja me produjo verlo alejarse, sin que me pidiera al menos acompañarle hasta su casa. Pero al mismo tiempo me marché satisfecho, con un preciado tesoro en mis bolsillos, dicho literalmente: sin que él se diera cuenta había puesto a grabar mi teléfono móvil, a fin de llevarme conmigo sus palabras.

Disfruten pues el contenido de mi tesoro, depurado de todo detalle superfluo.

Voliznich era funcionario itinerante del Partido Comunista de la URSS para América Latina, a principio de los años cincuenta del siglo pasado y tenía su oficina en el Distrito Federal. En ese tiempo conoció a Che Guevara, siendo este un mozalbete. Aquel trotamundos hablador se acercaba tanto a sus ideas que pronto, después de varias circunstancias confluyentes nació entre ambos una amistad, asentada en la admiración común por la causa bolchevique y la doctrina comunista.

Pero cuando llegó el año cincuenta y seis la alta dirección del PCUS le encomendó a Voliznich acercarse a los rebeldes cubanos, indagar los motivos y las proyecciones de su lucha, si acaso tenían simpatías por la causa socialista. Supo que Guevara se había involucrado con el movimiento de liberación y decidió acercarse a él para verificar la situación en el terreno.

Voliznich dedujo que, si Che Guevara era hombre de confianza de Fidel Castro, también este último debía simpatizar con la causa comunista. Así que se fue a la Sierra Maestra, en el oriente de Cuba a contactar con los rebeldes. Llevaba consigo una carta de Krushov con frases de elogio y simpatía. En ella se dejaba claro que podían contar con la amistad de la Alta Dirección Soviética, que estaba muy al tanto de los sucesos de su lucha y de la heroicidad de los guerrilleros. No fue directamente a Oriente, sino que viajó primero a la Habana y desde allí le envió mensaje al Che, a su comandancia en La Plata, con saludos efusivos y votos de buena suerte. Recibió su contesta a los doce días y además una invitación a visitarlo. Guevara respondió que también deseaba verle, para confirmar la vieja amistad entre los dos. Voliznich tuvo que evadir la persecución de la policía secreta de Batista, que enseguida le puso "cola" detrás, pero finalmente llegó a la comandancia de La Plata un amanecer de octubre, llevado por los prácticos de Che Guevara. Aquel se emocionó mucho de verle y más aún de saber el contenido de la carta de Krushov para Fidel Castro. De pronto se sentía muy sorprendido de que Nikita se tomara tiempo para seguir lo que pasaba en la Sierra Maestra y le pidió al recién llegado que le hablara de él, de Nikita. Voliznich relató que la consigna personal del líder soviético era "fortalecer las posiciones del socialismo en el mundo", de ahí su interés por acercarse a la causa de los rebeldes, aunque todavía no tenían certeza de la orientación ideológica ni del programa de gobierno que pretendían. Y agregó sin ambages que una vez que Nikita tuviera claridad de ello y le resultara favorable, habida cuenta que tenían un enemigo en común, el «imperialismo norteamericano», estaría dispuesto a cooperar en lo posible y a establecer una alianza de defensa estratégica, si acaso y por fin ellos ganaban la guerra y tomaban el poder en la isla.

―Una alianza que nos vendría muy bien―dijo Che Guevara― Pero Fidel se resiste y monta en cólera cada vez que le insinúan esa posibilidad. De todas formas, tú díselo. Quédate con nosotros unos días y te voy a arreglar una entrevista con él, conmigo presente, claro.

Tres días después Fidel llegó a La Plata y fue directamente a estrechar la mano de Alexander. La energía intimidante de Fidel Castro le hizo sentir descolocado. Hablaron largo, o por lo menos habló el jefe guerrillero, tanto que al siberiano le recordó un profeta bíblico emitiendo vaticinios y sentencias de manera continua. Cuando al final de la conversación comentó sobre los peligros que acechaban a la naciente revolución, Fidel Castro le replicó:

―Sobreviviremos, ya lo verá, señor Voliznich, sobreviviremos sin necesidad de hacer pactos ni concesiones de ningún tipo. De todas formas, envíele nuestra gratitud a Nikita. Tengo simpatía por él y sigo de cerca los acontecimientos en la Unión Soviética. Pero no nos daría mérito aliarnos a una potencia semejante. Sería algo indigno de nuestra noble causa, una derrota anticipada. Discúlpeme.

Y Fidel Castro se dio la vuelta, dejándole con un palmo de narices y la sensación de que le vertían encima un cubo de agua fría.

―No te preocupes―le alentó Che Guevara― buscaremos la manera y el momento de convencerlo.

No obstante, Voliznich pudo notar cierta indeterminación en Castro, algo que la vorágine de su discurso no podía enmascarar. En ese tiempo tenía muchos prejuicios acerca de la sociedad soviética, lo cual no era de extrañar, dada la fobia al comunismo que se aventaba desde Washington.

El caso es que las circunstancias llevaron a Fidel Castro a reconsiderar su posición. Y después del triunfo popular del año 59 ya no pudo evadir las ofertas de Krushov. Al final aceptó la invitación del Máximo Líder a visitar la Unión Soviética. El comandante rebelde quedó deslumbrado por la potencia atómica de la URSS y no tuvo reparos en desahogar sus rencores para con los norteamericanos, proponiendo convertir a Cuba en una plataforma atómica de primer golpe. Finalmente, él y Nikita entraron en arreglos.

-Ya no más imposiciones ni arrogancias de los americanos- solía decir Che Guevara, en plena sintonía con los pensamientos de Castro.

A pesar de ello Voliznich fue claro al advertirles cuánto se equivocaban. Tener armas nucleares no le daría a la isla ni tranquilidad, ni ventaja estratégica alguna. La fatalidad histórica había puesto a Cuba entre los fuegos de dos potencias en pugna. La isla era de pronto el eje del equilibrio mundial, la cabeza de playa a ser tomada. De modo que para no ser vapuleados a dos manos, el liderazgo revolucionario tendría que escoger de qué lado iba a poner sus simpatías. No cabían posiciones neutrales y esto bien lo entendió el joven comandante.

Al respecto, cuando en cierto momento hablaron sobre la potencia que podía alcanzar una explosión atómica, Voliznich le comentó a Castro sobre una superbomba nuclear, llamada popularmente «Bomba del Zar», a la que en esos tiempos se le daban los toques finales y que estaba destinada a destruir los Estados Unidos de un solo mazazo. Le explicó, confidencialmente, que el único y gran problema de la bomba era su masividad: un artefacto enorme que en caso de guerra podía resultar inservible, salvo si se pudiera llevar en secreto hasta las cercanías del país norteño, pues no era viable subirla a un avión y transportarla diez mil kilómetros, para lanzarla luego sobre el objetivo. Voliznich le hizo saber además a Castro algo que muy pocos conocían en el mundo: que la superbomba tenía una hermana gemela.

Castro, exaltado, comentó que una bomba de ese tamaño, puesta al lado de la nación americana sería un motivo de disuasión y un modo seguro de que los norteamericanos mostraran respeto por la causa revolucionaria. Y sin pensarlo dos veces le encargó concertar una conversación urgente con Nikita para hablar de ese asunto.

La conversación tuvo lugar en un buque submarino, en algún punto del Canal de Bahamas. Si algo le advirtió Nikita a Fidel Castro es que los norteamericanos tratarían de bloquearlos y sumergirlos en la miseria, hasta la total destrucción, en represalia por el pacto de ayuda militar estratégica ya establecido. Pero Fidel desestimó el riesgo y fue más allá. Mostró interés en la superbomba gemela y le dijo a Nikita que había una forma segura de usarla, si lograban instalarla en Cuba. Nikita se negó en primera instancia, alegando que era una locura tratar de colocar en territorio cubano un artefacto de tal naturaleza. Pero Fidel tenía sus propias ideas sobre cómo esquivar la vigilancia de la CIA. Propuso instalar primero cohetes atómicos de mediano alcance, dándoles pistas a los espías norteamericanos, que se mantendrían entretenidos con estos señuelos, mientras tendría lugar la operación real de basificar la superbomba, que en realidad era una bomba-cohete.

Y así se hizo. Entretanto se mostraba en escena la Crisis de los Misiles, la superbomba-cohete fue transportada sigilosamente a Cuba en un submarino de la Armada Soviética y se instaló en una base construida a toda prisa en una isla deshabitada, al norte de la provincia de Camagüey.

A Castro le fascinaba el hecho de que la bomba-cohete, una vez armada, no pudiera ser desactivada por un ataque sorpresivo, sino que estaba diseñada para explotar de todas formas. Y si explotaba a causa de un ataque, con todo y que el país sufriría una completa devastación, también alcanzaría la costa este de los Estados Unidos, que sería arrasada, con millones de víctimas probables. Cuánto más daño haría si, con buena fortuna, la bomba-cohete lograba ser disparada hacia la Florida. El efecto devastador de la explosión termonuclear en ese punto sería suficiente para incinerar más de la mitad del territorio de Norteamérica. Nikita insistía en preguntarle a Fidel si acaso estaba claro del costo probable de la operación, quizá demasiado elevado para Cuba, pero Fidel le dijo que confiaba en el sentido común de los norteamericanos, que comprenderían la disposición de los cubanos a inmolarse por su libertad y los dejarían en paz cuando supieran todo. «No hay otro modo, argüía Fidel, de frenar el desparpajo bélico de los yanquis, quienes pretenden imponerse en el mundo a sangre y fuego, y a sangre y fuego hay que detenerlos»

En esta parte de la grabación tomada a Alexander Voliznich, le pedí que me explicara ese detalle crucial.

―¿Significa que hoy día los norteamericanos conocen la existencia de esta bomba, pero oficialmente lo niegan?

― Así es― me dijo el anciano―Ellos han difundido la versión de que la super bomba de hidrógeno fue detonada por los soviéticos en 1961 sobre el Océano Ártico y que era la única fabricada por Moscú. Nunca reconocerán que existe, en primer lugar, para no despertar el pánico entre los ciudadanos de su país. Las posibles reacciones ante una noticia de esa clase son imprevisibles. Tener la muerte nuclear justo en el umbral de su puerta produciría un brote de histeria inmediato. Y en segundo lugar porque no conocen la ubicación exacta de la bomba ni están seguros sí todavía está operativa.

Sin embargo lo que pocos saben es que la causa de que los norteamericanos se retiraran de Bahía de Cochinos, fue una llamada del líder cubano a Kennedy, advirtiéndole de las consecuencias fatales que sobrevendrían, si los Estados Unidos no detenían su intervención. Fue entonces cuando los buques de la US Navy recibieron la extraña orden de retirarse de las costas cubanas y volver a sus bases, dejando empantanados a sus aliados de la Brigada de Asalto 2506. Esto obligó después a la CIA a matar a Kennedy, al saberlo débil víctima del chantaje de Fidel. Si ellos hubieran sabido la ubicación exacta de la bomba-cohete, hubiesen hecho todo para penetrar en la base y desactivarla. Pero tal desconocimiento los mantuvo en una constante zozobra.

―Es el secreto mejor guardado de la guerra fría.―me aseguró Voliznich― Por supuesto nadie te creerá si les cuentas esto, pero si algún día decides visitar el sitio,(que supongo sigue siendo territorio militar de alta restricción, de modo que ni se autoriza su uso para fines turísticos como el resto de los cayos del norte de Camagüey), ve al extremo oeste del islote y hallarás una ensenada en forma de 'v' con una cala bastante profunda, muy favorable para el arrime de buques submarinos. Al final de la cala debería haber una entrada oculta hacia una caverna submarina dentro de la cual se construyó un bunker de concreto con un silo vertical para la bomba-cohete. Si no encuentras las cosas tal como te las describo, es porque lo dinamitaron todo y ya la bomba fue sacada del lugar...

Justo en este punto terminó lo esencial de la narración de Voliznich.

El caso es que, cuando ya había trascurrido unos tres meses de aquel encuentro revelador, me llegué hasta el banco del Parque Central y allí estuve sentado, a la espera de mi amigo Alexander. Me urgían las ganas de contarle mis andanzas y toda la odisea vivida para llegar a Cayo Romano; la manera en que finalmente me enrolé como uno más entre los trabajadores de las redes viales y «pedraplenes» que, saliendo del poblado de Esmeralda, cruzaban el mar hacia el agreste islote. Quería referirle cómo, después de varios días madurando mi plan, logré escabullirme del grupo de mis compañeros de labor y adentrarme en el terrible bosque, donde la plaga de mosquitos literalmente me transportaba en vilo, pese a contar con todos los aprestos para evitar sus picadas.

Luego comencé una pavorosa caminata por un terreno erizado de «dientes de perro» que destrozaron por completo las suelas de mis botas. Pero mi interés en saber la verdad pudo más que todas las vicisitudes y finalmente, después de seis horas de travesía heroica, llegué a los manglares de la costa oeste y desde una elevación rocosa pude distinguir la pequeña ensenada en forma de 'v' de la que Voliznich me hablara. Y tuve que detenerme, hasta que mi corazón se calmara, pues latía alocadamente por la emoción. Me moví con sigilo, evadiendo los lugares despejados, atravesando manglares y canalizos, con el agua del mar a medio cuerpo y a riesgo de ser atacado por cocodrilos. Mi objetivo era alcanzar un punto desde el cual pudiese ver la cala para submarinos, lo que daría veracidad inobjetable a la historia de Voliznich. Hasta que avizoré un punto donde el mar resaltaba en azul oscuro, dentro de la ensenada, señal de una profundidad respetable. Quise acercarme más. Sin embargo, a poco de salir a la costa tropecé con un cercado de malla peerles, entretejido con los arbustos de mangle. No hubiera sido difícil traspasarlo, pero me extrañó que estuviera allí y me detuve a considerar. El cercado estaba muy corroído, como si llevara allí demasiados años y descubrí colgada en él una chapa de metal, con letras borrosas en inglés y español, NO PASE. ZONA MILITAR. Un poco adelante hallé otro cartel similar, que a duras penas pude leer por lo borroso. Sin embargo, cuando logré entenderlo quedé paralizado en el sitio, con calambres de miedo estremeciendo mis huesos.

¡DETÉNGASE! PELIGRO. ¡CAMPO MINADO!, decía el cartel, con letras en inglés, en español y ¡en ruso!

De inmediato retrocedí desde allí por donde mismo había entrado mientras daba gracias a la Providencia por haber visto aquel anuncio antes de cruzar el cercado. En cuanto salí al descubierto de la playa y como era de esperar, aparecieron los guardias de frontera. Dos de ellos, uniformados de negro y acompañados de un perro pastor alemán. Al verme gritaron algunos improperios y avanzaron resueltos a mi encuentro. Tuve buen cuidado de dejar caer el teléfono móvil en una oquedad rocosa, para evitar que lo descubrieran al hacerme el cacheo, con lo cual descubrirían las fotos tomadas y la grabación de las palabras de mi anciano amigo. Luego me dejé caer en la arena como quién descansa de una gran fatiga, mientras los guardias llegaban al trote, con las AK terciadas y el perro pastor alemán jadeando y ladrando delante de mí rostro.

No se tragaron mi historia de pescador submarino extraviado. Me cachearon hasta dentro de los oídos y de paso confiscaron mi mochila, las patas de rana, una máscara de buceo y una escopeta rústica de aire a presión, todo lo cual llevé para asegurar mi fachada. Tuve la impresión, no obstante, de que me habían estado esperando.

Posteriormente me condujeron en una camioneta y el chofer, sin dudas un oficial vestido de civil, no se molestó siquiera en darme explicaciones cuando le pregunté a dónde me llevaba. Solo me advirtió, cuando le dije que debía volver a mi labor en la construcción de la carretera, que no era necesario, pues ya estaba de baja y que mis salarios pendientes y otras pertenencias ya estaban siendo enviados a Esmeralda, por donde debíamos pasar a recogerlos. Quise protestar, pero no tenía sentido.

―Tienes suerte, mucha suerte.―balbuceó el sujeto al volante, mientras movía la cabeza y me miraba de soslayo.

No supe realmente a que se refería al decirme aquello.

En el poblado de Esmeralda, el ómnibus de viajes nacionales con destino a la Habana había sido retenido en su horario de partida, en espera de mi llegada.

―Tienes suerte.―me volvió a repetir el hombre, mientras me ayudaba con la maleta y ya en la puerta del ómnibus, al estrecharme la mano, añadió con severidad amenazante:

- Espero que no vuelvas a tentar tu suerte. No vuelvas a aparecerte por aquí ni en mil años... ¿Entendido?

...Entonces tenía ganas de relatarle todo esto a mi amigo, para al menos desahogar con él lo que no podía contarle a ningún otro ser humano. Pero Voliznich no estaba en su banco de costumbre, ni lo estaría más en los días sucesivos que seguí intentando hallarlo, a la misma hora en que solía aparecerse el Parque Central.

Y al darme cuenta, finalmente, de que no volvería a verlo, me agobió una soledad de espanto, tal como si se hubiese ido del mundo la única persona de confianza en toda mi existencia. No tengo otro modo de describir la sensación que me produjo ser poseedor de tan molesto secreto. Un secreto el cual pensaba que se iría conmigo a la tumba, sin embargo, a estas alturas, ya no existe en mí esa preocupación, pues algunos amigos ya han leído estas notas.

Todavía sigo tratando de desentrañar el significado de las palabras de Alexander, las últimas que me dijo:

«La próxima vez que me encuentres, si es que volvemos a vernos, ya no seré Voliznich para ti, ni para nadie.»

            
            

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