-Señora de Romero -contraatacó Santiago en una mala dirección.
Su madre entornó los ojos.
-¡Eso sí que no! -zanjó agitando un dedo con fingido enojo.
Si bien en otro tiempo ese tema era considerado delicado, en ese momento ya no era importante, por lo cual su hijo se tomaba la libertad de bromear con eso. La señora Karen Cisneros ya no sentía siquiera tristeza o algo parecido cuando escuchaba el apellido de su exesposo, al contrario, internamente le rezaba un buen deseo.
-Bueno... Bajaste hasta acá para ayudarme ¿no? -inquirió, pues cinco minutos antes le había enviado un mensaje de auxilio cuando aún estaba en el auto.
-Sí, sí -¿dónde estaba su móvil?
Tomó de a tres bolsas por mano, la castaña se quedó con seis más y el botones ayudó con el resto. Aquella excesiva compra no era solo por gusto, claro que le encantaba ir de shopping, pero en esa ocasión había hecho las compras de improviso por la razón que dejó escrita en la notita sobre la mesa del comedor, la cual su hijo leyó sin comprender, porque no le había dado interés.
Al abrirse las puertas del ascensor, Santiago apretó los dientes para no maldecir en voz alta.
«Claro, ahora sí llega rápido» Se habría hecho crujir los dedos de no ser porque tenía las manos ocupadas con las bolsas.
Entre el contenido de dichas bolsas había comida china, verduras, frutas, pollo y unas prendas que Karen no quiso dejarle ver a su hijo cuando ya estaban en casa.
-¿Qué son? -cuestionó el chico con una mueca burlona al momento que su progenitora le arrebataba la bolsa de papel de las manos.
-Ropa -replicó- ¿A ti desde cuándo te gusta la ropa? -titubeó tomando dos bolsas más de papel con el mismo logotipo.
-Pues... Desde que no se aceptan los nudistas en esta ciudad. Ah, espera... Nunca han aceptado nudistas por acá -dijo burlón.
¿Qué habría en las bolsas? Tenía que ser algo que le causara vergüenza, pues la mayor parte del tiempo no había ningún tipo de represión en la relación que tenían madre e hijo. Fuera lo que fuera lo descubriría al día siguiente.
Por la mañana la mente de Santiago despertó despejada y estaba teniendo un día común y corriente en la universidad hasta que Eliot le mostró una pista en su iPod que se asemejaba mucho a la música de la bailarina.
-Le pregunté a Liza qué tipo de música era esa la de tu ventana y ella me pasó esta lista de reproducción...
«La bailarina» Esa chica que lo había esquivado con brusquedad el día anterior en ese salón obscuro. Puede que fuera un sistema de defensa o algo parecido, después de todo, él técnicamente la estaba acosando, quizás por eso no le dijo su nombre. «Amargada y odiosa» masculló al recordar ese preciso instante en el que se conocieron, o, mejor dicho, en el que ella lo conoció porque todavía él no sabía su nombre. Volvió a sentirse estúpido al cavilar tanto en una misma cosa ¿por qué saber el nombre de una persona le sentaba tan ansiado ahora? Se suponía que él no se preocupaba por pequeñeces.
-Mi hermana no es odiosa ni amargada -¿qué? ¿Había dicho eso es voz alta?-. Eh, ¿estás en este mundo?
-Sí, sí. Perdón, estaba pensando en voz alta.
-¿Estabas pensando en que mi hermana de trece es odiosa y amargada? -su amigo no tenía ni pizca de verse molesto. Había intuido que Romero se encontraba a años luz de allí.
-No, no... -vaciló antes de decidirse a contarle a Eliot todo lo sucedido con respecto a la música, la construcción abandonada y... y la bailarina sin nombre.
-Tiene sentido que no sean los Tampa. Creo que ellos bailan hip hop -comentó después de no hallar alguna opinión sobre el hecho de que había una chica bailando sola en aquel edificio.
El tema no se mencionó más durante ese día.
***
-Aparta -lo empujó Karen en el sofá para echarse cómoda.
-Qué mujer tan encantadora -recitó con sarcasmo el muchacho de diecinueve años que parecía haber crecido de un solo tirón ¿cómo podían crecer los hijos tan rápido? ¿Tal vez fue la buena alimentación que tuvo su madre cuando le daba de mamar?
-Gracias, me lo dicen todo el tiempo, cariño -le siguió el juego. Estiró los brazos para abrazarlo.
Con la mirada fija en el televisor que tenían enfrente, la castaña trazaba líneas suaves en el cabello, también castaño aunque más claro, de su hijo, arrullandolo, como se permitían algunas tardes en las que él no tenía ninguna tarea qué hacer, mientras veían cualquier programa frente a la pantalla.
Karen comenzó a zapear entre canales sin interesarse en ninguno en particular. Santiago estaba ya hastiado y se levantó tratando de no ser brusco con su mamá. Desde hace mucho tiempo eran solo ellos dos, aunque de vez en cuando el tío Rob y Lottie los visitaban; los abuelos ya no estaban en este campo terrenal.
Una idea revoloteó sobre la cabeza de San al apoyar los antebrazos en el marco de la ventana «¿Será posible?» Al menos debía averiguarlo. No había nada qué perder ¿cierto?
Tras beber un vaso de agua se dirigió hacia la puerta.
-¿A dónde vas? -¿qué no pensaba despedirse?
-Emm... Eliot necesita ayuda en una situación -mintió-. Acaba de dejarme un mensaje -continuó y sacó su teléfono del bolsillo.
-Ah -voceó haciendo un leve puchero.
-Entonces... Nos vemos -agitó una mano y se volvió para abrir la puerta.
-Santiago.
-Dime. -La puerta ya estaba de par en par.
-¿Recuerdas lo que te dejé en la nota?
Obviamente no recordaba el contenido de ese papelito, pero de igual forma asintió.
-Los Vega llegaran a las seis ¿puedes estar aquí media hora antes? -asintió-. También sobra una silla; trae al tonto de Eliot.
El castaño salió y cerró la puerta. Analizó la situación «Si dos más dos son cuatro. Entonces, los tales Vega son solo tres personas y vienen a cenar»
Al llegar a la puerta del callejón del hotel, que gracias al Cielo siempre estaba desolado, se dio cuenta de que de nuevo estaba atrancada torpemente con el mismo ladrillo. Realizó las mismas acciones de la primera, y única vez, que había estado allí. El silencio arropaba por completo la construcción oscura a consecuencia de la falta de música. El salón donde se había encontrado a la muchacha estaba solo, como era lógico. Esperar un poco no tenía nada de malo. Se sentó junto a la pequeña corneta que emitía la música de la bailarina y se dedicó a textear a su mejor amigo para informarle sobre la invitación.
***
Ella no sabía porqué había vuelto a la construcción en la noche, aunque al llegar agradeció haberlo hecho, pues el idiota que la había interceptado esa tarde había dejado la puerta abierta. Subió porque quería pasar nuevas pistas a la radio para bailar.
Ahora bien, en ese momento volvía al edificio para bailar un rato y expresar una alegría esporádica que se había apoderado de ella desde que despertó en la mañana. Subió la escalera tarareando una cancioncilla suave y repiqueteando con los dedos las paredes. Su estado era tan profundo que su leve sonrisa no se esfumó cuando atisbó la figura masculina de Santiago sentado en el suelo con los rodillas flexionadas y los ojos pegados a la pantalla del teléfono. Sin embargo, no podía pasar por alto que ahí estaba de nuevo el intruso. Se acercó un poco con paso firme.
-¡Tú otra vez aquí! -bramó sobresaltando al castaño.
El muchacho se puso en pie de un salto y observó a la chica que estaba parada en una luminiscencia. Esta vez llevaba puesto un mono jogger que se ajustaba a sus generosas caderas y una blusa gris corta como la que traía puesta el día anterior. El color de sus labios era del rosado que adquieren las personas con fiebre y sus mejillas seguían el mismo patrón.
-¡Hey! Te estoy hablando -rezongó- ¿No te irás?
-Aún no -fueron las palabras que obtuvo como respuesta.
Era una pregunta retórica. Lo había tratado con mucha simpatía; quizás las palabras correctas eran «¡Ya vete!»
Una sonrisa socarrona se posó en los labios de San. Ella lo captó, le divertía ver que la exasperaba.
-Bien... Quédate. Si quieres quedarte, hazlo. Me da igual -sacó las zapatillas de su mochila y se contuvo de sacar también la falda, pues no llevaba el short debajo.
La bailarina se sentó a calzarse las zapatillas y después de sujetar bien las cintas de razo a sus tobillos profirió una orden hacia el allí presente:
-Enciende la radio y pon la canción numero doce -se había puesto de pie, la mochila yacía en un rincón con sus zapatos dentro.
Y aunque el molesto tono de demanda le resonó demasiado en los oídos, Santiago, al verla de pie y moviendo las piernas en actos que descifró como ejercicios de calentamiento, hizo caso a la petición de la muchacha y se sentó de nuevo a espectar atento a la preciosa bailarina de cuyo nombre aún desconocía y que a juzgar por la música pudo entrever que se encontraba de mejor ánimo que el día anterior.
La chica cerró los ojos y respiró profundo antes de comenzar a danzar al ritmo de la melodía. Se dijo a sí misma que no contoneaba de más las caderas por el chico. Se dijo también que, siempre bailaba de la misma manera y que no había razón por la cual cuestionarse si estaba siendo más sibarítica de lo que acostumbraba. Pensó por último en que debía dejar de recurrir ese lugar, pues no había razón para confiar en Santiago, ese sería el último espectáculo de danza para su público imaginario, que ahora era real, pues un par de ojos la observaban maravillados.
Y entonces, se dejó llevar por sus pies ansiosos.
***