Tras Una Noche De Lluvia
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Capítulo 5 5

Jazmín y yo entramos sin que la mujer siquiera nos mirase. Cerré la puerta y, con un movimiento del brazo, apagué sin querer la luz de la cabaña. Al encenderla, una imagen maravillosa deleitó mis ojos: Jazmín sobre la cama, piernas abiertas, falda levantada, camisa que se desprendía lentamente y una sonrisa algo maquiavélica. Mi cuerpo se sacudía con cada latido, y mi corazón latía cada vez más acelerado. Colmé de besos sus labios y su cuerpo; y, al llegar a su entrepierna, la sentí estremecer. Me miró.

_ Nunca había tenido ese efecto tan rápido –le dije.

Empujó mi cabeza hacia abajo para que terminase lo que había comenzado.

Por la mañana, aún entre las sábanas, me di cuenta de que nos habíamos dormido con toda la ropa puesta; y me quedé pensando si lo de anoche había sido sólo un sueño.

Algo más de lo que me di cuenta: no habíamos visto ni oído las noticias. Ni siquiera habíamos comprado el diario. Había tenido miedo de que alguien nos reconociese, y aún no sabía a ciencia cierta ni siquiera si alguien nos estaba buscando.

_ ¿Y si nos estamos imaginando todo? ¿Si nadie nos está buscando? ¿Cómo te sentirías?

_ Igual de tranquila que ahora.

No comprendí su indiferencia.

_ ¿Es que no entendés? ¡Te digo que aún no sabemos...!

_ ¡Vos no sabés! ¡Eso querés decir! ¡Yo sí sé! ¡Vos no sabés!

_ ¿Y qué es lo que sabés que yo no sé?

_ Que el tipo al que matamos no estaba solo. Trabajaba para gente muy pesada. Tienen a la cana y al gobierno laburando para ellos.

Cerré los ojos y suspiré.

_ La mafia.

_ ¿Qué creías? ¿Que un tipo cualquiera puede tener merca y putas en todos los bares de la capital sin trabajar para nadie? Para mal, éste era hijo de uno de los capos. Nos están buscando. De eso no tengas dudas.

Recién entonces tomé consciencia de nuestra situación.

_ ¿Cómo podés estar tan tranquila entonces?

Ella suspiró y se tomó un momento para contestarme.

_ ¿Qué más pueden hacerme? ¿Matarme?

Levantó las cejas y sonrió.

_ ¿Y no tenés miedo de que te maten?

_ Antes de conocerte, estaba deseando terminar con todo. Pensaba tirarme de un quinto piso o a las vías del tren. No sé. Si ahora me matan...

Lo pensó antes de continuar.

_ Si ahora te matan, ¿qué?

_ Al menos estuve libre y viví.

_ Sí. Por dos o tres días.

_ Podrían ser dos o tres minutos. Tendría la misma satisfacción.

Comenzaba a entenderla. De repente, se me quedó viendo. Sentí que su mirada escarbaba mis pensamientos.

_ No tengas miedo de vivir.

Por consejo de la encargada, fuimos a visitar el Palacio San José, la ex residencia del difunto General Urquiza, quien gobernó la provincia de Entre Ríos y fue presidente de la Confederación Argentina a mediados del siglo XIX.

La mujer tuvo razón en recomendarnos aquél sitio. Era hermoso: tenía una pequeña capilla en la entrada, un comedor enorme rodeado de árboles, un complejo de habitaciones que rodeaba por completo un patio, pinturas en casi todas las paredes y pequeñas camas en cada habitación. El guía del lugar nos explicó que el tamaño de las camas se debía a que, en el siglo XIX, la gente era bastante más baja que hoy en día. Jazmín sonrió.

_ O sea que no soy petisa. Sólo estoy en el siglo equivocado.

Fue el primer y único chiste que hizo sobre su estatura.

El grupo de turistas y el guía siguió adelante, y nos fuimos quedando atrás mientras admirábamos cada detalle. Jazmín se metió en un cuarto y se arrojó sobre una de las camas. Era gracioso verla así, descansando en un relicto de hace siglo y medio vistiendo un vestido último modelo. Palmeó la cama para que me acostase con ella, pero una pareja de extranjeros se asomó por la puerta.

_ Oh, sorry.

Salieron confundidos cuando comenzamos a reírnos, y decidimos irnos antes de ser acusados de dañar propiedad del lugar que, después de todo, es en sí un museo.

Habíamos llegado al lugar en una combi junto a otros visitantes, y ésta misma nos regresaría. Comimos en el gran salón y descansamos entre los árboles para hacer la digestión; y ni siquiera pensábamos en lo que los medios de comunicación dijeran de nosotros. Antes de regresar, nos llevaron a visitar el lago artificial que Urquiza se había hecho construir. La mitad de su orilla estaba rodeada de vegetación. En un descuido, me acerqué al agua y Jazmín me empujó. No me mojé por completo, pero sí lo suficiente para que ella largase una fuerte carcajada. La perseguí y se me escabulló entre los árboles. Terminamos revolcándonos en el suelo. La levanté en el aire y la llevé hasta la orilla del lago. El guía nos llamaba a los gritos en un intento de que nos detuviéramos y la gente se encaminó hacia la salida del lugar.

Ella se reía y me rogaba que no la arrojase. Yo conté "uno, dos...", y noté repentinamente que estábamos solos. Todos los demás habían abordado la camioneta. Desde la puerta abierta de la combi, el guía exclamó "¡Señor, es hora de irse!"

Jazmín, todavía en mis brazos, me miró triunfal y se encogió de hombros. Regresamos. Nos dejaron en el centro, cerca del bar donde habíamos estado dos noches atrás. Caminamos lentamente hacia la posada admirando en silencio y abrazados los destellos dorados y rojizos del poniente.

Cuando llegamos, la posadera estaba de pie junto a la puerta de nuestra cabaña. La saludamos, nos dirigió una mirada grave y saludó con un gesto de la cabeza. Sabíamos que algo había pasado.

_ ¿Podemos hablar en mi oficina?

Sin esperar respuesta, la mujer volteó y caminó hacia la oficina de recepción. Yo dudé por unos momentos, pero Jazmín la siguió.

_ ¡Esperá!

Se detuvo y me miró.

_ Puede haber alguien esperándonos.

Ella metió la mano por debajo de su vestido y sacó una de las nueve milímetros que habíamos encontrado en el Dodge. Me asusté de sólo pensar en un tiroteo o en que terminásemos matando a la pobre anciana.

Ella entró primero y luego nosotros. Jazmín miraba intermitentemente hacia un pasillo, como esperando que por allí vinieran los agentes.

_ Acá podemos hablar a solas –dijo la mujer–. Sin que nadie escuche.

Otra cosa que yo no sabía: las paredes de las cabañas eran muy delgadas. Tanto es así que cualquier persona parada en el pasillo, incluyendo una mujer que barre, podía escuchar lo que uno decía. La anciana nos contó cómo su difunto marido y ella escaparon de su pueblo natal para poder vivir como marido y mujer, a pesar de ser primos.

_ Escuché lo que hablaban esta mañana. Lo siento. No debí hacerlo.

_ ¿Y piensa decir algo al respecto?

_ Sí.

La anciana abrió el cajón de una cómoda, y Jazmín reaccionó apuntándole con el arma. La mujer sacó un juego de llaves y me lo extendió. La pobre se llevó un susto tremendo. Le hice un gesto a Jazmín y ella bajó el arma. La encargada respiró hondo y se calmó tras unos minutos. Luego se sentó y nos explicó por qué estábamos allí.

_ ¿Por qué me da las llaves?

_ Hoy al mediodía aparecieron unos policías, o eso decían ser. Pienso que probablemente sean agentes pagados por alguien muy rico y muy peligroso. Si hubieran sido policías de verdad, de los que sólo hacen su trabajo, se hubieran llevado el auto. Un procedimiento normal. Pero estos hombres parecían muy enojados. ¡Destrozaron el coche! Cortaron los asientos, pincharon los neumáticos, arrancaron partes del motor, desarmaron las puertas...

Miré a Jazmín alarmado.

_ No sé qué es lo que buscaban, pero no lo encontraron. Tenían sus fotos, y querían saber dónde estaban. Les dije que se habían ido hace tres días.

Jazmín me miró y asintió, pero ni un músculo se tensó en su rostro.

_ Es hora de irnos –fue todo lo que dijo.

Miré a la anciana.

_ Usted oyó cada conversación que tuvimos en la cabaña, ¿no?

_ Bueno... Una no tiene muchas emociones en un lugar tan pacífico como éste. Y temo que se me ha vuelto una mala costumbre.

Mi pequeña amante rió y la anciana suspiró aliviada.

_ A veces extraño el movimiento que hay en Buenos Aires. Vivimos allí durante unos años, cuando mi Pedro se hizo policía. No le gustaba mucho, pero el sueldo alcanzaba. Llegábamos a fin de mes.

_ ¿Por qué nos ayuda?

La mujer siguió hablando como si no me hubiese oído.

_ Una vez arrestó a un vendedor de drogas. Se aseguró de que le tomaran los datos, las huellas dactilares, y esperaba que lo procesaran. Pero sólo logró que sus jefes se enojaran con él. "¡Usted no puede realizar un procedimiento si no se le ordena!" le dijeron, y el traficante quedó libre. Días después, Pedro vio al comisario y al transa bebiendo juntos en un bar. Recibimos varias amenazas por aquéllos días. Yo no soy quien para juzgarlos. No sé lo que le quitaron a esa gente o si vieron algo... Parecían buenas personas cuando llegaron. Y esta mañana, al escucharlos hablar, me hicieron recordar a Pedro y las cosas que viví con él. La policía es peligrosa. Aunque...

Miró a Jazmín.

_ Parece que ustedes también.

La chica sonrió y se encogió de hombros.

_ No somos unos criminales –dije.

Ambas me miraron.

_ Es que...

_ Sí que lo somos –me corrigió Jazmín.

                         

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