Tras Una Noche De Lluvia
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Capítulo 4 4

Debí tomar un buen trago antes de responderle.

_ Siempre tuve un carácter medio débil. Siempre fui un poco...

_ Cagón.

_ Este... Sí. Y no quería que me despidieran.

_ ¿Y ahora?

_ ¿Ahora qué?

_ ¿Te arrepentís?

_ ¿Si me arrepiento?

_ Claro. ¿Te arrepentís de esto?

_ ¿Qué es exactamente esto?

_ Dale, boludo. Ya sabés: del bar, del botellazo, de mí, del auto, de la guita... De todo esto.

Lo pensé por unos momentos, pero ella interrumpió mis pensamientos:

_ Ayer eras esclavo de una empresa.

_ Y vos de un narco. ¿Y hoy? ¿Qué somos? ¿Criminales? Sí. Somos criminales.

_ Somos dos personas libres de vacaciones y con un montón de guita.

_ ¿Y lo demás?

_ ¿Qué cosa?

_ Lo que hicimos.

_ Eso no importa. Pasado pisado.

_ Pero estamos huyendo. Escondiéndonos. Con miedo a que nos encierren.

_ Cualquier día nos puede caer un avión en la cabeza. ¡Capaz que mañana me pegan un tiro para robarme! ¿Qué voy a hacer? ¿Vivir con miedo?

Se dio cuenta de la vergüenza que yo sentía por mí mismo.

_ Mirá Héctor... Me doy cuenta de que te intimido bastante.

_ ¿Qué?

Tenía razón.

_ Dale. No te hagás, que me doy cuenta. Te intimido yo, te intimida la cana, te intimidó el barman...

_ ¡Y...! ¡Con la pinta que tenía, también...!

_ Todo te intimida. Tenés miedo de enfrentarte al mundo.

_ ¡No tengo...!

_ Pero ayer a la noche empezaste a tomar decisiones.

_ ¿Qué decisiones?

_ Entrar en el bar, no aceptar el oral, charlar conmigo...

_ Bueno, pero eso...

_ ¿Sabés hacía cuánto que alguien no charlaba conmigo? Hablar en serio te digo, no las cosas que te dicen cuando te cogen.

_ ¿En serio?

_ ¡Hasta me defendiste cuando aquél me zamarreó!

_ Cualquiera lo hubiera hecho.

_ No. No cualquiera.

Me acarició la cara. Sentí como si una corriente eléctrica recorriera todo mi cuerpo. Hacía mucho que no lo sentía. No pude evitar estremecerme, y ella lo notó.

_ ¡Guau! ¡Nunca había tenido ese efecto tan rápido!

Ella se rió y yo me puse colorado. Hubo una pausa incómoda.

_ ¿Sós de esos tipos?

_ ¿De qué tipos hablás?

_ De los que terminan rápido.

Largué una carcajada que la hizo reír.

_ ¡Porque está bien si lo sós! ¡Cada uno es como es!

_ No. No soy de esos.

_ ¿Seguro? –insistió con una sonrisa pícara.

_ Te aseguro que no –le contesté guiñándole un ojo.

Sonrió y dijo "Okay".

Estuvimos jugando al pool. A pesar de que ella debía sostener el taco a la misma altura que su cabeza, me ganó seis veces seguidas. Era muy buena. Luego nos sentamos y hablamos de banalidades: qué cosas habíamos hecho en la cama, qué cosas nos gustaban o no...

Tomamos un trago de licor; y, cuando decidimos volver, ella estaba tan borracha que cayó al suelo apenas se bajó de la silla. En vez de sus ya habituales puteadas, a las cuales estaba empezando a acostumbrarme, largó una carcajada. Tuve que llevarla en brazos. Calculé que no pesaba más de 35 kilos. Como cargar a una niña. Eran sólo siete cuadras hasta la cabaña, y ella se durmió antes de llegar. Fue difícil abrir la puerta con ella en brazos, pero no quería despertarla. Acomodarla, buscar la llave y abrir fue una operación que requirió paciencia; pero verla dormida en la cama grande con un semblante de paz me hizo pensar que algo había hecho bien. Me saqué los zapatos y me disponía a acostarme en el catre cuando ella despertó. Levantó la cabeza y me miró con un gesto de extrañeza.

_ ¿Qué hacés? Vení. Acostáte acá –dijo con una voz casi afónica.

_ Está bien. Yo duermo en el catre.

_ Dale. No seas boludo. Dormí conmigo.

Se acomodó en el lado izquierdo de la cama. Tragué saliva y le hice caso. Ella me rodeó con su brazo derecho, me dirigió una mirada con los ojos entrecerrados, sonrió y se volvió a dormir con un suspiro.

Me puse a pensar en las largas noches solitarias que desde hacía tanto entristecían mi vida, en las mujeres a las que había amado y con las que me había acostado; y me dije a mí mismo que no cambiaría esa noche por ninguna otra.

Sentí un largo y húmedo beso en los labios y desperté. Abrí los ojos y allí estaba la pequeña Jazmín, secándose el cuerpo desnudo y mojado con una toalla. Abrí bien los ojos, asombrado y sin palabras.

_ El desayuno ya casi está –dijo.

Se pasó la toalla por la pierna. Vi cada movimiento. Cada centímetro de su piel. Cuando la toalla llegó a la entrepierna, me miró. Esquivé la mirada.

_ Perdón. No quise...

Escuché su risita.

_ Está bien.

La encargada nos había dejado afuera de la cabaña un canastito con sobres de azúcar, té, café, mate cocido, rodajas de pan e incluso un poco de manteca y leche. Escuché el silbido de la pava viniendo desde la cocina.

Jazmín terminó de secarse, arrojó la toalla al suelo y, sin siquiera vestirse, se dirigió a la cocina. Tardó unos minutos en volver, tiempo que aproveché para levantarme y estirar los músculos. Al volver, trajo consigo una bandeja con dos tazas de café con leche y rodajas de pan con manteca. Desayunamos como estábamos: yo con la misma ropa de vestir y ella en traje de Eva, sentados en la cama y con los rayos del sol entrando por la ventana. Sólo entonces noté que la ventana estaba abierta. Recuerdo haberme preocupado por la gente que podría haber visto su desnudez desde la calle, y me sorprendí de lo desvergonzada que era.

Paseamos por el centro en busca de un local de ropa. Además, debíamos cambiar de apariencia lo más pronto posible. Era un día caluroso, por lo que salimos sin los abrigos. Yo dejé además la corbata, la cual de cualquier modo hacía mucho que me había hartado. Ella traía puesta una camisa holgada y arremangada que le cubría hasta la mitad de las piernas. Luego recordé su campera, y me di cuenta de que no llevaba pantalones. Yo ya la había visto desnuda, pero estábamos en público. Esperaba que nadie más se diera cuenta, pero un viento traicionero me hizo ver que tampoco traía ropa interior. Se agarró la camisa como pudo, me miró y se encogió de hombros.

_ ¡¿Y qué querés?! ¡Si no me pude cambiar la bombacha en dos días! ¡Estaba mugrienta!

Tres muchachos jóvenes le silbaron desde la vereda de en frente. Ella los miró y se sonrojó. Sólo me reí, hasta que uno de ellos gritó "¡Suegro, presénteme a la nena!"

Creo que los miré muy seriamente, porque el mismo dijo "Vamos, ya fue"; y siguieron su propio camino. Jazmín mi miraba pensativa.

_ Vos no te estarás enganchando conmigo, ¿no?

Sonreí.

_ Dale. Vamos a comprarte ropa.

Entramos en un local en cuya vidriera exhibían un par de vestidos floreados que, en la opinión de Jazmín, eran espantosos. Una mujer joven de rulos, sonriente y de una voz particularmente gangosa se nos acercó.

_ ¡Hola! ¿Viene a comprar ropa para la nena?

Desearía que no hubiera dicho eso.

_ ¡Sí! ¡Venís a comprarle ropa a la nena! –dijo en un tono sarcástico y claramente molesta.

La mujer rió pensando que lo hacía en broma. Pero eso molestó aún más a Jazmín, quien se levantó la camisa frente a la vendedora y le dijo "No. Me quedé sin ropa y necesito algo para taparme la concha". La empleada quedó sorprendida y avergonzada. Obligué a Jazmín a que se baje la camisa y pedí disculpas por ella.

_ Claro. No hay problema –dijo aquella titubeando.

Mi compañera de viaje me miró orgullosa.

_ ¿Es necesario que alguien te vea la entrepierna cada cinco minutos?

_ Me pareció que te gustó cuando me la viste esta mañana. ¿Qué pasa? ¿No querés que nadie más me la vea?

Bajé la mirada y me sonrojé. Nuevamente, ella rió. Luego de un rato, salimos de ahí con un par de bolsas y buscamos una peluquería. Tras pasar por las cabañas, fuimos a caminar cerca del río luciendo estilos completamente diferentes: ella se había teñido el pelo de rubio y usaba un uniforme escolar.

_ Si todos creen que soy una nena, mejor dejemos que lo crean.

Me pareció sensato. Yo usaba un pantalón de jogging grisáceo, zapatillas deportivas, una chomba roja y anteojos negros. Estaba más cómodo que con el traje que usaba todos los días.

_ Debí haberme vestido así desde hace mucho tiempo.

_ ¿Te lo hubieran permitido?

_ ¿En el trabajo? Obvio que no.

_ ¿Lo harías igual?

_ Ahora sí. Antes...

_ El antes no importa. Sólo importa el ahora.

Fui yo quien la besó esta vez. Hallamos un terrenito lleno de arbustos y flores, todo bordeado por algunos árboles. Nos sentamos en medio de las flores y nos quedamos viendo la puesta de sol. La miré.

_ Sólo tenemos el ahora, ¿no?

_ Sí.

Igual que había hecho la noche anterior, la cargué en mis brazos y la llevé a la cabaña. La encargada del lugar estaba con su escoba, como siempre, barriendo los pasillos.

Yo no lo sabía, pero por ésos días éramos los únicos clientes.

            
            

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