Grandes Esperanzas
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Capítulo 8 Capitulo 8

Pero cuando vi que Joe abría sus azules ojos y miraba a todos lados con el mayor asombro, los remordimientos se apoderaron de mí; pero eso tan sólo ocurría mientras le miraba a él y no cuando fijaba mi vista en los demás. Con respecto a Joe, y tan sólo al pensar en él, me consideraba a mí mismo un monstruo en tanto que los tres discutían las ventajas que podría reportarme el favor y el conocimiento de la señorita Havisham. No tenían la menor duda de que ésta «haría algo» por mí; sus dudas se referían tan sólo a la manera de hacer este «algo». Mi hermana aseguraba que recibiría dinero.

El señor Pumblechook creía, más bien, que como premio se me pondría de aprendiz en algún comercio agradable, por ejemplo en el de cereales y semillas. En cuanto a Joe, discrepó de los dos al sugerir que quizá me regalara uno de los perros que se pelearon por las costillas de ternera.

- Si eres tan tonto que no tienes otras ideas más aceptables- dijo mi hermana- vale más que te vayas a continuar el trabajo.

Joe se apresuró a obedecer.

Cuando el señor Pumblechook se hubo marchado y cuando mi hermana se entregaba a la limpieza de la casa, yo me dirigí a la fragua de Joe y me quedé con él hasta que terminó el trabajo del día. Entonces me decidí a decirle:

-Antes de que se apague el fuego, Joe, me gustaría decirte algo.

- ¿De veras, Pip? -preguntó Joe acercando a la fragua el banco de habla. ¿Qué es ello, Pip? -Mira, Joe- dije agarrándome a una manga de la camisa que tenía... yendo a retorcerla

entre mis dedos. -¿Te acuerdas de lo que he dicho acerca de la señorita Havisham?

- ¿Que si me acuerdo? -exclamó Joe-. ¡Ya lo creo! ¡Es maravilloso!

-Pues mira, Joe. Nada de eso es verdad.

- ¿Qué me cuentas, Pip?- exclamó Joe con el mayor asombro-. ¿Acaso quieres decirme que...? - Sí. No son más que mentiras, Joe.

-Pero supongo que no lo será todo lo que dijiste. Casi estoy seguro de que no vas a decirme que no existe el coche tapizado de terciopelo negro.

Y a la vez que yo movía negativamente la cabeza, añadió:

- Por lo menos estaban los perros, ¿verdad, Pip? Seguramente, si no les sirvieron costillas de ternera, perros sí habría.

- Tampoco, Joe.

- ¿Ni un perro?- preguntó é-l. ¿Ni un cachorro?

-No, Joe. No había nada de eso.

Mientras miraba tristemente a Joe, éste me contemplaba con el mayor desencanto.

-Pero, Pip, no puedo creer eso. ¿Por qué lo has dicho?

- Lo peor, Joe, es que no lo sé.

-Es terrible-exclamó Jo-e. ¡Espantoso! ¿Qué demonio te poseía?

- Lo ignoro, Joe- contesto la manga de la camisa y sentándome en las cenizas, a sus pies y con la cabeza inclinada al suelo.- Pero me habría gustado mucho que no me hubieses enseñado a llamar «mozos» a las sotas y también que mis botas fuesen menos ordinarias y mis manos menos bastas.

Entonces conté a Joe que era muy desgraciado, y que no me sentí con fuerzas para explicarme con la señora Joe y con el señor Pumblechook, que tan mal me trataban, y que en casa de la señorita Havisham había una joven orgullosa a más no poder, quien dijo que yo era muy ordinario, y como comprendí que el calificativo era justo, me disgustaba sobremanera haberlo merecido. Y ése fue el origen de las mentiras que conté, aunque yo mismo no podía comprender por qué las había dicho.

Éste era un caso de metafísica tan difícil para Joe como para mí. Pero él se apresuró a extraerlo de la región metafísica y así pudo vencerlo.

- Puedes estar seguro de algo,- Pip dijo Joe después de reflexionar un rayo- es que las mentiras no son más que mentiras. Siempre que se presentan no debieran hacerlo y proceden del padre de la mentira,

portándose de la misma manera que él. No me hables más de esto, Pip. Éste no es el camino para dejar de ser ordinario, aunque comprendo bien por qué dijeron que eras ordinario. En algunas cosas eres extraordinario. Por ejemplo, eres extraordinariamente pequeño y un estudiante soberbio.

- De ninguna manera, Joé- contesté-. Soy ignorante y estoy muy atrasado.

- ¿Cómo quieres que crea eso, Pip? ¿Acaso no vi la carta que me esacnroibcihsete? Incluso estaba escrita en letras de imprenta. Bastante me fijé en eso. Y, sin embargo, puedo jurar que la gente instruida no es capaz de escribir en letras de imprenta.

-Ten en cuenta, Joe, que sé poco menos de nada. Tú te haces ilusiones. No es más que eso.

- En fin, Pip- dijo Joe-. Tanto si es así como no, es preciso ser un escolar ordinario antes de llegar a ser extraordinario. El mismo rey, sentado en el trono y con la corona en la cabeza, sería incapaz de escribir sus actas del Parlamento en letras de imprenta si cuando no era más que príncipe no hubiese empezado a aprender el alfabeto. Esto es indudable añadió moviendo significativamente la cabeza. Y tuvo que empezar por la A hasta llegar a la Z, y estoy seguro de eso, aunque no lo sepa por experiencia propia. Había cierta esperanza en aquellas sabias palabras, y eso me dio algún ánimo.

- Además, creo- prosiguió Joe- que sería mejor que las personas ordinarias siguiesen tratando a las que son como ellas, en vez de ir a jugar con personajes extraordinarios. Eso me hace pensar qué, por lo menos, se podrá creer que en aquella casa haya siquiera una bandera.

- No, Joe.

- Pues créeme que lo siento mucho, Pip. Podemos hablarnos con franqueza, sin el temor de que tu hermana se irrite. Y lo mejor será que no nos acordemos de eso, como si no hubiese sido intencionado. Y ahora mira, Pip. Yo, que soy buen amigo tuyo, voy a decirte una cosa. Si por el camino recto no puedes llegar a ser una persona extraordinaria, jamás lo conseguirás yendo por los caminos torcidos. Ahora no les cuentes más mentiras y procura vivir y morir feliz.

- ¿No estás enojado conmigo, Joe?

- No, querido Pip. Pero, teniendo en cuenta que tus mentiras fueron extraordinarias y que hablaste de costillas de ternera y de perros que se peleaban, yo, que soy buen amigo tuyo, te aconsejaré que cuando te vayas a la cama no te acuerdes más de eso. Es cuanto tengo que decirte, y que no lo hagas nunca más.

Cuando me vi en mi cuartito y recé mis oraciones, no olvidé la recomendación de Joe, pero, sin embargo,

mi mente infantil se hallaba en un estado tal de intranquilidad y de desagradecimiento, que aun después de mucho rato de estar echado pensé en cuán ordinario hallaría Estella a Joe, que no era más que un pobre herrero, y cuán gruesas y bastas le parecerían sus manos y las suelas de sus botas. Pensé, entonces, en que Joe y mi hermana estaban sentados en la cocina en aquel mismo momento, y también en que tanto la señorita Havisham como Estella no se habrían sentado nunca en la cocina, porque estaban muy por encima del nivel de estas vidas tan vulgares. Me quedé dormido recordando lo que yo solía hacer cuando estaba en casa de la señorita Havisham, como si hubiese permanecido allí durante semanas y meses, en vez de algunas horas, y cual si fuese asunto muy antiguo, en vez de haber ocurrido aquel mismo día.

El cual fue memorable para mí, porque me hizo cambiar en gran manera. Pero siempre ocurre así en cualquier vida. Imaginémonos que de ella se segrega cualquier día, y piénsese en lo diferente que habría sido el curso de aquella existencia. Es conveniente que el lector haga una pausa al leer esto, y piense por un momento en la larga cadena de hierro o de oro, de espinas o de flores, que jamás le hubiera rodeado a no ser por el primer eslabón que se formó en un día memorable.

            
            

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