Capítulo 4 El Precio del Poder

En el oscuro laberinto del poder y el deseo, el amor y la traición bailan en una danza mortal, donde solo los corazones más valientes sobreviven al precio del poder.

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Alessia Mancini:

El sonido insistente de la alarma me saca de mi sueño, interrumpiendo la única paz que consigo entre todo este caos. Abro los ojos lentamente, pero no me muevo. El techo de mi habitación parece burlarse de mí, una constante en una vida que, irónicamente, cambia cada día. No tengo tiempo para quedarme en la cama; el reloj no se detiene por nadie, y menos por mí. Suspiro, lanzando las sábanas a un lado y levantándome en un solo movimiento.

El frío suelo de mármol toca mis pies descalzos, un recordatorio constante de la frialdad que me rodea, incluso aquí, en mi "hogar". Camino hacia el baño, ignorando el espejo, como suelo hacer cada mañana. No quiero ver los restos de las pesadillas en mis ojos. No quiero ver las sombras que se esconden en cada esquina de mi mente.

El agua caliente en la ducha es lo único que me reconforta. Cierro los ojos y dejo que el vapor envuelva mis pensamientos, al menos por unos minutos. El día acaba de empezar, y ya estoy agotada. Pero esto es lo que he elegido, ¿no? Nadie me obliga a estudiar criminología y espionaje, nadie me obliga a despertarme a esta hora infernal. Y sin embargo, lo hago. Porque así soy yo. No paro hasta conseguir lo que quiero, aunque ni siquiera sé exactamente qué es eso.

Salgo de la ducha y me envuelvo en una toalla. Mis movimientos son automáticos mientras me preparo: el maquillaje preciso, la ropa elegante pero funcional, el cabello blanco como la nieve, cuidadosamente peinado. La imagen perfecta de la hija de Giovanni Mancini, aunque esa imagen no es más que una fachada.

Bajo las escaleras, y allí están, como siempre. Mis guardaespaldas. Siempre presentes, siempre vigilantes, como sombras que nunca me dejan sola. Dos hombres grandes y serios que siguen cada uno de mis movimientos. Uno de ellos, Marco, me da un breve asentimiento. El otro, Stefano, no me presta mucha atención; está demasiado ocupado revisando su teléfono. Me acostumbré a su presencia hace años, aunque su constante vigilancia a veces me asfixia.

-Buenos días, signorina Mancini, -dice Marco, su voz ronca y monótona. Siempre la misma rutina.

-Buenos días, -respondo sin emoción, caminando hacia la puerta principal.

Pero antes de que pueda salir, siento unos brazos delgados rodear mi cintura desde atrás. Elisa. Mi mejor amiga, la única persona que logra romper el hielo que me envuelve día tras día. Me giro ligeramente para encontrarme con su sonrisa radiante, esa que nunca parece apagarse, aunque sé que su vida no es tan perfecta como aparenta.

-¡Buenos días, dormilona! -dice con una risa suave. Su abrazo es cálido, sincero, una rareza en mi mundo lleno de secretos y mentiras.

-Elisa, -suspiro, aunque no puedo evitar sonreír-. ¿Otra vez entrando sin avisar?

Ella se encoge de hombros, despreocupada.

-¿Y qué? Tu casa es mi casa, ¿no? Además, sabía que estarías de mal humor esta mañana. Siempre lo estás.

-¿Y quién no lo estaría a esta hora? -replico, aunque no puedo evitar sentirme agradecida por su presencia. Con Elisa, todo parece un poco menos... pesado.

Nos dirigimos hacia la cocina, donde el aroma del café recién hecho me recibe. La cocina está impoluta, fría, como el resto de la casa. Los electrodomésticos brillan bajo la luz matutina, pero todo parece demasiado perfecto, demasiado calculado. Como si nadie realmente viviera aquí. Es una fachada, una ilusión de normalidad en medio del caos.

Elisa se sienta en una de las sillas altas junto a la barra, moviendo las piernas de un lado a otro con la energía de alguien que no tiene preocupaciones. Yo, en cambio, me siento en silencio, observando mi taza de café como si en ella pudiera encontrar las respuestas a todas las preguntas que me atormentan.

-¿Estás bien? -pregunta Elisa, rompiendo el silencio con su voz suave, pero llena de preocupación genuina.

No sé cómo responderle. La verdad es que no estoy bien. No he estado bien en mucho tiempo, pero eso no es algo que quiera admitir, ni siquiera a mí misma.

-Estoy bien, -digo finalmente, esbozando una sonrisa que no llega a mis ojos.

Elisa me observa con esos ojos brillantes, buscando algo en mi expresión, pero finalmente asiente y deja el tema. Agradezco su discreción. Algunas cosas es mejor no discutirlas, especialmente cuando ni siquiera puedo ponerlas en palabras.

-Vamos, Alessia. Hoy será un buen día. Lo presiento.

Levanto una ceja, escéptica. Elisa, mi mejor amiga, siempre ha sido la optimista. Pero yo no puedo permitirme ese lujo. Mi vida está demasiado envuelta en secretos y mentiras como para creer en la simplicidad de un buen día.

-¿Desde cuándo confías en presentimientos? -respondo, con una ligera sonrisa.

-Desde siempre, tonta, -contesta ella, con esa sonrisa traviesa que nunca parece desvanecerse-. Vamos, no querrás llegar tarde a clases.

Asiento, aunque la verdad es que la universidad es lo último en lo que pienso. Mi mente está atrapada en los susurros que nunca se callan, en los secretos que flotan en el aire como una niebla pesada. Todos en mi familia caminan con un peso invisible sobre los hombros, pero nadie lo menciona. Y en el fondo de mi ser, sé que tiene que ver con la mafia. Con el control absoluto que ejerce sobre nuestras vidas.

Elisa y yo salimos de la casa, con los guardaespaldas siempre a una distancia prudente pero vigilante. El trayecto hacia la universidad es corto, aunque cada minuto se siente interminable. Elisa habla sin parar, como suele hacerlo. Sus historias son un ruido de fondo, historias triviales que no logran desviar mis pensamientos de esa sensación oscura que me acecha.

-¿Te dije que el chico de la cafetería me volvió a mirar ayer? Creo que le gusto, -dice, con una risa ligera, como si el mundo fuera un lugar sencillo y sin complicaciones.

Yo solo asiento, forzando una sonrisa. Mi mente está en otro lugar, en esas sombras que parecen seguirme a donde vaya. Porque sé que algo se avecina. No sé cuándo ni cómo, pero lo siento en cada fibra de mi ser. Y lo que más me asusta es que no sé si estaré lista cuando finalmente suceda.

Llegamos a la universidad y la rutina se despliega ante mí como siempre. Mis pasos son automáticos, mi mente una maraña de pensamientos oscuros. Elisa sigue hablando, pero yo apenas la escucho. Mis ojos recorren los pasillos, siempre en busca de algo fuera de lugar. Siempre alerta. Porque, aunque no quiero admitirlo, sé que hay ojos que me observan.

En las aulas, los estudiantes están absortos en sus propias vidas, en sus propios dramas. Para ellos, soy Alessia Mancini, la chica rica y rebelde que siempre parece salirse con la suya. Pero lo que no saben es que detrás de esa fachada hay algo mucho más complejo. Algo que ni siquiera yo puedo entender por completo.

Las horas pasan lentamente. Las clases son un telón de fondo en mi mente, mientras mi atención se centra en lo que está por venir. No puedo evitar la sensación de que estoy caminando sobre una cuerda floja, que en cualquier momento todo podría derrumbarse bajo mis pies. Y cuando eso pase, «¿estaré preparada para lo que me espera?»

-Entonces, Alessia, ¿vas a venir a la fiesta de Francesco este fin de semana? Todo el mundo estará allí. Será la oportunidad perfecta para desconectar un poco, -dice Elisa, su tono entusiasta mientras caminamos hacia la siguiente clase.

Francesco... Solo de pensar en su nombre me siento incómoda. Su familia es poderosa, igual que la mía, y eso significa que, aunque no lo admitamos, estamos envueltos en lo mismo. Pero a diferencia de mí, él parece disfrutarlo. Las fiestas, las conexiones, el poder. Todo lo que a mí me repugna.

-No lo sé, Elisa. Ya sabes que no soy fan de esas fiestas, -respondo, intentando no sonar demasiado distante.

Ella me lanza una mirada que mezcla decepción y preocupación.

-Alessia, no puedes seguir evitándolo todo. Sabes que necesitas relajarte un poco. Además, ¿qué podría salir mal? ¡Será divertido! Vamos, solo esta vez.

Suspiro, queriendo explicarle que no es tan simple. Que no es solo una cuestión de no querer ir a fiestas. Pero sé que no lo entendería, y no quiero arrastrarla a la oscuridad que se cierne sobre mi vida. Así que asiento, fingiendo una leve sonrisa.

-Quizás, -murmuro, aunque ni siquiera yo me lo creo.

Elisa sonríe, satisfecha, y sigue hablando de la última moda y de cosas sin importancia.

            
            

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