Tenía solo tres años de edad, pero no había dejado de escuchar cómo le describía su padre la sagacidad y la habilidad incalculable de aquel primer Rey, la admiración notable, el brillo en la mirada cuando le narraba sus triunfos contra los hombres.
Unas ramas de enredaderas columpiaban unas campánulas de color morado, como si el luto y el quebranto enmudecieran el lugar. Los cuerpos de sus padres descansaban en grandes salones guardados discretamente por los usurpadores. Aslam se hizo acompañar de su tutor y de algunos soldados. Entró en silencio, sin mirar atrás. Se fue acercando al sepulcro con pasos pesados. Se preguntaba si su padre le imaginó alguna vez recuperando su legado. Si acaso como el ser superior que había sido, pudo descifrar que él le vengaría. Si en el último vestigio de vida, su madre supo cuanto la amaba.
Las losas de mármol blanco tenían un brillo intenso y parecía que le murmuraban un recuerdo vago que le ablandó la mirada. Aslam había olvidado el calor humano que le habían regalado en sus primeros años. Había mudado la sonrisa al dolor, y ya no sabía recordarlos.
Quedó de pie frente al luto de los últimos minutos de vida de sus padres y no supo qué hacer. Por primera vez en mucho tiempo estuvo pensativo. Allí, volvió a jurar venganza. Su pensamiento rebotó con furia cuando escuchó el golpe seco de unos pasos sobre la losa del mausoleo. Sacó su puñal y desenfundó su espada. La mirada fría y escurridiza trató de superar cualquier distancia. Los sentidos se aguzaron ante el llamado de alerta y esperó.
El Duque Artemían y los soldados le hicieron un coro. Sus rostros tenían una actitud diferente. Parecía que esperaban aquel momento con todo el coraje que llevan en la mirada los hombres nacidos para las grandes batallas.
El Duque le ofreció una manta de lana gris que Aslam recordó enseguida. Una lágrima se detuvo en el veril de sus ojos azules, ahora encendidos por sentimientos demasiados fuertes para permanecer ocultos, cargados de nostalgia, de amor, de recuerdos vagos que llegaban como ráfagas incendiadas.
Era la manta que usaba su madre en las noches de invierno. La desenrolló mientras los hombres permanecieron firmes ante él. En ese momento no entendió nada. Se volvió a sentir solo, en la inmediación del salón. La capa púrpura, la daga milenaria y el escudo de bronce ribeteado en oro, estaban guardadas allí, como si retuvieran el legado de los Reyes; parecía que le esperaban.
Artemían sacó de una funda la espada de Joseph IV, y la extendió con firmeza. Era el arma de combate más preciosa que alguna vez había visto, y ahora le pertenecía, como todo lo demás. La mirada acuosa se impregnó de orgullo. Amaba a su padre cuando le veía alzar su espada, como si se pertenecieran, el Rey y su arma más letal, y ahora la habían recuperado para él. Intuía cuanto Artemían había hecho por él, su sufrimiento, y la vida entregada a una venganza, a un compromiso, y las lágrimas detenidas cayeron sin poderlo evitar. Al fin llevaría con orgullo aquellas pertenencias. Sabía que el destino lo enfrentaría ante nuevos retos, pero no se comparaban con la vorágine de desafíos que estaba dispuesto a vencer.
Artemían había logrado guardar las reliquias de los Reyes. No había dejado ni un cabo suelto para su momento crucial; el instante en que se encendiera la llama en el corazón de Aslam Ambery III, y luchara por su poder.
_ ¿Por qué ahora?
_ Es el momento justo_ respondió el Duque con un acento que denotaba su batalla interna, esa que tanto costó forjarle como lo habría hecho un excelente estratega de guerra, y el más erudito sabio del reino_. Y aún falta más. El sello real.
_ ¿Cómo lograste recuperarlo?_ esta vez la voz se hizo más ronca, como si no creyera que ya tenía todas las reliquias de su padre. Parecían pertenecerles con la precisión exacta.
Aslam III colocó la capa sobre sus hombros y la dejó ondear en el roce de su espalda. Artemían experimentó el orgullo de los vencedores. Sabía que había hecho un trabajo inigualable al convertir al niño en Rey. Y un grito desde la gruta infinita de su propia venganza, dejó el nombre de Aslam Ambery III como un fragor para estremecer aquellas paredes olvidadas. A su señal, los soldados hicieron el eco a viva voz.
_ ¡Viva el Rey Aslam!!!
Abandonaron el Mausoleo de los Marquisteim escasos segundos después. Pero Aslam nunca miró hacia atrás, cuando se alejaron del reinado más poderoso de la tierra, su cuna; el lugar privilegiado donde nació. Dónde también estaba signado su regreso.
Ningún momento fue tan crucial para Aslam Ambery III, como aquel en que escuchó que sus hombres le honraban su linaje. El regreso a la aldea fue tan rápido que apenas sintieron las horas de la corrida. Una agitación desconocida le martillaba, el deseo intenso de poder vengar a su familia, de recuperar su lugar. Y esa esperanza fue capaz de idear las estrategias de guerra con las que estaba decidido a entrar al palacio.
El ejército del Duque Artemían cobró vida en las estepas y bosques de Campus Drae y todo el territorio preparado para aquella guerra. Artemían había gastado toda su fortuna en esa contienda. Durante años fabricó armas y forjó hombres que fueran igual de bravos y valientes que los propios soldados del reino.
En el palacio muchas cosas habían cambiado. Los gemelos Mixán y Maxime, habían roto las leyes impuestas por los antiguos, habían destruido el legado de Joseph IV. Lo único que permanecía incorruptible era el Trono Blanco y las puertas que lo custodiaban.