Lo que Augusto Monterroso no le dijo a nadie-salvo a mí, su privilegiado confidente-es que la historia del dinosaurio sucedió realmente. Que tuvo origen en una rara conversación, en algún paraje de la Patagonia, en los alrededores de su casa de verano. Estuvo resistiéndose durante horas a lo que creía una alucinación. Pero el animalito-o animalote- fue insistente en aparecérsele cada vez que daba la espalda, rogándole que no huyera de él, que solo quería hablar con alguien, pues estaba hastiado de muchas cosas. Augusto se detuvo al fin, persuadido por experiencia de lo difícil de vivir sin desahogarse, sin poder ser escuchado. Cuanto más difícil para aquel saúrido de cuello largo, cuerpo grueso y patas de elefante, sin derecho a estar en el mundo, pues su tiempo de existencia había transcurrido millones de años atrás o, como es usual decir, cuyo carnaval ya había pasado.
Era solo una cría, por eso no se notaba demasiado descomunal. Comía hierba y Augusto, que tenía apego a los herbívoros, se sintió muy cómodo con él. Con todo, observó en los párpados agrisados de la bestezuela el cansancio de quien ha buscado largo tiempo, de quien ha llorado su suerte. Estuvieron horas platicando de lo humano y lo divino. Una cháchara agradable, pero demasiado larga; provocó que en algún momento Augusto se quedara dormido, para en la mañana despertar y asombrarse, como ya se ha leído.
Augusto me confió esta historia una noche, cuando yo andaba en mis recorridos, -pues en ése hábito de vagar y alucinar fuera de hora somos como gemelos-, después que le preguntara sobre el significado de su breve y famoso cuento, que yo a la verdad, a más leerlo, menos lo entendía. Y, sincero, le dije que aquel escrito me parecía el final de una larga narración, de esas que uno remienda y reduce por puro malestar, dejando solo un fragmento. Augusto, bonachón como siempre, sonrió y su rostro quedó iluminado por los astros, que se enfocaron en él, con igual ansia que yo de oír la respuesta.
Me dio la razón en cuanto a mi teoría y enseguida comenzó a exponer, con noble parsimonia, cada detalle de la trama. Hasta que me dormí.
Cuando desperté, Don Augusto no estaba, pero el dinosaurio, para mi gran sorpresa, seguía allí.
La gárgola
Si ella misma no lo hubiese visto, no lo hubiera creído. Los ojos de la maldita estatua se habían iluminado delante de ella y la habían mirado con fijeza demoniaca. Y ahora Julia, puesta en la disyuntiva de contarle a alguien más su experiencia mística, dudaba sobre qué decisión tomar. Podrían tenerla por loca, cuando menos. La burla de los incrédulos era segura. Además, su prestigio en el vecindario caería de golpe. Sin embargo, la opción de pasar por alto lo sucedido y quedarse callada le resultaba insoportable. No había sido la visión ilusoria de un momento, sino como la cuarta o quinta vez que le sucedía. Y contaba también con el testimonio de Maidelis, la vecina de la azotea contigua, que alguna vez le comentó sobre una experiencia similar que la tuvo aterrada muchos días. Entonces ella se burló de Maidelis y le restó importancia al hecho, fastidiándola cada vez sobre el tema, cuando se afanaban en sus tareas de lavado y colgaban al sol de la azotea el montón de ropas de cada domingo.
Decidió contárselo a su esposo. Él debería entenderla y quizás hasta se animara a subir con ella a la azotea y vigilar de cerca la enigmática efigie. Era una de las cuatro gárgolas que adornaban el campanario de la Iglesia del Cristo Redentor, ubicada justo al frente de su edificio residencial. Aquellas gárgolas, allí desde siempre, miraban hacia los cuatro puntos cardinales con expresión amenazadora.
Julia se tomó el trabajo de investigar y supo algo sobre la función de esas figuras en las catedrales góticas. Las colocaban para espantar espíritus malignos y asustar a los pecadores con su apariencia grotesca. Y aquella que se erguía más cerca, a pocos pasos de su azotea, ciertamente daba miedo. Aun cuando se volvía de espaldas y trataba de ignorar sus temores, Julia podía sentir la siniestra mirada clavada en su espalda.
Fue en un giro sorpresivo de la vista cuando sorprendió los ojos encendidos en llamas, el destello de unas pupilas que no pertenecían a este mundo...
Cuando finalmente le contó a su esposo, este casi se desmaya de pura risa con la historia. Aunque luego, a tanto insistirle, aceptó resignado hacer algunas vigilancias de conjunto. Pusieron unas sillas frente a la torre de la iglesia y pasaban mucho rato en la azotea. Y mientras vigilaban bebían alguna cerveza y romanceaban, pues el sitio, aislado de todas las miradas curiosas, se prestaba para ello.
Un día que estaban en esos masajes, Julia pegó un grito de espanto y echó a un lado a Fidencio. Acababa de ver los ojos de la gárgola encenderse.
Fidencio no tuvo dudas de que era verdad, pues nunca vio a su mujer así de nerviosa, temblando como una hoja. Él mismo, al voltearse, había vislumbrado un destello, un resplandor maligno en los ojos de la gárgola que le erizó los pelos del cogote.
Sin embargo, más allá de esa ocasión, no volvió a repetirse el fenómeno. Como si el espíritu o demonio que lo generaba se hubiese aconsejado y abandonado a la gárgola.
De modo que pasaron los meses y el tema se fue difuminando. Hasta que un día, mientras Julia se soleaba en bikini sobre la azotea, la gárgola pareció despertar súbitamente y no solo la miró con fijeza, sino que comenzó a chillar de un modo espantoso. Y en su crisis de pánico Julia comprendió. Tuvo clara certeza de que la efigie quería castigar su atrevimiento de exhibirse desnuda delante de la Santa Iglesia.
Del susto corrió sin mirar y casi cae por la baranda del edificio. Por suerte se detuvo, giró y pudo atinarle a las escaleras, por cuyas gradas descendió a saltos hasta lograr salir a la calle, con un magro bikini como única vestimenta y dando gritos de loca.
Sus gritos confundieron a los transeúntes en esa hora de la mañana. Y también los alaridos de Fidencio, que ya venía corriendo a su encuentro. No venía solo, por cierto. Ni tampoco era él quien gritaba. Traía asido por la nuca a un sujeto esmirriado, con atuendo de monaguillo. Lo empujaba y esporádicamente lo golpeaba con el puño en las costillas. El pobre hombre chillaba como rana atrapada por una culebra.
― ¡Este es el miserable cabrón que se metía dentro de la gárgola!―gritó Fidencio, como para que lo oyera toda la ciudad― ¡Lo sorprendí haciéndose la paja a costa tuya!
Pero el terror de Julia no amainó con aquel anuncio. En ese instante, con los brazos cubriéndose a duras penas los pechos desnudos y la mirada del mundo clavada en su persona, sintió que todo se derrumbaba en torno a ella.