Ellas fueron las únicas pasajeras, fue un vuelo exclusivo, al parecer los padres de Jennie eran muy selectivos cuando se trataba de quién compartiría el mismo aire que su hija. El piloto se acercó amablemente a saludarlas y les dijo:
–Señoritas, el taxi las está esperando.
A Jennie le gustó mucho el taxi, lo mismo con el simpático taxista que la ayudó a subir y que, luego de cerrar la puerta empezó a conducir. A la niña también le agradó el confortable y acolchado asiento, pero, como no quería volver a dormir, prefirió mirar por la ventana, ansiosa de observar el camino que la llevaría hasta ese extraño lugar al cual se dirigían. El ama de llaves se había quedado silenciosa, mirando a la pequeña pensando en lo extraña que era. Jennie sentía cierto temor ante lo que podía sucederle en una casa situada al borde del páramo y con cincuenta habitaciones, la mayoría bajo llave.
Repentinamente le preguntó a su acompañante.
–¿Qué es un páramo?
–Espere diez minutos más, acérquese a la ventana y lo verá –contestó la mujer–. Antes de llegar a la casa tenemos que recorrer unas cinco millas a través del páramo. Sin embargo, para ese entonces, estará oscuro y no podrá apreciarlo con claridad, pero algo logrará ver.
La niña no hizo más preguntas. En la oscuridad de su rincón esperó ansiosamente sin despegar los ojos de la ventana. A través de ella sólo podía vislumbrar ciertos detalles del camino con los rayos de luz que proyectaban los faros colocados a ambos lados del taxi. Luego de abandonar el aeropuerto, habían cruzado un pequeño pueblo en el que se distinguían las luces. Pronto pasaron frente a la iglesia y la casa parroquial y cruzaron una o dos tiendas cuyos escaparates exhibían juguetes, dulces y una gran variedad de artículos. Al dejar el pueblo, se encontraron en la carretera a cuyos lados sólo se veían árboles. Nada más despertó el interés de Jennie durante el trayecto que le pareció muy largo.
Súbitamente, cambiaron de velocidad. Ahora marchaban con lentitud, como si fueran subiendo un cerro. Poco después, incluso los árboles desaparecieron de la vista. Como Jennie no percibía nada, excepto la densa oscuridad que la rodeaba, se inclinó hacia adelante presionando su cara contra el vidrio. En ese momento, el taxi se sacudió.
–¡Eh! Seguro que ya llegamos al páramo –dijo la señora López.
Las luces del taxi alumbraban con luz ámbar el áspero camino que parecía haber sido abierto entre matorrales y pequeños arbustos, y que su superficie se extendiera hacia el infinito. Mientras tanto, el viento soplaba produciendo un sonido salvaje e impetuoso.
–Esto no es el mar, ¿verdad? –preguntó Jennie un poco confundida, volviéndose hacia su compañera.
–No, no lo es –contestó el ama de llaves–. A lo lejos hay montañas, lagunas y riachuelos.
–Siento una sensación como si estuviera en medio del mar; al menos suena como si lo fuera –dijo Jennie.
–Es el viento que sopla a través de los matorrales –dijo la señora López–. A mí me parece salvaje y monótono, pero para muchas personas este lugar es muy hermoso, especialmente por el frailejón, es una planta muy importante para los ecosistemas de los páramos, ya que absorben la humedad de la niebla y la conducen al suelo a través de sus tallos.
Por largo tiempo siguieron su camino en medio de la oscuridad y aunque la lluvia se detuvo, alrededor del taxi silbaban ráfagas de viento que producían extraños sonidos. El camino subía y bajaba y en varias ocasiones el coche cruzó pequeños puentes bajo los cuales corría el agua vertiginosamente, Jennie tenía la impresión de que el camino no terminaría nunca, y que el ancho y desolado páramo era un extenso océano que cruzaban a través de una seca franja de tierra.
–No me gusta. Es muy solitario y frío –se dijo, apretando firmemente sus labios carmín.
Al fin, después de subir una pequeña loma, vieron una luz. El ama de llaves suspiró profundamente con alivio.
Poco más tarde, el taxi traspasaba las rejas del parque; pero aún quedaban dos millas por recorrer antes de llegar a la casa. El camino de entrada estaba bordeado de altos árboles cuyas ramas se entrecruzaban en la cima y daban la impresión de una larga bóveda.
Al salir de esa oscura avenida se encontraron en un gran espacio abierto. El coche se detuvo frente a una inmensa casa no muy alta, que parecía extenderse alrededor de un patio de cemento. En un comienzo, Jennie pensó que la casa estaba a oscuras, pero, al bajar del taxi, divisó una pequeña luz en una ventana del segundo piso.
La gran puerta de entrada era en forma de arco, decorada con Jazmines Azules.
De pie sobre el suelo de piedras, la niña se veía más pequeña que nunca y se sentía perdida e insignificante.
Un señor elegante y delgado esperaba cerca del empleado que les abrió la puerta.
–Será mejor que la lleve a su habitación –le dijo a la señora López–. Debe estar cansada y tener mucho frío.
–Muy bien señor Tomás –contestó el ama de llaves–. Delo por hecho.
–Tranquila pequeña, ya está todo preparado para tí. Es un gusto, soy Tomás Enrique, pero puedes llamarme Tom –se presentó amablemente.
–Y yo soy Jennie Nieves –hizo una pequeña y adorable reverencia..
–¡Qué niña más encantadora! Es una lástima que el señor Alberto no pueda verla todavía, porque mañana parte a España.
–Oh... Bueno, ¿y dónde están mis padres? –preguntó emocionada, no podía esperar más a abrazarlos.
–Bueno, ¿qué pasaría si te digo que llegaste primero que ellos? –contestó él.
–¿Qué? –quedó perpleja.
–Estoy tan sorprendido como tú, pero tranquila, estarán aquí pronto. ¡Buenas noches!
Jennie fue llevada al segundo piso a través de una ancha escala. Después de recorrer un largo pasadizo, subir unos peldaños y atravesar varios corredores, llegó ante una puerta abierta. Adentro la esperaban el fuego encendido de una hermosa chimenea blanca y la cena servida sobre la mesa.
El ama de llaves le dijo sin ningún miramiento:
–Bien, aquí la dejo. Esta habitación y la que sigue son el lugar donde usted vivirá. ¡Y no lo olvide!, no debe moverse de ellas.
-¡Pero-...! -Jennie se volteó tratando de decirle algo y fue interrumpida por la señora López, la cuál cerró la puerta al terminar su oración.
Así fue como Jennie Nieves García llegó a la Gran Mansión de su Tío Alberto, nunca en su vida se había sentido tan incómoda.