El despertador sonó y él estiró el brazo para apagar la alarma; hacía rato que estaba despierto pero no quiso levantarse hasta que sonara, con los ojos fijos en el techo, pensando. A su lado, su esposa se despertó también y volteó hacia él, poniendo su brazo sobre su pecho y acariciando el escaso vello que tenía.
–¿No quieres levantarte? –le preguntó ella, viendo que no hacía movimiento alguno para pararse–. Hoy es tu primer día en tu nuevo trabajo y no deberías llegar tarde.
–Sí, lo sé –contestó él, acariciando a su vez la mano de ella–. Según Thomas, hoy debo llevarlo a él y a su esposa a consulta médica, como a las nueve de la mañana.
–Debes agradecerle a Thomas que te haya recomendado para este trabajo, él te aprecia mucho.
–Sí, oficialmente hoy pasa a retiro, el pobre anciano ya no puede conducir, a pesar de que no quería reconocerlo. El señor Hicks le insistió mucho, y finalmente aceptó.
–Tenemos que hacerle a él y a Laura una cena de agradecimiento.
–Espero que la paga sea buena, tenemos muchas deudas, en especial el arriendo, ya debemos tres meses. El casero ha sido muy considerado al darnos más tiempo.
–Ya verás que es buena, trabajarás para uno de los hombres más ricos y poderosos de Nueva York, y tal vez del país.
–Eso es lo que me asusta, ¿sabes? No sé si pueda desenvolverme en ese mundo de ricos y gente estirada.
Ella soltó una risita.
–¿Qué es lo gracioso? ¿Te burlas de mí?
–No, mi amor, es que estás pensando que estarás todo el tiempo con esa gente; solo serás el chofer del señor Hicks, no creo que te codees mucho con ellos.
–Bueno, igual estoy un poco nervioso. Espero hacer todo bien, y agradarle al señor Hicks.
Dicho eso se levantó y fue al baño a darse una ducha, mientras su esposa se acurrucaba contra la almohada de él, aprovechando a dormir un poquito más hasta que saliera del baño.
Bernard Sullivan y su esposa Margaret eran un matrimonio feliz y estable; él ya tenía treinta y cuatro años y ella treinta, con tres de casados. A pesar de las dificultades, habían logrado consolidar su amor y seguir adelante juntos, manteniendo un poco de optimismo y esperanza por un futuro mejor. La primera dificultad que enfrentaron fue el estar solos en una ciudad inmensa, despiadada y feroz como lo es Nueva York, pues ambos provenían de un pequeño pueblo al norte de Arkansas y luego de casarse, decidieron buscar mejores oportunidades de desarrollo y crecimiento económico, eligiendo a la gran manzana como la ciudad donde las encontrarían.
Ese era su primer año allí, y las mejores oportunidades, así lo creían, aún no se les presentaban, procurando sobrevivir con pequeños trabajos que muy poco contribuían a la economía familiar. Ella, dedicada a ser mesera medio día en un pequeño café, y él como oficial de seguridad en una tienda de empeños gracias a su estatura y corpulencia adquirida como Navy Seal en su paso por la marina.
La pequeña casita donde vivían la habían alquilado con los pocos ahorros que tenían, y el sustento diario lo conseguían con la poca paga que sus trabajos les aportaban. Afortunadamente, contaban con el apoyo de muchos de sus vecinos, entre ellos la pareja de ancianos que vivían a su lado, Thomas y Laura Peterson, quienes los veían como los hijos que nunca tuvieron. El viejo Thomas era el chofer de un importante hombre de negocios, trabajándole durante treinta años y ganándose su afecto al punto de ofrecerle un retiro digno y sin preocupaciones. Viéndose ya retirado, el anciano propuso a Bernard para ocupar su puesto ante el señor Hicks, su patrón, y éste aceptó de buena manera, ofreciéndole comenzar de inmediato.
Y allí estaba, en su nuevo trabajo, y conduciéndole al que sería de ahora en adelante su jefe, algo nervioso e inquieto, pues no había trabajado antes como chofer.
Nathan Hicks no era lo que Bernard esperaba, su amigo Thomas nunca se lo describió y por alguna extraña razón pensó que era también un anciano. Pero para su sorpresa, Nathan Hicks era un hombre joven, de cuarenta y dos años, de aspecto enérgico y bien cuidado, propio de un acaudalado hombre de negocios. Al principio pensó que se encontraría a un déspota e implacable billonario, acostumbrado a maltratar a todo aquel que no estuviera a su nivel y que conseguía todo lo que quería. Pero Nathan Hicks no era ni remotamente eso, más bien se mostraba atento y cordial con todos, y especialmente amoroso con su esposa, cosa de lo que Bernard se dio cuenta cuando los llevaba a consulta médica.
La fortuna de Nathan Hicks provenía del negocio de la minería, específicamente del oro y diamantes, y de una extensa cadena de joyerías a lo largo de todo el país, con su sede principal y centro de operaciones en Nueva York. Su empresa, la Southern Hilltop Gold, se encontraba entre las diez principales empresas mineras con sede en los Estados Unidos, con una larga e interesante historia en el área desde comienzos del siglo XX, y que tradicionalmente era manejada por las familias Hicks y Randall, las cuales poseían el sesenta y cinco por ciento de las acciones de la misma, y a cuya cabeza se encontraban Nathan Hicks, su hermana Rebeca y el primo de éstos, Louis Randall, un hombre implacable para los negocios y con una personalidad despreciable y egocéntrica, capaz de llevarse por delante a quien se le atravesase en su camino.
La hermana de Nathan, Rebeca, se encontraba constantemente fuera del país, disfrutando de la vida y su fortuna en viajes y placeres exóticos, sin más preocupación que la de cambiar de amante cada cierto tiempo, una vez que el de turno ya no le es de utilidad para satisfacer sus caprichos y excentricidades en la cama. Era la despreocupada de la familia, sin tiempo ni ganas para dedicarse al negocio familiar, el cual Nathan lideraba exitosamente.
Habían llegado al consultorio médico, ubicado en la quinta avenida. Bernard vio el nombre: Centro de Fertilidad de Nueva York, y de inmediato se dio cuenta de que Nathan y su esposa tenían problemas para tener hijos. Viendo su expresión de sorpresa mientras les abría la puerta del Bentley, Nathan le palmeó el hombro luego de salir del vehículo.
–Sí, Bernard –le dijo–. Ahora también lo sabes, pero te voy a decir algo: es un secreto. Luego hablo contigo.
Dicho eso, él y su esposa entraron al centro de fertilidad, mientras Bernard se preparaba para esperar a sus nuevos patrones.