Cuidarte el alma
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Capítulo 5 5

Despierto lentamente...

Lo primero que veo es un reloj en la pared. Son las seis y cinco.

Lo segundo, dos viejecitos dormitando en un banco de madera con las cabezas unidas y más allá una corona de flores, amarillas y blancas.

De pronto lo recuerdo todo. El interminable desfile para darme las condolencias. Besos en el aire, palmaditas en la espalda, en los hombros, hasta en la cabeza... Palmaditas y palabras apenas murmuradas: «Lo siento mucho», «Mi más sentido pésame»,

«Fuerza, querida». Yo misma las he dicho muchas veces y otras tantas me he sentido una estúpida al hacerlo. La cuestión es que ninguno de los que han venido a despedir a papá, es alguien significativo para mí y dudo de que lo fueran para él. Es más, estoy segura de que si hubiese podido elegir, me hubiese ahorrado este incómodo ritual.

Después de todo, papá sabe y yo también, que el que está en ese cajón no es él. Pero la horda de ancianitos del hogar y los parientes que solo se ven en bautizos, casamientos y velorios, no lo saben. Y por ellos es que he decidido pasar por esto.

Las seis y seis... Pestañeo rápidamente y vuelvo a tomar contacto con el mundo.

Vaya...

Vaya, vaya.

Me doy cuenta de que estoy tendida de lado en un banco de madera, en posición casi fetal, y mi cabeza reposa sobre algo bastante mullido. Miro de reojo... Jeans. Ay, no. Con pasmosa lentitud giro y lo veo. Duerme, igual que yo hace un momento, y su cabeza cae hacia atrás de modo que puedo ver su barba crecida. Los incipientes vellos entrecanos brillan bajo la helada luz del recinto. Ahora son diminutos puntitos blanquecinos; tal vez más tarde sea una verdadera barba rasposa. Me quedo como hipnotizada mirándolo. Desde esta perspectiva destaca su nuez de Adán y su mandíbula cuadrada.

Y duerme con la boca cerrada. Es la primera vez que veo a un hombre hacerlo. Sonrío mientras me incorporo despacio, apoyando mis manos en el banco, y ahora lo observo bien de cerca. Vaya perfil.

Este hombre es... macho. Muy varonil, con un rostro lleno de personalidad. Es atractivo, sí. De hecho me impactó ni bien lo vi en la concesionaria. Pero hay algo más...

Me lo quedo mirando unos segundos, tratando de descubrir por qué me gusta tanto hacerlo, y él arruga la nariz. Sus manos descansan a los lados sobre el banco, y yo lo sigo observando.

Tengo que dejar de hacerlo, lo sé, pero se lo ve tan bien, así, relajado...

Disgustada conmigo misma, sacudo la cabeza con tanta mala suerte, que uno de mis pendientes se desprende de mi oreja y cae.

Ah, mierda. ¿No había otro lugar? El pequeño arito plateado fue a parar al banco, justo entre sus piernas. Ahora no puedo quitar la mirada de... el aro. Ahí está el muy descarado, muy cerca de donde jamás debió caer. Tengo que recuperarlo, así que no lo pienso dos veces y extiendo la mano sin hacer ruido y...

¡Madre de Dios! ¿Cómo es que...? ¿Entonces no estaba dormido? ¿Ha estado despierto todo este tiempo? Y casi me mata del susto cuando por segunda vez en menos de veinticuatro horas, atrapa mi mano y la aprieta. Oprime mis dedos con firmeza, y sus ojos se prenden a los míos. Me siento avergonzada, me siento una estúpida.

Él baja la vista y con la otra mano recupera mi pendiente. Lo levanta y lo mira alzando las cejas. Parece que va a decir algo, pero no.

Me da vuelta la palma, y lo coloca en el centro.

-Te lo pondría, pero no sé cómo... -y de pronto cae en la cuenta de la obviedad del doble sentido, pero no parece cohibido. Sonríe y aclara bajando la voz al mínimo-. Me refiero al pendiente, por supuesto.

Mis mejillas están al rojo vivo, lo sé. Y estoy segura de que también mis orejas, así que me lo guardo en el bolsillo e intento olvidar el incómodo momento. Uno más...

Es que hacer el ridículo ha sido la tónica desde que lo conocí.

Hace unas horas, hubo otro de estos incidentes incendiarios.

Fue en McDonald's. El lugar estaba desierto, solo estábamos él, yo y el silencio.

Después de comer, fui al baño y me lavé la cara y los dientes. Hacía horas que no hacía pipí, así que me descargué con ganas. Mi protector diario era un desastre a esa altura, así que no tuve otra opción que tirarlo al cesto.

Por suerte logró conservar mi ropa interior impecable, pero la noche iba a ser muy larga... No lo pensé demasiado. Apreté el botón, tranqué la puerta, y como pude me lavé.

Lo complicado fue el secado.

Cual si fuese una contorsionista profesional, acerqué mis partes todo lo que pude al aparato de la pared que larga aire caliente. «Secamanos» que le dicen, pero a mí me sería útil para secar otra cosa. Mientras tanto, fabricaba con una larga tira de papel higiénico algo que haría las veces de apósito, ahora que ya no tenía uno.

Estaba en esas maniobras cuando escuché a Andrés al otro lado de la puerta.

-Gabriela, ¿todo bien?

Mierda, mierda. Hasta ese instante iba todo bien.

-Sí... ahora salgo -respondí con la voz ahogada. Pero él no se conformó.

-Abre que quiero comprobarlo.

No podía creer que me estuviera pasando eso. Todavía con mis partes íntimas mojadas y expuestas, intenté subirme las bragas pero se habían torneado con las medias de una forma realmente macabra.

Y él, al otro lado de la puerta, moviendo el picaporte e insistiendo.

-Gabriela, si no abres esta puerta ahora, la abriré yo de un puntapié.

Parecía bastante decidido así que entreabrí la puerta unos veinte centímetros, y asomé la cabeza ocultando el cuerpo detrás de ella.

-¿Satisfecho? ¿Qué pensabas que podía estar haciendo en un baño?

Se veía culpable, así que la satisfecha terminé siendo yo.

-Pensé que... Pensé que te sentías mal.

Me lo dijo de una forma que no supe si golpearlo o darle un beso.

-No, estoy perfec... -y de pronto me di cuenta, y casi morí. Estaba con el culo al aire, y eso no sería lo más grave porque la puerta me cubría dejando a la vista solo mi cabeza. Pero, resultaba que detrás de mí, tenía al maldito espejo del maldito lavabo...

¡Joder! Se la cerré en la cara, roja de vergüenza. ¿Habrá visto algo? ¡Quería que la tierra me tragase!

-Estoy... muy bien... Saldré... enseguida... -le dije jadeando. Si tenía dudas sobre mi estado de salud, mi loco comportamiento le indicó que lo mío no pasaba por el cuerpo, sino por la cabeza.

Momentos después salí con ella en alto, y la moral por el suelo. Si algo vio no sé le notó, pero la mortificación todavía me acompaña.

Y ahora se le suma esto. ¡Cómo se me ocurre intentar recuperar mi pendiente de esa forma! ¿Y si lo hubiese rozado? Definitivamente no estoy bien.

Y no es para menos.

Minutos después, comienzan los consabidos movimientos que indican que esto llega a su fin.

Todo ocurre bastante rápido. Es triste, muy triste. La muchedumbre de viejecitos sale de no sé dónde, y todos caminamos al cementerio. Queda demasiado cerca para un despliegue de vehículos fúnebres, así que seis hombres fuertes se encargan del féretro. Entre esos seis, está Andrés.

Ver a este hombre que apenas conozco, cargar el cajón donde descansarán los restos de mi padre, me conmueve más que el hecho en sí de despedirlo.

Y cuando terminan de sepultarlo, siento por tercera vez su mano en la mía. En esta ocasión me la toma suavemente, y me acaricia el dorso con el pulgar. Muy a mi pesar soy consciente de cada movimiento, y las emociones me desbordan. Lo enfrento y cierro los ojos. Apoyo mi frente en su mentón, mientras las lágrimas vuelven a mí.

Y una vez más, termino moqueando en su solapa como una niña, sola, desamparada y triste, porque por fin ha caído en la cuenta de que ya no verá más a su papá.

El consuelo viene de Andrés, por supuesto.

-No te olvides de que él te está cuidando.

Entonces levanto la cabeza y cojo el pañuelo que siempre tiene listo para mí desde que me he convertido en una fábrica de mocos y lágrimas, y asiento.

Su forma de contenerme es efectiva, y tomo la decisión consciente de cerrar este doloroso capítulo en ese instante y en ese lugar.

Camino sin prisa y me subo al coche.

Quiero despegarme de la muerte, porque la vida me espera a trescientos kilómetros de aquí, en la ciudad, junto a mis hijos.

Los tengo a ellos, así que nada puede ir mal.

Además, ahora cuento con mi viejito bien cerquita, cuidando mi alma.

Y quizás también tenga algo más.

♡♡♡

Decisiones. En el viaje de regreso, me sorprendo tomando decisiones.

¿Será el momento? No lo sé; la cuestión es que César podrá seguir formando parte de mi vida profesional, pero no de mi vida personal.

¿Si eso tiene que ver con la aparición de Andrés en ella? Tal vez en parte. Pero creo que más tiene que ver con darme cuenta de que en los trances difíciles estoy más sola que la una.

César fue una dulce venganza en su momento. Luego, un incentivo para pasar las largas y tediosas horas en el negocio. Y últimamente era la descarga que necesitaba de cuando en cuando, para evitarme el trabajo de «hacerme la linda» y conseguir a alguien que le diera una alegría a mi cuerpo.

Comodidad, eso es. Lo tengo a mano, es bastante bueno y no significa un peligro para mi soltería recalcitrante.

Pero ya no.

Ah, Gaby... Asúmelo, es porque albergas la esperanza de tener algo con Andrés. Sí, algo. ¿Pero qué? ¿Otra vez ser «la otra»?

¿Es que no hay más opciones? O eres la cornuda o eres la amante. Y bueno, prefiero ser la amante.

¿No habrá otra cosa? Amistad, por ejemplo. Compañía.

Cariño. ¿Y el sexo?

Mientras eso siga siendo lo que guíe mis pasos, haré elecciones lamentables. Ha llegado la hora de descubrir algo distinto en el relacionamiento de un hombre y una mujer. Me gustaría conocer a Andrés, pero en serio. Ojalá podamos continuar esto. No tengo idea de lo que es, pero sí sé que debería evitar un encuentro sexual a como dé lugar. Eso contando con que él quiera algo así.

La verdad es que no sé lo que quiere. Lo más probable es que todo se termine en el estacionamiento cuando tome posesión de su vehículo, y yo del mío.

No me gusta... La idea de no volver a verlo me altera. Él me altera. Y de pronto me doy cuenta de por qué.

Es la primera vez que alguien toma las riendas de mi vida, y encima lo estoy disfrutando. ¡Mierda!

Le he dado el mando a un hombre. Le di el volante, y con él también la potestad de marcarme el rumbo. Lloré cuando él me lo dijo, comí cuando él me lo ordenó, hice mis llamadas cuando él lo consideró prudente.

Dejé de hacerme preguntas porque él me lo aconsejó así.

¡Hasta me soné la nariz a instancias suyas!

¡No! Ya no. No necesito que me cuide; para eso está mi duende. Le agradezco su actitud solidaria, pero no ese velado intento de control que yo alcanzo a vislumbrar. Todo en mí se rebela y ya no soporto más la tensión. Por algún lado tiene que explotar.

-Detén el coche.

Me mira como si estuviese loca, y quizá sea así, pero no me hace caso y sigue conduciendo como si nada.

-Quiero conducir yo -insisto tercamente, pero él continúa ignorándome.

Entonces le pongo la mano en el brazo y repito con firmeza:

-Te he dicho que te detuvieras, Andrés. Voy a conducir lo que queda del trayecto.

-Estás cansada.

-Tú también.

Me mira con el ceño fruncido y mueve la cabeza. Se arrima al borde de la ruta y finalmente se detiene y apaga el coche.

Desciende bruscamente dando un portazo y yo hago exactamente lo mismo. Nos cruzamos por delante del coche y por un momento nuestros ojos se encuentran. Le dirijo una de mis miradas más rudas, y me sorprendo al ver que su rostro está raro.

¿Raro? Parece como si estuviese tentado de la risa. Ya le voy a enseñar yo lo que es una mujer segura de sí, y no una marioneta.

Me subo y me pongo el cinturón de seguridad.

Andrés está recostado en el capó. ¿Es que no piensa subir? ¿Así que esas tenemos? Voy a dar una marcha atrás tan rápida, que se va a caer de culo y yo me haré pipí de la risa.

Pero cuando intento arrancar me encuentro con la sorpresa de que la llave no está.

¡Qué caradura! Se está riendo de mí... Levanto la vista y tengo ganas de matarlo cuando la veo enganchada en su dedo índice, que me muestra sin ningún pudor. Ni siquiera se ha dado la vuelta para hacerlo, solo se limitó a extender el brazo para que la viera.

Desciendo despacio. Camino despacio. Y cuando finalmente llego a él, me pongo enfrente y lo miro, severa.

-La llave -le pido tendiendo la mano, mientras muerdo cada una de mis palabras.

Y él sonríe de esa forma desarmante, y hace lo inimaginado.

Se la pone en uno de los bolsillos delanteros de su jean y me dice:

-Ven a buscarla si quieres, Gabriela. Pero no te lo aconsejo, ya que hace exactamente... -mira su reloj y luego continúa:

-... veintisiete horas que no me ducho.

Lo dicho, es un reverendo hijo de puta. Lucho con las ganas de reírme, de verdad lo hago. Pero no consigo ganarles.

Empiezo con mueca... Me muerdo el labio. Y finalmente exploto. No es una franca carcajada, pero es algo más que una sonrisa.

-Eres un tonto... -es lo único que alcanzo a decir. Pero él replica algo que... ¡Y la forma en que lo hace! Alza sus manos y me dice en lenguaje de señas:

«Eres hermosa cuando sonríes»

Paradójicamente, mi risa desaparece...

Vaya.

Vaya, vaya, vaya.

Eso es un piropo, no hay dudas. ¿Lo es? Ay, Dios mío. Lo que más me sorprende es que no lo expresó de la forma tradicional, con los signos de «linda» y «sonrisa», sino que usó el alfabeto manual, formando cada una de las letras con asombrosa rapidez.

Y aun así lo he entendido, y él lo supo. Sonrió satisfecho y yo bajé la mirada.

Nunca me he sentido turbada por un elogio, pero este... Y lo peor de todo es que no adivino una intención ulterior detrás de esas palabras.

Sí, eso es lo peor. ¿Siempre mis buenos propósitos serán así de efímeros? Me muero de ganas de hincarle el diente. ¡Basta, Gaby, basta!

Y como una niña regañada, regreso al asiento del acompañante y me pongo el cinturón. Él también se sienta y le da arranque, pero antes de movernos me dice:

-A veces dejarse llevar no es tan malo.

No sé si se refiere a algo estrictamente automovilístico, o es una metáfora. Y si es esto último ¿se referirá al apoyo moral o a...?

No intento averiguarlo. Enciendo la radio y me acomodo para disfrutar de un poco de música.

¡Lo que me faltaba! La guinda del pastel...

«Hace falta que te diga/que me muero por tener algo contigo...», canta Vicentico. Adoro esa versión... ¡Tiene que ser una señal!

Suspiro... ¿Intentar una amistad? ¿Madurar mi actitud con respecto a los hombres y el sexo? ¿Buenos propósitos, Gabriela?

A la basura, como siempre. Y que el destino decida.

                         

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