–No hay puerta y nadie la ha visto.
Además, esto no le concierne a usted. Ahora haga el favor de irse a jugar y no ande metiendo la nariz en donde no debe. Dejó de cavar, se echó la pala al hombro y partió sin siquiera darle una mirada para despedirse de ella.
"Que señor tan extraño, supongo que es porque el azulejo se fué..." se dijo a sí misma. Después de recorrer un poco más los jardines, se fué a su habitación, caminando se preguntaba si podría algún día salir a pasear por el pueblo y conocer más de Mérida, no quería pasar todos los días encerrada en la mansión o limitándose a ver sólo los jardines. Al llegar a su cuarto no vió a Mariana por ningún lado, lo que la entristeció, pues quería escuchar más de sus historias. Jennie se sentó a descansar en la ventana con asiento, viendo el paisaje y pensando detenidamente.
Los primeros días que Jennie Nieves García pasó en la mansión de su tío, fueron todos iguales. Temprano en la mañana, miraba por la ventana y aunque no le atraía salir al jardín helado y ventoso, prefería bajar antes que quedarse en su habitación, donde no tenía nada que hacer. Sin que ella se percatara, caminar rápido, y correr por los senderos y la avenida luchando contra el fuerte viento, la hacía olvidar el frío, a la vez que sus pulmones se llenaban de aire fresco, fortaleciendo su cuerpo, coloreando sus mejillas y dando brillo a sus ojos.
Pocos días después, Jennie despertó una mañana muy hambrienta. A la hora del desayuno, miro con apetito al plato de avena que le ofrecía Mariana, tomó la cuchara y se lo comió todo.
–Parece que le gustó el desayuno –dijo Mariana sonriendo.
–Es que está muy bueno –contestó la niña sonriendo un poco.
–Es el aire del páramo que la está fortaleciendo y le da hambre. Siga jugando en el jardín y verá que pronto se recuperará de todo lo que le ha pasado.
–Yo no juego, no tengo con qué jugar –dijo Jennie tristemente–.
–¡Que no tiene con qué jugar! –exclamó Mariana–. Mis hermanos juegan hasta con palos y piedras o corren y gritan mostrando las cosas que van descubriendo.
Jennie no gritaba, pero sí observaba cuanto había a su alrededor. Caminaba de un lugar a otro y en ocasiones buscaba a Johan Rivera, a pesar de que, al verla acercarse, parecía estar siempre ocupado o ponía cara de pocos amigos. Incluso tomaba la pala y cavaba, como si lo hiciera a propósito para no hablarle.
El lugar preferido de Jennie era el sendero alrededor del alto muro que no tenía puerta de entrada. La muralla, cubierta de hiedras podadas y muy bien mantenida, conservaba un trecho de hojas obscuras que daba la impresión de haber sido olvidado por el jardinero. Pocos días después de su primera conversación con Johan, la niña estaba observando el muro cuando un soplo de viento movió una rama y vio brillar algo azul y brillante. Posado en la parte alta y con la cabeza inclinada hacia ella, se encontraba el azulejo de Johan.
-¡Oh! –gritó–. ¿De verdad eres tú?
Habló con toda naturalidad, dando por descontado que el pajarito la entendía y aun más, que éste le respondería. El azulejo le contestó gorjeando y brincando sobre el muro. Jennie pensaba que aún cuando no se expresaba con palabras, entendía lo que decía.
–¡Buenos días! ¿No te parece que el viento y el sol están espléndidos hoy? ¿Por qué no saltamos juntos? ¡Vamos, hazlo!
Jennie empezó a reír, y mientras el azulejo volaba a cortos trechos sobre el muro, ella corría a la par que él.
–¡Me agradas! ¡Me agradas mucho! –gritó, imitándolo, al mismo tiempo que cantaba y trataba de silbar. El azulejo, muy satisfecho, cantaba y silbaba a su vez. Por fin, el pajarito extendió sus alas y, bruscamente, voló a la cumbre del árbol siempre cantando con fuerza.
Al oírlo, Jennie recordó la primera vez que lo vio posado sobre el árbol tras el muro. En esa oportunidad ella estaba en la huerta, en cambio ahora se encontraba en el sendero que corría paralelo al muro. Pero desde ambos puntos, tras la muralla se veían los mismos árboles.
"El azulejo vive en el valle al que no se puede entrar –se dijo–. ¡Cómo me gustaría conocerlo!"
De inmediato corrió al lugar en donde había estado la primera mañana y alcanzó a ver al azulejo en el momento en que éste abría sus alas para salir volando.
"¡Es el valle, estoy segura de ello!", murmuró.
Caminó observando cuidadosamente el muro en toda su extensión, sin encontrar puerta alguna.
"Es muy extraño –pensó–. Johan Rivera dijo que no había puerta y es así; pero hace diez años existía una entrada, puesto que mi Tío Alberto enterró la llave".
Se interesó tanto en este problema que ya no lamentaba tener que vivir en la mansión de su tío. Por otra parte, en donde vivía antes hacía mucho calor; en cambio, el frío del páramo le hacía sentir reconfortada y todas las cosas que la rodeaban llamaban su atención.
Pasó el día entero al aire libre y cuando esa noche se sentó a comer tenía hambre, y se sentía somnolienta y muy a gusto. Ni siquiera se molestó por la larga charla de Mariana; al contrario, le agradaba y se preparaba para hacerle una pregunta cuando terminara de cenar.
–¿Por qué mi tío Alberto odia el valle? –preguntó.
Con su acostumbrada sencillez, Mariana se sentó junto a la niña al calor del hogar.
–¿Todavía piensa en el valle? Sabía que le sucedería. A mí me pasó lo mismo cuando recién llegué aquí.
–¿Y por qué lo odia? –volvió a preguntar Jennie.
Mariana trató de distraer a la niña hablando de otras cosas pero, ante su insistencia, le contó todo lo que sabía:
–La verdad es que si no fuera por ese valle el señor no sería tan extraño como es. Era el valle en que la señora se la pasaba la mayoría del tiempo, apenas se casó y mudó a la mansión, empezó a plantarle muchas flores, a ella le gustaban mucho y ambos cuidaban de ellas, pues ningún jardinero podía entrar en él. Cerraban la puerta y los dos permanecían ahí, leyendo o conversando. Ella, que era una joven delgada, solía sentarse en la rama de un viejo árbol sobre el cual trepaban las rosas. Un día, esa rama se quebró y la señora cayó y se hirió tan gravemente que el accidente causó su muerte. El señor quedó desesperado y los doctores temieron que se volviera loco o que también muriera. Esa es la razón por la cual odia el valle y no permite que nadie entre o hable de él.
Jennie quedó impresionada, y no hizo más preguntas. Mientras miraba el fuego, escuchaba cómo silbaba y rugía el viento. Se sentía bien pensando en las cosas buenas que le habían sucedido desde que llegara a esa mansión: conversaba con el azulejo, corría contra el viento, tenía apetito y una dulce mucama a su lado.
Junto con escuchar cómo silbaba el viento, oyó algo más. No sabía lo que era, porque en un principio apenas distinguía ese sonido. Era muy curioso, como si en algún lugar llorara un niño, pero, en ocasiones, también el viento llora. Siguió escuchando y, al poco rato, Jennie estuvo segura de que alguien lloraba muy lejos, pero dentro de la casa. Se volvió hacia Mariana y preguntó:
–¿Oyó llorar?
Repentinamente Mariana se confundió.
–No –contestó–. Es el viento. A veces suena como si alguien se lamentara por sentirse perdido.
–Pero escuche –dijo Jennie–. Es alguien en la casa, en uno de los corredores.
En ese momento en el piso bajo se abrió una puerta y una ráfaga de viento cruzó por el corredor abriendo violentamente la puerta de la habitación en que se encontraban. Ambas saltaron de sus asientos, en el instante en que se apagaban las luces y el llanto se escuchaba más claro que nunca.
–¡Escuche! –dijo Jennie-. Le dije que alguien está llorando, y es un niño.
Mariana corrió a cerrar la puerta con llave. Al mismo tiempo se escuchó que alguien cerraba otra puerta de un golpazo. Luego todo quedó en calma, incluso por un momento el viento dejó de rugir.
–Es el viento –dijo Mariana tercamente–, o quizás, la ayudante de cocina que ha estado todo el día con dolor de muelas.
Pero algo preocupaba y molestaba a Mariana, pues la niña, al mirarla fijamente, tuvo la impresión de que ella no estaba diciendo la verdad.