Mejor pongo manos a la obra. Al final, el polvo frustrado va a terminar resultando productivo, porque tengo muchísimo para hacer y poco tiempo. A meterme con lo de Hacienda, que es lo más importante y urgente en este momento.
-Oh-my-God...
Esa es la frase más recurrente de Karina, nuestra recepcionista que se especializa en limarse las uñas. Estoy segura de que tiene un doctorado en eso y en hablar por teléfono durante horas.
Levanto la vista y la observo por encima de mis gafas. Está mirando algo y mordiéndose el labio inferior, y el carmín le mancha los dientes de una manera grotesca. Frunzo la nariz y continúo con mis papeles.
-Psttt... ¡Gaby!
La ignoro olímpicamente. Si lo que tiene para decirme fuese algo que yo tuviese que saber, no andaría a los susurros sino que gritaría como lo hace siempre, así que continúo con mi trabajo sin mirarla siquiera.
-Gabrielaaa...
Mierda. La miro, no hay más remedio. Si no quiero que continúe elevando el tono de su voz, voy a tener que prestarle atención.
-Karinaaa... -le digo bajito, y casi no puedo contener la risa cuando observo su expresión bobalicona.
-Mira el espécimen que acaba de traspasar esa puerta... Sigo la dirección de su mirada y ahí lo veo.
Vaya.
Vaya, vaya.
Vaya, vaya, vaya.
A eso le llamo yo espécimen. Y de esos que están en peligro de extinción, y por eso dan más ganas de tener su cabeza entre los trofeos sobre la estufa a leños, o su piel delante de ella.
A ver... Cuarenta y pico, y muy apetecible.
Alto. Complexión atlética. Ni gordo, ni delgado, más bien a punto. Canoso a más no poder. Y deliciosamente bronceado. Eso es porque estuvo en otro sitio, sin duda. O no... Quizás es fanático de la cama solar, lo que sin dudas le resta puntaje, pues los metrosexuales no me van en absoluto. Prefiero a los fanáticos de otro tipo de camas.
Qué lindas esas arruguitas en torno a los ojos, que se acentúan cuando frunce el ceño y se inclina para mirar el tablero del Honda que acaba de llegar. Si ese es tu target, bienvenido seas, bombón.
Hace mucho que lo estoy mirando, lo sé. El espécimen tiene pegados en su culo tanto los ojos de Karina como los míos. Babosas, eso somos, y le vamos a hacer «mal de ojos» de tanto mirarlo.
-Gaby, ve a atenderlo. Renato está con un cliente, y Marcelo fue a almorzar. Aprovecha y atiéndelo tú.
Lo que me faltaba... La recepcionista me ordena que «aproveche» y me haga cargo de un cliente, y lo hace como si eso fuese un premio... Y sí, la verdad que sí lo es, pero soy la que manda y no voy a salir corriendo solo porque esta me lo dice. Bueno, casi.
Alzo las cejas como diciendo: «¿Tú me dices a mí, la dueña, lo que tengo que hacer, guapa? Voy a ir porque quiero, ¿sabes?» Y acto seguido echo mi silla hacia atrás y me pongo de pie. Antes de ir a «atenderlo» me paso la mano por el pelo y me miro en uno de los amplios espejos. Nada mal, teniendo en cuenta lo que estuve haciendo hace diez minutos.
Una agradable mujer de cuarenta y cuatro que parece de cuarenta y tres. Cincuenta y nueve kilos bastante bien repartidos, peinado de peluquería, y una vestimenta formal que incluye stilettos y falda lápiz a la rodilla, que me hace ver sofisticada y elegante. Estoy lista.
Ahí voy, cosa linda.
Antes de llegar a su lado, él levanta la vista y nuestras miradas se cruzan por un instante. No uno, dos instantes. Y luego tres...
Me mira a los ojos, luego más abajo, y luego a los ojos de nuevo, pero por alguna razón no me siento incómoda sino halagada. Muy...
-Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarlo? -pregunto con la más encantadora de mis sonrisas.
Él me corresponde, pero la suya no es tan amplia.
-Buenas tardes. Quisiera que un vendedor me explicara las prestaciones de este modelo, por favor.
-Con mucho gusto. Para empezar, el motor es una maravilla de cuatro cilindros que... ¿Qué sucede? -pregunto interrumpiéndome, porque lo veo fruncir el ceño y mover la cabeza, confuso.
-Disculpe, ¿usted me va a explicar lo que le he pedido? Porque de verdad necesito sacarme algunas dudas y no creo que...
Vaya.
Vaya, vaya.
Vaya, vaya, vaya.
Cuando alguien subestima mis capacidades, algo en mi cabeza hace un clic, y me crecen colmillos, garras, y púas muy agudas. Me pongo como el de X-Men, o peor aún.
Le dedico otra de mis estudiadas sonrisas.
-Le explicaré, caballero: yo puedo ayudarlo. Créame que puedo estar a la altura de sus preguntas y dejarlo completamente satisfecho -le aclaro, mientras las púas se preparan para clavarse en la bella carne del espécimen, que ha resultado ser bastante descortés. Pero yo estoy preparada para enfrentar esta clase de escépticos, que subestiman las capacidades femeninas en estas lides.
Me mira. Hace una rara mueca mientras parece evaluar si esto será una pérdida de tiempo o no, seguramente.
-Adelante -me dice con un gesto, y luego se cruza de brazos en una actitud de escucha indolente.
-Gracias por la oportunidad -le respondo, irónica, pero sin dejar de sonreír ni un instante-. Como le decía, este motor es una verdadera joya. Tiene cuatro cilindros, ciento cuarenta caballos de potencia y una aceleración de cero a cien de ocho segundos. Además, su sistema start-stop, le permite ahorrar combustible ya que cuando se detiene en un semáforo o atascamiento, el motor se apaga momentáneamente, y al colocar el cambio, se vuelve a encender...
-Ajá... Y dígame usted: ¿No sufrirá un desgaste prematuro alguna pieza del encendido a causa de este sistema? -me interrumpe en un claro intento de ponerme a prueba.
Pues sí, guapito, aunque no lo creas, sé perfectamente de lo que estás hablando... Y eso que soy mujer.
-Mire, hasta ahora no hemos tenido quejas al respecto. De todos modos, usted tiene la opción de utilizarlo o no. El sistema start-stop se activa voluntariamente desde el panel.
Lo veo dudar aún de mi idoneidad como interlocutora, pero yo le voy a demostrar qué clase de vendedora soy. De las mejores, cielo.
-... aunque estoy segura de que si lo tiene querrá usarlo, por supuesto. No tema, pues los coches que incorporan este sistema, poseen una tecnología superior y varias mejoras con respecto a los comunes, como por ejemplo un motor más robusto y una batería más duradera -le explico, condescendiente al máximo.
Sus ojos parecen decirme touché, sin dudas. Pero su boca dice otra cosa.
-Eso será demasiado para cualquier alternador, y usted no puede asegurar que no falle. Igual no importa. Hábleme de la seguridad, por favor.
-¿Qué es exactamente lo que quiere saber? ¿La cantidad de airbags o si va a sufrir un accidente o no? Porque eso último no lo puedo saber a priori -replico, mordaz. Si quiere que contemplemos todas las posibilidades, debo aclararle que no tengo la bola de cristal y no sé si el alternador fallará algún día, o si se va a matar en un choque.
Lo veo fruncir el ceño de forma tan pronunciada, que de pronto me siento una estúpida. Acabo de perder a un potencial cliente por comportarme como una sabelotodo sin educación.
Contra todos mis pronósticos, él sonríe. Qué linda sonrisa, por Dios. Es ese tipo de sonrisas que te reconcilian con la vida, y por un momento me olvido de que es un machista recalcitrante.
-Sé que tiene muy buenos airbags. Eso salta a la vista -me dice dejándome con la boca abierta, porque se hace evidente que no estamos hablando de la seguridad, sino de mis tetas. Estoy a punto de ruborizarme cuando escucho sonar mi móvil.
Automáticamente dirijo mi mirada hacia mi escritorio. Es el segundo tono que siempre atiendo. Ay no, papá. Ahora no...
Mi padre tiene ochenta y seis años y está en un hogar para adultos mayores a unos trescientos kilómetros de aquí. Suele meterse en problemas, y cada tanto me llaman para atosigarme con denuncias por su mal comportamiento. ¿Qué será está vez?
¿Se habrá comido todas las vainillas que tenían en stock o habrá dejado abiertos todos los grifos?
Miro al «Señor Sonrisas» y mi decisión está tomada. Que suene todo lo que quiera que yo devolveré la llamada luego.
-Bien... Ya que es evidente que usted conoce del tema, le encantará saber que tiene cuatro. Dos adelante, y dos atrás...
-Imagino que los traseros también son muy buenos -replica, mientras redobla la apuesta sin dejar de sonreír.
No sé si decirle que sí, o darle las gracias. No tengo ni un poquito de dignidad, joder. Tengo que ponerle un freno a esto, porque vamos a desbarrancar.
-Por supuesto. Y si es necesario frenar de improviso, tiene un ABS con EBD muy efectivo.
Se pone uno de los índices sobre la boca. A mí me parece que es para no soltar una carcajada, pero no estoy segura.
Y el móvil vuelve a sonar.
-¡Gabriela, te suena el telefonito! ¿Te lo alcanzo? -pregunta Karina a viva voz.
Me doy la vuelta lentamente y la fulmino con la mirada.
-Estoy con un cliente.
-Vaya a atender. Yo la espero -me dice «el cliente», y no sé por qué, pero siento que ya no imagina nada sobre los airbags traseros pues acaba de verlos. Y también habrá notado que tengo laterales...
Trago saliva y lo enfrento.
-No es necesario. ¿En qué estábamos? Ah, sí. La seguridad...
-Me estaba dejando impresionado con una sobredosis de siglas, y me ha quedado claro lo de los airbags. Podría decirse que estoy convencido, pero necesito algún dato más... Garantía, por ejemplo.
Estoy a punto de hablarle sobre los tres años o cien mil kilómetros, cuando veo que César se aproxima a nosotros.
-Buenas tardes. Disculpen... Gabriela, ven un momento a mi oficina que tengo que hablarte.
Ah, pero mírenlo al señor... Me ve sonreír y exhibir mis airbags ante otro macho apetecible, y quiere marcar territorio.
-En cuanto termine iré -respondo sin mirarlo.
-No, Gaby. Ahora, por favor -replica suavemente y ahí me doy cuenta de que algo no anda bien. Él jamás me llama así... O Gabriela o mami, pero nunca Gaby.
Me hace un gesto, y yo murmuro una disculpa y obedezco.
Antes de llegar, el Señor Sonrisas se borra de mi mente porque dentro de mí una creciente inquietud me dice que ese algo que no anda bien, en realidad anda muy mal.
No me equivoco.
César ni siquiera cierra la puerta, y me lo dice.
-Te estaban llamando al móvil... Llamaron al teléfono fijo.
Tu papá...
Cierro los ojos, y me tapo los oídos. No quiero que me lo diga. Que no me lo diga, por favor, ruego como hace un rato en este mismo lugar pero en una situación muy distinta.
No me lo dice, pero me abraza, y con eso está todo dicho. Me aprieta contra su cuerpo pero esta vez no es con deseo, sino compasión y lástima. Tal vez consuelo. Un consuelo que seguramente jamás encontraré entre sus brazos.
-Lo siento, Gaby. No sabes cuánto... Un infarto.
-¡No!
-Sí... Piensa en que no sufrió. Pasó de un sueño a otro.
Y de pronto, se desata una catarata de llanto que no sé de dónde me sale.
Aferrada a César lloro como una nena, porque así me siento.
Pequeña, sola y desolada. Mi papá...
-No. No puede ser... Papá... -sollozo, muerta de dolor. Y cuando segundos después abro los ojos, a través de la puerta abierta veo que el Señor Sonrisas me observa, y ya no sonríe.
Igual que yo.
♡♡♡
Quince minutos después, salgo del baño. Ya hablé con el sitio donde residía papá y la remota posibilidad de que se tratara de un error se desvaneció. Lloré mucho y sigo llorando, pero lo cierto es que aún no lo creo. Es decir, sé que es verdad, pero hasta que no lo vea...
-Perdóname. Sé que tienes que ir y me gustaría acompañarte pero no puedo...
-No te preocupes, César.
-Tómate todo el tiempo que necesites.
-Sí... -murmuro, mientras me dirijo a mi escritorio y me preparo para lo que me espera de ahora en más: condolencias. Un abrazo atrás de otro. «Lo siento tanto...», «Lo que necesites...», «No sé qué decirte...», «Pobre Ricardo».
No sé si presenciaron la escena del abrazo o si Karina fue la que contestó la llamada, pero lo cierto es que lo saben.
-¿Estás en condiciones de manejar, Gaby? -pregunta Renato poniéndome una mano en el hombro.
-Yo te llevaría, pero aquí somos pocos... -se justifica Marcelo.
-Está todo bien... Puedo manejar, quédense tranquilos...
-les respondo mientras cojo mi bolso, porque realmente no quiero que se preocupen.
Y de pronto, una voz a mis espaldas trae al ex Señor Sonrisas nuevamente a escena:
-Yo la llevaré.
Todas las miradas se centran en «el cliente», incluso la mía.
-¿Perdón? -pregunto, confundida.
-No me parece que esté en condiciones de conducir. Así que yo voy a llevarla adonde usted me indique, ya que nadie puede hacerlo -dice muy tranquilo, como si eso fuese lo más normal del mundo.
Yo abro y cierro la boca, pero no consigo decir nada.
Un desconocido se ofrece a llevarme a un destino que no tiene ni idea de cuál es. Tampoco sabe qué es lo que me hace estar tan mal, que deja dudas sobre mi capacidad de conducir. Es más, no recuerdo haberle dicho siquiera mi nombre, pero se está ofreciendo a llevarme al entierro de mi padre.
No es a cenar, o a bailar, como hubiese deseado. No es a un hotel por horas a escondidas de su mujer. Me quiere llevar adonde yo le diga, y ese lugar es el funeral de mi papá. Se me caen las lágrimas y las dejo correr. Me duele haber perdido a mi papá, y también me conmueve el gesto de este desconocido que quiere ayudarme.
Ay Dios mío. No sé qué decir.
Y no digo nada; más bien hago lo que jamás me imaginé que podía hacer. ¡Lo que es sentirse desprotegida y vulnerable de un minuto al otro!
Ante las miradas de asombro de César, Karina, el guardia de seguridad y los dos vendedores, asiento con la cabeza y camino delante de él.
Y en este momento no puede importarme menos qué es lo que opina de mis airbags traseros.