En el palacio de Buckingham, la reina Isabel II, pasea acompañada de su regio esposo, por delante del inmenso amontonamiento de ramos de flores y tarjetones, así como de globos en forma de corazón, dedicados a la difunta princesa de Gales. La muerte de Lady Diana Spencer y de su nuevo novio Dody Alfayed, ha supuesto un duro golpe para la monarquía inglesa, y ha creado una situación, peor que la precedente con Wallis Simpson. Enteramente vestida de negro, y demasiado tarde, según la opinión pública, la reina pasea ante la enrome cantidad de ramos de flores, que a modo de desafío a la monarquía, que supuestamente la había asesinado, dejaban ante la verja del palacio los súbditos de su augusta Majestad británica. A su lado el príncipe Felipe de Edimburgo, que según las la prensa era partidario de la ya denominada princesa del pueblo inglés, soporta el acto, sumido en un estoico silencio.
Una mujer se acerca a la reina y le entrega un ramo de flores que esta con una media sonrisa aferra, para después mirarle a la mujer y fingir agradecimiento. Pero la sorpresa es mayúscula, cuando la desconocida le dice unas palabras que Isabel de Inglaterra jamás borrará ya de su mente atormentada.
-Son para su majestad, lamento que lo esté pasando tan mal...
-¿Para mí? –le responde la reina, que solo ve gestos de reproche contra ella y de rendida admiración, más bien adoración, por Diana...un amago de lágrima brota de los ojos de la reina que se ve consolada por alguien ajeno a su familia o al gobierno, y siente que aun es querida, en medio de la tragedia en que se ve sumida. Una llama de apego queda en el pueblo, herido de muerte, que siente como la mejor representante de su monarquía ha muerto quizás asesinada, o quizás por la mano de un caprichoso destino...
Su vestido negro, sus palabras en la BBC, apenas dan para redimir su negligencia al no reaccionar con presteza, al saber la muerte de la mujer que más odia. Sus responsabilidades han sido más que cumplimentadas siempre, a pesar de no gustarle algunas de ellas, pero salir anunciando el dolor no sentido de ella misma y de su familia, por la desaparición de lady Diana, la ha superado por primera vez en muchos años de reinado. Deberá actuar inteligentemente, si desea que el pueblo británico siga respetando, y lo que es más importante, queriendo, a la monarquía, que ya hubo de cambiar su apellido de Sajonia Coburgo Gotha, por el seudónimo más anglosajón de Windsor, para convertirse en inglesa y alejarse de sus reminiscencias alemanas de las que tan orgullosa se sentía la familia real, y en especial la reina emperatriz Victoria I.
La reina da orden de no retirar los ramos de flores, los tarjetones y globos rojos que se amontonan en la verja del palacio, como hacen también en el palacio de San James y en las plazas donde se dan cita los admiradores incondicionales de la princesa de Gales.
-¡Ay hija mía!, me temo que hemos creado un mito, y eso es mucho peor, porque a los vivos se les puede matar, pero a los mitos nada se les puede hacer, y crecen sin parar...-la reina madre se lamentaba de este modo, de haber tomado una decisión precipitada antes de considerar todas las opciones, que eran escasas, y es que la desesperación es mala consejera. En todos los canales de la televisión, no solo de Gran Bretaña, sino del mundo entero, se daba prioridad a la muerte de Diana Spencer, y se retrotraían a la entrevista que tuviera con la madre Teresa de Calcuta, y a sus dolidos hijos, que no sabían cual sería su futuro, en la familia real si descubrían la verdad de lo acaecido, y, ¿Cuál era tal verdad?.
Isabel con rostro circunspecto, la miró, y sintió que una maldición parecía abatirse sobre los Sajonia Coburgo Gotha, que se veían impotentes para dar satisfacción al pueblo inglés, que los escrutaba con intención de derrocar la monarquía si daban un paso en falso. Todo hacía presagiar que la desgracia solo había hecho que comenzar. Afuera una vorágine, devoraba el alimento que la prensa sensacionalista les proporcionaba, de manera y forma, que no tenían arma defensiva posible para tratar de minimizar el daño sufrido. El sonido de unos golpes suaves le sacaron de su abstracción, y dio su anuencia, para que el servidor palatino penetrase con la prensa del día, su santa tortura, como ella le denominaba a aquel instante del día.
El Times mostraba una imagen retrospectiva de "lady Di" enjoyada con un collar de zafiros azules y el pelo corto, como era su estilo. Sonreía abiertamente, como si le hubiese ganado la partida al mundo reinando en un lugar donde la desgracia no podía penetrar. ¡Qué gran error!.Isabel II lo abandonó tras leer el titular que la colocaba en una situación nada deseable, y tomó The Guardian, que por extraño que pareciese, tenía titulares muy distintos, haciendo referencia a los problemas de importación que Gran Bretaña sufría, por el encarecimiento de los productos manufacturados provenientes del continente europeo. La reina dejó los periódicos sobre la bandeja y desistió de seguir leyendo, nada que no fuesen noticias económicas y políticas, que hiciesen referencia a los problemas reales que su pueblo afrontaba. Se acercó al ventanal y apartó la cortina, que se le antojó más pesada que de costumbre. Fuera los ramos se seguían amontonando y la verja estaba virtualmente enterrada en ellos. Cuando sugirió despejar la entrada, sus consejeros políticos le aconsejaron no hacerlo, pues podría interpretarse como un desprecio a quienes idolatraban a "lady Di". Isabel II de habitual comedida y dueña de sí misma, estuvo a punto de pronunciar el exabrupto de su vida, pero prefirió como su rígida educación le había mostrado debía hacer toda una reina, dejar que unas lágrimas resbalasen clandestinamente por sus mejillas, a espaldas de sus compañeros de salón.
El sol, como fiel aliado, las secó antes de que ella se diera la vuelta para proseguir con sus tareas reales. En su cerebro, trataba de trazar las líneas maestras, que le ayudarían a salir de aquella crisis, y elevar al lugar que le correspondía a la monarquía. Buckingham, sumido en un silencio sepulcral, se alzaba como la señal de unos tiempos duros, en que se cuestionaba la existencia misma de la monarquía, como institución ya trasnochada e inservible, y era aquí donde la reina iba a trabajar con denuedo, a fin de restaurar el amor de su pueblo por ella y por la Corona. No sería fácil, le llevaría años, reconsolidar la posición anterior a los trágicos acontecimientos que se desarrollaban sin que nada puediera ya detenerlos.
La reina se refugia en su jardín y sus perros agradecen la atención real, que se centra en ellos para así poder pensar, en como salir del atolladero. Desde el salón superior la reina madre ve con pena como una nueva reina, una segunda vez, recibe el ataque de una mujer, que sitúa a la Corona en jaque. Su mente guarda claramente las imágenes de aquellas horas aciagas, que parecieron no terminar jamás...esta vez la reina al menos, no tendrá que ver como un rey inglés abandona sus deberes reales y la Corona para irse de la mano de una extraña, que ni tan siquiera era británica. Pero no es consciente de lo peligroso que resulta crear un mito. Algo indestructible que reaparece cuando menos se desea, para golpear sin defensa posible.
Un sentimiento de dolor intenso embarga a un mundo en el que reinó a su manera, la princesa del pueblo lady Diana Spencer. Y una oleada de críticas y acusaciones son vertidas como venenos, contra La Corona inglesa que se sostiene como mejor sabe y puede, en su delicada posición. La reina ve en sus nietos s los posibles aliados que le devuelvan el favor del gentío que se da cita en torno a la prensa sensacionalista y del corazón, en el que son tratados como víctimas de una conspiración, que ha dado como resultado la muerte de "lady Di".
Felipe de Edimburgo llega a la altura de la reina, y esta lo mira como quién anhela un refugio, sea cual sea este. Los dos caminan juntos y conversan, intercambiando impresiones, que de no estar unidos, La Corona caerá y Gran Bretaña se convertirá como le sucediera a Francia, en República, tras tantos siglos de feliz monarquía, que ha sido el referente y el símbolo del Reino Unido.
-Es posible que solo sea una ola de emociones concentradas, que pasen cuando la normalidad obligue a todo ciudadano inglés, a ocuparse en los quehaceres cotidianos,-sugiere ingenuamente Felipe de Edimburgo.
-Creo que no es una moda o un personaje famoso, que pase cuando el siguiente llegue...ese es mi miedo Felipe, esta mujer ha hecho más daño a La Corona y mí, con sus filiaciones humanitarias, que con sus escándalos personales, porque son lo que han hecho de ella lo que es, una princesa popular, querida como nunca lo seré yo.
Quizás fue aquel instante perdido en el tiempo, el primero, y el único en que su regio esposo la vio y sintió vulnerable ante su persona, como nunca antes. Tampoco volvería a suceder, y aquel rostro surcado por un rictus de incertidumbre y dolor, que daría nítidamente grabado en su mente para siempre. El paseo proseguía entre palabras de requiebro y consuelo, y solo los perros felices en su seguro entorno, ladraban alegres. Hasta el palacio semejaba querer hundirse, para no ser visto renegando de su fama mundial, que lo convertía en icono.
-Mi madre me relató a menudo como David, se volvió loco cuando tuvo que tomar la decisión de reinar o abdicar, algo que no había sucedido jamás en esta familia. Cada vez que lo hacía lloraba ante mí como una niña, y ahora, solo ahora, la comprendo plenamente.
Isabel II la todopoderosa reina de Gran Bretaña, se confesaba con su esposo y se abandonaba a sus palabras.
-Cuando esa mujer se ha acercado a mí esta mañana, he tomado de sus manos las flores obligada por la educación y las imposiciones de las circunstancias, y al sentir el calor de sus palabras, diciéndome que eran para mí me ha conmovido. Un gesto de compasión, entre tanto reproche, supone un oasis en medio de un desierto de emociones secas...
-Lo comprendo muy bien, sé lo que es sentirse en segundo plano, carente del calor de los sentimientos d quien amas y de los que te son cercanos.
A Isabel II le supuso un duro golpe escuchar aquellas palabras de su marido, que no las pronunciaba como queja personal, sino como apoyo solidario para con ella. Al mirarle, no vio en sus ojos nada que supusiera un reproche y pensó que de ahora en adelante las cosas deberían sino cambiar, al menos sí evolucionar. Los tiempos cambiaban de era y La Corona debería estar a la altura de las circunstancias. Una reina quedaba atrás y otra reina ocuparía su sitio, siendo no obstante la misma reina.
Wallis satisfecha por como se desarrollaban los acontecimientos, esperaba la desagradable visita de Robert Ley. Aquel hombre dominante del que le resultaba por el momento imposible librarse, le producía una sensación de indefensión que le sacaba de sus casillas. Pero cada vez que su Buick negro aparecía, un negocio en ciernes llegaba con este y el reto de conseguir sus objetivos le aportaba la posibilidad de crecer.
Pero esta vez algo iba a ser diferente, la cara del químico presentaba su peor aspecto. Le indicó que se reuniese con él en el saloncito en que charlaban a menudo de sus proyectos, y allí con la cabeza baja y echado hacia adelante, apoyada la cara entre sus manos, le dijo:
-Sun Yat Sen ha muerto, no sabemos como esto afectará a nuestros negocios en China, es desesperante que cada vez que conseguimos lo que tanto esfuerzo nos cuesta algún suceso imprevisto lo eche todo a perder.
-Es posible que también suceda lo contrario, que el nuevo líder chino apoye nuestros proyectos, a fin de cuentas se trata de que los más potentes industriales edifiquen sus fábricas en territorio chino, y eso es algo que a ningún dirigente inteligente le resulta dañino...
-Si...es una posibilidad pero, debemos marcharnos en cuanto nos sea posible. Tenemos el germen que cuando precisemos despierte para proporcionarnos lo que sea necesario.
-No entiendo nada...
-Verá señora Wallis, estoy creando células durmientes, cuyos miembros serán convocados cuando se les necesite. Llegado el momento una clave hará que todos y cada uno sepáis, que ha llegado la hora de cumplir con el propósito para el que fuisteis entrenados. Hasta entonces la vida transcurrirá tal y como vosotros deseéis...
Wallis comprendió que una etapa más estaba concluyendo y que una nueva la sustituiría. Debería buscar su camino, cosa que teniendo en cuenta sus contactos actuales no le resultaría difícil. Cuando Robert ley se hubo marchado dejando tras de sí una estela de incertidumbre, Wallis se vistió e hizo las maletas con suma tranquilidad. Su vestido rojo oscuro, ceñido al talle con una cadenilla dorada, que le rodeaba la cintura, y el pequeño sombrerito ladeado sobre su cabeza, le daba un aspecto señorial.
La estación de tren de Sanghai presentaba el aspecto de todas las demás, llena de viajeros que iban y venían atravesando el territorio chino, o abandonándolo al llegar a aquel punto en que confluían dos culturas tan distantes y tan destinadas a convivir. Wallis con su maletín negro aferrado por sus enguantadas manos caminaba con decisión por el andén para subir al vagón en que su departamento se encontraba.
Wallis quería regresar a Hongkong, desde donde le resultaría mucho más fácil tomar un barco con rumbo a los Estados Unidos. Su complicada etapa en China tocaba a su fin, y ella estaba dispuesta como Robert Ley le había sugerido, a seguir con su vida y a experimentar las emociones más intensas que esta le pudiese proporcionar. El traqueteo del vagón le iba adormeciendo y el paisaje que de ser de día le hubiese fascinado, quedaba oscurecido por la nocturnidad. Viajaba sola en el departamento y solo el revisor pasaba ante este de vez en cuando. Iba a ser un largo trayecto, en el que dispondría de tiempo para recomponer su vida y decidir sobre algunas cosas que habían quedado inconclusas y ahora deberían ser situadas cada una en su lugar.
En la rada del puerto de Sanghai Wallis recordó su llegada desde los Estados Unidos cuando apenas sí poseía un puñado de ilusiones y un deseo tan solo, "que ilusa" se recriminó a sí misma, por pensar de modo tan ingenuo sobre aquel hombre que tanto había deseado y que se había abandonado al alcohol, como un esclavo en manos de su amo. Ahora regresaba a casa de sus padres a los estados Unidos y allí solicitaría el divorcio de Win. Era plenamente consciente de que levantaría una polvareda tremenda, pues era lo que menos convenía a una pequeña ciudad acostumbrada a mediatizar los actos de sus habitantes y someterlos con su falsa doble moral. Guardaba en su haber los conocimientos que le darían la ventaja a jugar cuando fuese libre, al fin para elegir a su siguiente hombre, que como bien le había dicho Felipe Espil, debía estar acorde a sus necesidades y metas. Tenía ante sí un largo trayecto en barco y cuando llegase habría de seleccionar un lugar fuera del ámbito familiar donde vivir sola en principio. Durante la singladura se mantuvo en el camarote el mayor tiempo posible, evitando acudir a cenas como la del capitán con la excusa de encontrarse mareada. El mar y ella eran de nuevo confidentes que se intercambiaban las furias contenidas por los ataques de quienes no comprendían su personalidad y sus ambiciones. La lluvia le mojaba cuando en soledad subía a cubierta y permitía que le lavase de sus pecados no pronunciados, de sus intenciones no llevadas a cabo, y de sus ideas revolucionarias en una sociedad farisaica y moralista.
El continente americano, se recortaba como un anuncio de paz y de nuevas posibilidades, que nacerían de la mente creativa y potente de Wallis Warfield, para asentarse en el trono de un rey cuando este apareciese. Pero Alice, su madre a pesar de ser ya sexagenaria, acababa de contraer nupcias por tercera vez y el terremoto que produciría Wallis con el primer divorcio familiar, haría de ella una paria en el círculo íntimo, a la hora incluso de heredar del tío Solomon Warfield que le dejó quince mil escasos dólares. Aun conservaba las joyas regalo de Espil y los recuerdos y conocimientos de China, pero deseaba asegurarse una vejez tranquila y se dispuso a captar la atención de un nuevo marido en ciernes. Es en ese preciso instante cuan do surge un hombre que hará de ella lo que tanto añora, una mujer respetable que le introducirá de nuevo en los estratos sociales que ella admira y a los que desea pertenecer. El naviero Ernest Aldridge Simpson, un encantador hombre de negocios, de ascendencia británica por parte de padre, y norteamericana por parte de madre, que luchaba por adquirir la ciudadanía británica, será el protagonista de su siguiente etapa. El será el trampolín que la llevará a la cumbre como reina ignorada. De su mano ascenderá al Olimpo de las diosas, que reinan como tales, sin que tan siquiera los más poderosos señores puedan ofrecerles resistencia eficaz.
Wallis mantenía una relación intensa en la que Ernest, estaba completamente comprometido emocionalmente, y en la que ella que estimulaba sus sentimientos, se situaba como parte imprescindible en su ascenso a la alta sociedad británica de Londres. Aquel día nublado y gris, todo iba a dar un vuelco en su vida, una carta llegaba a sus manos desde el Reino Unido y en ella con gran entusiasmo, Ernest le comunicaba su divorcio en firme con Dorothea Parsosns, y le animaba a viajar a Inglaterra para reunirse con él. Wallis sintió dentro de sí, que la vida le daba una segunda oportunidad y sin pensárselo dos veces accedió y tomó un barco para Gran Bretaña. Ernest era razonablemente bien parecido y su atractivo radicaba en realidad en su dominio de la palabra y de una sonrisa atractiva que seducía por sí misma. Poseía contactos en los estratos sociales que Wallis anhelaba conquistar y le podía proporcionar una vida tranquila, o eso creía ella entonces...
Wallis leyó y releyó cada palabra, cada letra, para asegurarse de que Ernest estaba realmente convencido de quererla junto a él. Dejó la misiva sobre la mesa y se miró al espejo, "nunca se está demasiado delgada..." –se dijo a sí misma observando que aun podía afinar más su ya de por sí delicada y esbelta figura. De nuevo su armario ropero le aportó las prendas que la convirtieron en quien ella deseaba. Aquella misma tarde compró el billete para Llegar a Posmouth y allí le esperaría un rendido Ernest, que la llevaría a su nuevo hogar. Nada habría de decir a su familia que no aprobaría un segundo matrimonio tras el sonado fracaso con Winfield.
El vapor se balanceaba coqueto en el puerto, como una dama inquieta que anhela la presencia de su prometido. El capitán recibía a los viajeros escasos en realidad, pues se aprovechaba tan solo la cubierta superior a fin de compensar las posibles pérdidas por las constantes bajadas del precio del carbón y del acero. La bodega iba repleta de estas materias primas, imprescindibles en la era de los vapores que comenzaban a ser las naves de principal uso entre los navieros, cuando ya los barcos de guerra se transformaban en naves a propulsión turboeléctrica. Wallis embarcó y fue acomodándose en el diminuto camarote. Limpió el ojo de buey con un pañuelo y observó a través de este el constante flujo de naves que entraban y salían en medio de las ruidosas sirenas que llenaban el aire con su estridente sonido. Frunció el ceño arrugando la nariz y se tapó las orejas con desagrado.
El vapor salió amarrado a un remolcador, que lo dejó en alta mar y desde allí la segunda etapa matrimonial de Wallis daba inicio. Gran Bretaña esperaba a su icono más poderoso del siglo, a pesar de ignorarlo aun. La mujer más preparada políticamente de su época y dispuesta a triunfar allí donde muchas otras habían fracasado, estaba en camino del éxito más sonoro que jamás otra pudiera haber alcanzado en el siglo XX. A Wallis el mar comenzaba a parecerle ese hermano de mal carácter, que no obstante le protegía de los malos augurios y le proporcionaba la ruta a seguir cuando los elementos del cosmos mismos semejaban estar en su contra.