- Ella nunca te quiso. No le importas. No le importas a nadie en el mundo. Estás sola. ¿Entiendes? Solo me tienes a mí, nadie te querrá tanto como yo. Y eres muy valiosa, cielo.
Cuándo Lizzie ya no podía seguir, y casi perdía el conocimiento, el raptor le soltó el cuello, ella caía, y el la sostuvo en sus brazos y la abrazó. Aquél hombre se volvió dulce y melancólico.
- Mi niña. Eres mi campeona de ajedrez. Te necesito tanto... Y pensar que en unos años podría vivir sin ti. No te preocupes ni te tortures más por la entrevista. Papá lo va a arreglar.
Lizzie correspondió el abrazo casi desmayada.
- ¿Es cierto? - lloró la pobre.
- ¿Qué cosa, cielo?
- Que mi madre nunca me quiso.
- Tu existencia la hacía muy infeliz. Le amargaba la vida. Era un ser lleno de odio. Deprimida y repugnante. No te valoraba. No te deseó nunca.
- Entonces- susurró Lizzie con la voz entrecortada - Todo lo que recuerdo de ella... los abrazos... La comida...
- Ese fui yo. Estás confundida mi amor. ¿Hueles eso?
Había un olor delicioso arriba. Lizzie quería comer.
- Es pizza. Pedí pizza para ti y para Daniel.
Arriba, los tres comían pizza. Tenían pepperoni, anchoas, champiñones, aceitunas, maíz, salchichón, jamón serrano, chorizo, queso crema... Los dos comían con mucha hambre. Estaban deliciosas las pizzas. Eran gruesas, bien rellenas de salsa de calidad. También bebían refrescos deliciosos.
- No les doy licor porque no son mayores de edad.
Y el señor Hamilton soltó una carcajada. Los dos chicos reían, se veían muy contentos. Si cualquiera los hubiera visto, pudiera haber pensado que eran una familia real.
- Qué bueno es usted. - dijo Elizabeth.
- Gracias por la comida. Está muy buena.- añadió Daniel.
- Esperen, hay postre. Un brownie.
El señor Hamilton abrió una caja. Tenía una torta de chocolate, con mucho chocolate derretido, más una lluvia de chispas de chocolate.
- ¡Gracias! ¡Se ha pasado de bondadoso con nosotros hoy, señor...padre!- exclamó Lizzie.
- ¿Puedo picarlo entre tres? - preguntó Daniel.
- Un momento, chicos.- Dijo el hombre cerrando la caja - Solo hay postre para quien se termine su comida.
Lizzie y Daniel miraban la enorme mesa. El señor Hamilton había comprado decenas de cajas de pizza.
- Cómanse las pizzas.
- Esas pizzas son más grandes que nosotros, señor.- dijo Elizabeth.
- Podríamos comer unos pedazos más y dejar espacio para el postre, pero no podemos comernos todo eso- comentó Daniel.
- Bueno- suspiró el raptor-, parece que tendrán que vomitar si quieren seguir comiendo.
- Señor Hamilton, ¡Eso no está bien!- exclamó Lizzie.
El señor Hamilton clavó el cuchillo en la mesa con agresividad. Se puso de pie y miró a los chicos enojados. En especial a Lizzie.
- ¿De dónde sacas tú que eso está mal?
- Me lo dice mi conciencia.
- ¿Tu conciencia? ¿Es que lees catecismo o algo?- empezó a burlarse - Siete pecados capitales, nananai, soberbia, nananai, gula...
Lizzie miró hacia abajo.
- ¡Cómanse las pizzas!
Daniel golpeó la mesa.
- ¡No queremos!
- ¡Pues me las comeré todas yo, entonces!
- Allá usted, señor Hamilton.- dijo Lizzie tratando de mantener la serenidad- Si quiere cometer tal pecado, cuándo hay tantos niños pasando hambre... no podemos obligarlo a no cometer tal atrocidad.
El señor agarró la caja, la abrió. Con sus manos agarraba los pedazos del pastel. Empezó a devorarse el brownie frente a los dos. Lizzie soltó una lágrima. Sintió pena por su raptor. El hombre se chupaba los dedos. Se comió el postre él solo.
- Se quedaron sin postre. Y sin comer durante una semana.
- No castigue a Daniel- habló Elizabeth -. Fui yo quién empezó esta disputa. Él es inocente.
El señor se molestó y se abalanzó sobre Lizzie, de inmediato, Daniel hizo algo temerario, queriendo defender a su compañera. Golpeó al raptor, la separó de Lizzie, le dio un montón de puñetazos en la cara. Lo pateó. Arrancó el cuchillo de la mesa y lo amenazó, el hombre le dio una patada tal, que el cuchillo salió disparado, y casi le caía a la pobre Lizzie, quién se quitó de en medio para no resultar herida.
Alguien tocó la puerta. El señor Hamilton cogió de los cabellos a los dos chicos y los mandó al sub sótano secreto. Recogió el cuchillo y acomodó todo para que no se notara que hubo una disputa. Se metió un pedazo de pizza en la boca y fue a abrir. Había un oficial al frente y otros hombres bien vestidos. Algunos de la prensa, otros psicólogos. Él los invitó a pasar. El oficial se sentó en el sofá, otros policías revisaban la casa.
- ¿Ha pasado algo? Espero que no sea nada malo. - Dijo Hamilton mirando al oficial.
- ¿Usted es el señor Harvey Hamilton?
- Sí, así es.
- Vale. El ex- campeón de ajedrez descalificado por tomar drogas... Mire... un hombre de la prensa lo ha seguido hasta acá.
- ¿ Por qué? ¿Un paparazzi?
- Algo así. Se regresó extrañado al ver que usted vivía en medio de la nada. Su casa no es una urbanización, o un edificio...es una casa aislada, en un terreno lejos de los mercados, los centros, los hospitales... Queríamos hacerle unas preguntas sobre sus hijos.
- ¿Lizzie?
- Elizabeth y Daniel Hamilton.
Un artista retrataba al señor Hamilton.
- ¿Cuándo nacieron sus hijos?
- Elizabeth 11 de Junio de 1940. Daniel, primero de septiembre de 1938. - respondió Hamilton sin titubear.
- ¿Quién es la madre de sus hijos? ¿Estuvo casado?
El señor Hamilton sabía que podían hacerles pruebas de Adn a sus hijos y verificar que no eran hermanos.
- No. Nunca me casé por la iglesia.
- ¿Y quién es la madre de sus hijos?
- Eran dos mujeres... No las conocí muy bien. Josephine Janson era la madre de Daniel, fue mi amor de la secundaria, años más tarde nos reencontramos, y ella quedó embarazada de Daniel. Nos peleamos, ella no quería tener hijos, así que yo crié a mi Daniel. Cuándo el crío tenía dos años, lo dejé con una niñera, me fui de fiesta, bebí alcohol...y tuve una hija con una mujer prácticamente desconocida: Natalie Byers. Me dejó solo también. Era una mujer de mala vida. Le dio amor a su hija, pero no la amaba lo suficiente. Triste, la pobre Lizzie cada día la extraña.
- ¿Qué edad tienen sus muchachos?
- Lizzie quince, Daniel diecisiete.
- ¿Se da cuenta de que estamos a jueves 9 de Junio y que este sábado es el cumpleaños de su hija? Casi tiene dieciséis. ¿Está yendo a la escuela? ¿Qué piensa estudiar?
- Lizzie y Daniel son educados en casa. No les interesa una carrera universitaria, el ajedrez es su pasión, es su vida. Leen muchos libros, son muy cultos, no necesitan una escuela.
- ¿Y dónde están ellos ahora?
- Bueno, iba a celebrar el cumpleaños de Lizzie por adelantado, el sábado va a estar ocupada. Compré pizza para todos sus amigos con los que se reúne a jugar. Pero sabe cómo son los adolescentes, ella se fue a festejar con sus amigos. Celebrar con papá es aburrido. Están en la plaza San Pedro.
- ¿A qué se dedica usted?
- Fabrico y vendo juegos de ajedrez.
Lizzie y Daniel estaban solos en el sub sótano. Las horas pasaban. Ellos se preguntaban qué sucedía allá arriba. Lizzie estaba sentada en la única silla que había allí. La silla de tortura. Lizzie se acomodó en una posición extraña, cómo si tuviera los pies amarrados a las patas de la silla y las manos atadas en las tablas de madera dónde se reposaban los brazos. Daniel se preocupó. Lizzie empezó a agitarse. Hiperventilaba, sudaba frío.
- Lizzie... ¡Lizzie! ¿Qué te sucede?
Lizzie se paró de la silla repentinamente.
- No me gusta esta silla. Es más, si voy a morir, no quiero morir sentada. ¿Tú cómo quieres morir?
- No lo sé, Liz...
- Yo quiero morir con paz. Quiero paz. Quiero amar. No quiero ser recordada. No me importan estos ridículos campeonatos de ajedrez. Solo quiero irme a casa.
Daniel dio unos pasos al frente. Hizo algo completamente repentino, inesperado. Le dio un abrazo cálido. Ellos no sabían lo que era recibir gestos de afecto, bien intencionados. Conocían la maldad del señor Hamilton, su crueldad y manipulación disfrazada de bondad, su mentira disfrazada de verdad. Lizzie soltó el abrazo.
- No.
- ¿Qué sucede?
- ¿Por qué me abrazas?
- Porque te quiero.
Lizzie se quedó seria
- ¿Es en serio? Porque ya no diferencio la verdad de la mentira.
- Elizabeth. Sé que somos rivales. Sé que solo uno de nosotros puede ganar este juego. Y francamente no me importa. Sé que voy a perder, y me da igual. En mi casa no me querían. Por eso escapé. Fue cuándo en la noche, me raptó el señor Hamilton. Mi nombre es Daniel Pereira. Nunca tuve hermanos, solo conocí el odio y el maltrato de mis padres ebrios. Yo los quiero, pero ellos nunca me dieron afecto. Y cuándo te vi en la entrevista, pude ver que tuviste un pasado con luces, cómo los cuadros blancos del ajedrez. Yo quiero que veas a tus padres. Quiero que seas libre. Quiero que seas feliz.
Lizzie lloró. Le dio un abrazo fuerte a Daniel.
- ¡Oh, Daniel! ¡Bien desearía yo que fueras tú feliz!
- No sé si lo soy. Pero tengo paz.
- Daniel, prométeme algo.
- ¿Qué?
- Que me vas a contar tus problemas, que te apoyarás en mí si es posible, que aceptarás mi cariño. Pero que no me vas a defender más del señor Hamilton.
- No puedo hacer promesas.
- ¿Por qué
- Las promesas son las reglas que nunca podrás romper. Pero prometo que siempre te voy a querer cómo un amigo.
Llegó el día sábado. Pasaron desde el jueves hasta el once de junio encerrados sin comer, y se les acabó el agua. Tenían sed. Habían hablado mucho entre ellos, de modo que tenían sus bocas secas. Alguien bajaba las escaleras.
Abrió la puerta la señorita Lake.
- Chicos, báñense y pónganse desodorante. Los voy a arreglar. Apresurémonos que nos vamos para Europa.
Los dos estaban ya bañados, perfumados con buenas fragancias. Vestidos a la moda, muy elegantes. Llevaban maletas con ropa. Lizzie necesitó usar peluca y gafas de sol. Iba camino al aeropuerto, en un taxi. No podía ser vista por nadie, ya su cara era muy famosa.
Tomaron un vuelo de primera clase junto al raptor y su novia. No recibieron ninguna explicación en el trayecto.
Comieron los aperitivos que ofrecían en el avión, y bebieron agua. Mucha agua. Daniel y Elizabeth no se dijeron nada durante el vuelo. Pero cuándo el despegue, ella sostuvo la mano de Daniel. Horas después quedó dormida sobre su hombro.