Este no era el problema, sin embargo, yo podía con ello. Soy un tipo rudo. Siendo sincero, lo que me volvía loco era no poder drogarme y que Daila no tuviera un botón de apagado.
Las primeras semanas estuvieron bien, conseguí que una de mis vecinas me hiciera un préstamo, a estas alturas ya debía el culo, pero para mi fortuna Florencia era buena conmigo. Ella siempre me recibía con una sonrisa y me decía las mismas palabras: cuando puedas me pagas. Así que pude comprarle lo básico a mi hija: pañales, comida y un poco de ropa. Además de que obtuve algo para mí mismo, pero cuando se acabó comenzaron las dificultades. Yo necesitaba drogas, lo siento. Podía hacer un cóctel con analgésicos, inyectarme cafeína o lo que fuera; y aun así no servía de nada. Mi mente era un caos, me sentía como un zombi y lo peor era los intensos dolores. Olvida la migraña, esto era el infierno: Satanás abriéndote desde arriba con sus afiladas uñas, sus demonios cogiéndote como a una perra, King Kong aplastando tu cerebro. Tú elige, para mí era todo junto y más.
Y luego estaba mi hija, mi precioso querubín, que tenía unos pulmones infernales. Ella lloraba por todo, gritaba horriblemente en los peores momentos: cuando yo estaba en medio de una crisis. Recuerdo haber pensado que si salíamos vivos de esa, formaría una nueva banda y le daría el lugar de vocalista. Olvida a Angela Gossow, Daila pateaba culos siendo un bebé.
Me habría sentido orgulloso de no estar muriendo de abstinencia, como hoy.
Daila estaba frente al televisor, viendo a la cerdita deforme de color rosa, que hablaba como retrasada mental. Yo había intentado hacer que dejara de verla, pero siempre que lo intentaba Daila se dedicaba a gritar. Y Dios, no podía con ella, por lo que tomé la sabia decisión de no interferir. Mi hija tenía carácter, ¿qué puedo decirte? Sin embargo, no estaba funcionando para mí. Todo me molestaba: las luces, el aire, incluso su risa. Y yo sabía que no era su culpa, sino mía, y aun así llegué a preguntarme por qué mierda estaba haciéndolo. No era mi hija en realidad, ¿qué me importaba si se moría en la basura o no? No necesitaba más deudas ni problemas. Y seguro como el infierno, tampoco responsabilidades.
«Ya, solo... sácala». Llevándome las manos a la cabeza, gemí. Oh, el dolor... Ahí estaba: dulce tormento, ¿qué haría yo sin él? La cerdita deforme dijo algo, Daila rio, yo gemí. Esto no estaba funcionando, sobre todo porque el otro Adrián estaba saliendo a la luz como el monstruoso hombre verde que siempre estaba furioso. Quería gruñir y gritar, destrozando cosas, y etcétera. No lo sé. Honestamente, no tenía idea. Era como si las llamas se dispersaran a lo largo de mi cuerpo, llenándolo. Y ardía. Cada parte, cada músculo.
Tan solo era cuestión de tiempo para comenzar a golpearme a mí mismo contra las paredes y a gritar por el intenso dolor.
Mirando a Daila por el rabillo del ojo, contenta como estaba, recordé de nuevo a mi propio padre. El hijo de puta que me abandonó. Nunca había pensado en él, no al menos con la intensidad y frecuencia del presente. Para mí no era nada más que una mancha en mi memoria, algo que no tenía importancia. Alguien, lo-que-fuera. No obstante, desde que comencé a cuidar a Daila, todo lo que hacía era pensar en ello. ¿Cómo habría sido mi vida de tener un padre cuidándome? Ya sabes, de esos que te llevan a la escuela y te enseñan cosas; que están presentes en los días especiales y te llevan al parque para jugar. ¿Me habría convertido en el patético ebrio y adicto que era? A lo mejor. Yo era una mierda, ¿cierto? Mi padre no tenía la culpa, en absoluto, era mía. Con todo, yo me preguntaba si haberlo tenido en mi vida habría tenido un efecto diferente.
Así que yo no podía hacerle lo mismo, ¿verdad? Traté de pensar en ello. En los planes que estuve haciendo mientras mi mente todavía funcionaba. Sería el mejor maldito padre del mundo: le enseñaría a caminar, hablar y comer sola. No en ese orden, pero lo haría. También le enseñaría a odiar el reggaetón, bachata, vallenato y cumbia, al igual que muchos ritmos latinos. Cuando cumpliera ocho, aprendería a hacer guturales. Claro, además de ir a la escuela y toda esa porquería familiar que yo no tuve. Se suponía que íbamos a lograrlo, que yo...
«Sácala. Sácala. Sácala». Apreté los párpados, respirando cada vez con más dificultad. No me había dado cuenta de cuándo, pero ya estaba sentado en el suelo, retorciéndome. Mis manos literalmente picaban y el sudor frío me goteaba por todo el rostro. Mal. Esto era pésimo. Y se pondría peor si no obtenía algo pronto. Lo que fuera, incluso de mala calidad. Una pizca.
Estaba muriéndome.
Sobre el sofá, rodeada por cojines, Daila volvió a reírse. Ya no estaba la cerdita. Había un grupo de animales estúpidos cantando algo sobre amistad y amor. Pura mierda. «Sácala. Sácala. Sácala. ¡Ya, ya, ya!». Mis desordenados pensamientos iban todos dirigidos hacia Daila. Ella tenía que irse. Yo tenía que irme. Santo Dios. Esto era insoportable. Gemí golpeando la frente contra el duro y frío suelo. Por un momento, me sentí aliviado.
«Hielo. Necesito hielo», me dije, aunque no me moví. Mi cuerpo pesaba una tonelada. Daila se rio y yo solo... la miré en silencio. Un largo rato. «Esto es su culpa. Te gastaste todo en la carajita esa y...». El hilo de mis propios pensamientos me asustó. ¿Realmente estaba culpándola? Ah, sí, bueno, la abstinencia no era una cosa bonita. Es difícil ser coherente y mantener a tu yo bueno al mando cuando el otro asoma sus garras y tú solo quieres aliviar el dolor. Ser un adicto no es nada fácil; es vivir constantemente en una lucha contra las dos personas en las que te has convertido, y ninguna eres tú en verdad. Por un lado, está el idiota patético que eres cuando estás drogado: delirante, irracional, sin control de tus propias emociones. Y por el otro... Oh, mierda, en el otro extremo se encuentra el bastardo enfermo, el monstruo que es capaz de hacer lo que sea para drogarse.
Y en el fondo, encerrado en tu propia mente, se encuentra tu verdadero yo. Como un niño miedoso, escondido en un rincón viéndolo todo. Llorando y gritando, suplicando que lo dejen salir.
Yo estaba en el medio.
Oh, no me malentiendas. No me justifico. No lo hago. Merecía lo que estaba sufriendo, me lo busqué el primer día que decidí iniciar con la cocaína y el alcohol. Fin.
Necesitaba drogas, ahora, con urgencia. A punto de colapsar, habría hecho lo que fuera, incluso lastimar a Daila. No obstante, también se hallaba el verdadero Adrián: aterrado de sí mismo, observando desde el fondo cómo la bestia tomaba el control y veía con ojos furiosos a su hija. Puede que yo no hubiera tenido un padre, que no supiera nada sobre familias amorosas, funcionales y etcétera; pero estaba seguro de que esto no era lo que ella se merecía.
«Es su culpa. Su culpa. Su culpa. Su culpa...». Golpeé mi frente contra el piso una, dos, tres veces... Necesitaba calmarme. Respirando profundo, me senté de nuevo. «Su culpa. Sácala. Su culpa. Sácala. Su culpa. Su culpa. Sácala. Sácala. Sácala...». Apagué el televisor, recibiendo como respuesta uno de los potentes gritos de Daila. Eso no ayudó ni un poco.
No sabía qué hacer.
«Flor». En un momento de lucidez, su nombre me vino a la mente. Ella siempre estaba ayudándome con lo que necesitara: consejos que nunca le pedí y a los que no hice caso, dinero, comida... Era como la madre que Amarilis no quiso ser para mí. Lástima que hubiera llegado veinticuatro años tarde. Síp, ¿dónde dejamos los violines? Ella incluso me enseñó a ponerle los pañales a Daila y a hacer todas esas cosas de padres que yo no sabía.
Con el cuerpo temblándome, cargué a Daila, quien se entretuvo con mi cabello, y la llevé por el pasillo hacia el apartamento de Florencia. Ella debía de estar ocupada a esta hora, pero yo no tenía a dónde ir. Llamé a la puerta y esperé. Estaba seguro de que si Daila se movía, la dejaría caer al suelo, debido a mi debilidad. Para mi fortuna, se mantuvo extrañamente quieta.
Los ojos de Florencia me miraron con asombro. Como de costumbre, Martha se asomó por la ventana. Supongo que tenía sentidos super desarrollados o una cosa de esas. No sé cómo lo hacía, sin embargo, ella era capaz de percibir mi presencia y la de cualquier otro vecino a metros de distancia. Decidí no hacerle caso y concentrarme en Florencia, quien me miró como si fuera un fantasma.
Quise sonreírle, de hecho traté, solo me salió una mueca que debió de ser horrible porque ella se asustó incluso más.
-Mijo, ¿qué tienes? -Su voz me pareció lejana-. Estás pálido y temblando.
Mi mandíbula se apretó.
-Me siento mal, Flor -admití-. ¿Me ayudas?
Le extendí a Daila, ella la tomó. Era increíble, pero mi hija lloraba con cualquiera excepto con nosotros. Aliviado, suspiré mientras me recostaba de la pared.
-Pasa, pasa. -Se hizo a un lado. Como no me moví, ella miró hacia atrás-. ¡Beba, ven acá!
Su nieta apareció en la puerta un minuto después. Con sus rizos oscuros revueltos y unos pantalones pequeños y demasiado ajustados. Me miró con el ceño fruncido y después parpadeó. Nayalí, la Beba, y yo no éramos los mejores amigos; aunque nos tolerábamos. Solíamos tener nuestras discusiones constantes por su obsesión con el pop, oriental y occidental, para maricas. La verdad, no terminaba de entender qué tenían de interesante BTS, 1D, BTR y todas esas bandas de amanerados con voces de pito. Estaba harto de oír por qué Lee Min-Ho era sexi, Liam caliente y Su-Ga adorable. De todos modos, ¿quién coño eran esos tipos?
Larga vida al black metal, lo siento.
-Está que se desmaya, ¡agárralo! -dijo Florencia.
Yo traté de negar. Martha salió al pasillo, aunque no hizo el intento de acercarse. Nayalí pasó mi brazo por sus hombros y me arrastró adentro. El apartamento de Florencia era difícil de describir, sobre todo porque tenía esa aura de museo y antigüedades que me erizaba los vellos, aunque lo que siempre capturaba mi atención eran las máscaras de porcelana que colgaban de las paredes. Sin ojos y con sonrisas falsas, era como si siguieran cada uno de mis pasos. Casi todas parecían mujeres antiguas y hermosas, pero Dios, en la noche debía de ser el infierno.
Nayalí me ayudó a sentar y fue por agua. No me había dado cuenta, pero estaba temblando incluso más que antes. Florencia dejó a Daila en los brazos de su nieta y se acomodó a mi lado para ayudarme a beber.
-¿Ya comiste, mi amor?
-N-no.
Miró a Nayalí.
-Beba, deja a la niña en mi cama y hazle una arepita . -Sus ojos se suavizaron-. ¿Qué tienes mijo?
Yo tragué duro antes de confesarle la única y patética verdad:
-S-se me acabó -murmuré-. Y que-quema... -Gemí-- Coño, Flor, necesito...
Pude ver dolor en sus ojos. Amarilis jamás me miró de esa forma: como si yo le importara. Cuando supo que era adicto, me dio una patada en el culo y me echó de su vida. Bueno, después de que quedé en bancarrota. Mi vecina, en cambio, parecía sufrir por mí. Quizá fueran los años que llevábamos conociéndonos o simplemente tenía buen corazón porque era evangélica. Como fuera, se lo agradeceré siempre.
-No puedes seguir así, Adrián. Tienes una hija.
-Y-ya sé.
¿Sabía? En ese instante, no. Todo lo que había en mi mente era una cosa: drogas. Habría hecho lo que fuera para conseguirlas.
-Y sabes que yo no puedo darte... -Respiró profundo-. Dios te ama, Adrián, y no quiere que sigas así.
Sí, Dios me amaba tanto que me puso en una familia de mierda que me dejó cuando ya no tuve nada que ofrecerles. Me amaba tanto, que mi mujer me cambió por un cara-de-jeva-voz-de-pito que podía darle lo que yo ya no. Sí, gracias Dios, por amarme así.
En el fondo, sabía que eso había sido mi culpa, por elegir mal.
-T-te voy a pagar.
-No es que me pagues. -Me apretó la mano. Su contacto quemaba-. Es que no está bien.
-Y-ya sé, pero... no sé cómo salir de esta vaina, Flor. L-lo necesito.
Negó.
-Tú lo que necesitas es ser fuerte y salir adelante por tu hija. -Respiró hondo. Cuando habló, lo hizo con la voz quebrada-: Tú eres más que esto.
¿Lo era? Nadie me lo había dicho antes. Desde niño estuve escuchando lo triste y asqueroso que era, cuánto me parecía a mi vago padre y lo mucho que me odiaba mi madre; pero decir que tenía un valor real... Las lágrimas picaron duro en mis ojos. No quería llorar. No ahí, no con Florencia viéndome y Nayalí en la cocina. Yo no... Lloré sintiéndome solo y confundido, necesitado, hambriento y dolorido en cuerpo y alma.
Florencia me abrazó sin decir una palabra, hasta que me calmé. Después me miró a los ojos y me dio una sonrisa triste.
-Toma. -Puso varios billetes en mi mano y la cerró-. Déjame a la niña aquí y vienes cuando te sientas mejor.
-Gra... gracias.
Su mirada triste me traspasó.
-Cómete la arepita primero.
-Sí.
Ella se mordió el labio. Esto debía de estarle costando mucho, después de todo iba en contra de sus creencias. En las de cualquier persona con un poco de sentido común en realidad. Aun así, ella estaba ayudándome ahora para que dejara de sentir dolor.
-Vo... voy a pagarte, Flor, en serio.
-Adrián, mijo... -Apretó mi mano-. Págame yendo a rehabilitación.
Un nudo apareció en mi garganta. Ir a rehabilitación significaba dejar a Daila sola, mucho tiempo, y yo no podía hacerlo. Era mi hija. Además, ¿realmente deseaba estar limpio? Miré los billetes en mi mano, consideré el dolor recorriéndome el cuerpo. Necesitaba drogas. Y quería tener un futuro con mi hija. ¿Podría tener las dos cosas al mismo tiempo?
Supe de inmediato que no.
-Pe-pero mi chamita... Daila...
Ladeó la cabeza, con una sonrisa triste.
-Yo te la cuido.
-Pero...
-¿Sabes qué pasó con el papá de la Beba?
Negué. Nunca pregunté por él, no era un tema que quisiera tocar, dada mi historia.
-No.
-Sobredosis, cuando ella tenía cuatro años -respondió-. Le dije lo mismo que a ti, pero él no volvió. -Echó un vistazo rápido hacia atrás-. Parece que Nayalí no le importaba tanto. Al otro año, apareció en la morgue.
Respiré hondo. ¿Ella también le había dado dinero a su hijo? ¿Fue una especie de prueba? ¿Lo era para mí?
-Flor, es que...
-¿Quieres a tu hija?
No dudé en asentir. En el poco tiempo que llevaba conmigo, yo había aprendido a amarla. Quizá no llevara mi sangre y la hubiera encontrado en un basurero, pero era mía. Y un padre simplemente no dejaba de amar a su hijo ni lo abandonaba. Sobre todo, no valoraba más a la cocaína, el alcohol o la marihuana.
-Demuéstraselo -dijo-. Anda a rehabilitación, ponte bien y regresa por ella.
Respiré profundo mirado el dinero. Nayalí apareció con la comida. No una, sino tres arepas que me hicieron agua la boca. No había notado que moría de hambre.
En la habitación de Florencia, Daila comenzó a llorar. Este era el momento de decidir.
-¿La vas a cuidar bien mientras no estoy?
Florencia se limpió una lágrima que le recorrió la mejilla.
-Te lo prometo.
Volví a mirar el billete.
-¿Y cuando vuelva, si estoy limpio, podré estar con ella?
-Claro que sí, mijo. Es tu hija.
Apreté la mano, que estaba sudada.
-¿Me vas a acompañar mañana?
De nuevo, asintió.
-Yo te llevo. Es de mi congregación: Puerta del Cielo. Te van a ayudar, mi amor, te lo prometo. Con ayuda de Dios, vas a salir limpio de ahí.
Me tragué un sollozo. Nadie jamás había hecho nada parecido por mí. Todo lo que estuve recibiendo fueron patadas en el culo y desprecio a lo largo de la vida. Esto, no obstante, era tanto hermoso como aterrador. Aun así, acepté devolviéndole sus billetes. Podría soportar, por Daila y por mí.
Ya lo dije: sería el mejor maldito padre, pero limpio. Sobrio. No más una dicto de mierda sin valor.
-¿Puedo quedarme toda la noche?
Florencia me respondió con un abrazo. Y yo lo supe: el destino que me había dado una madre horrible que jamás me quiso, hoy estaba recompensándome con otra y una hija con la que podría empezar de nuevo.