Al igual que Valeria, dos señoras más se habían quedado trabajando luego del toque de la campana, pero ellas lo hacían para ganar algo de dinero extra. Cuando terminó su último pantalón, ellas siguieron cosiendo como si las manos ni la columna le dolieran, trabajaban casi automáticamente como si fueran una extensión de la máquina de coser. Como no se ganaba mucho, algunas de sus compañeras optaban por trabajar horas extras de vez en cuando, a pesar del cansancio acumulado durante las 10 horas que debían pasar en la planta. A veces la necesidad era el mejor combustible para seguir adelante, llegaba un momento en el que el cuerpo se adormecía y el alma se separaba del cuerpo para poder soportar las tareas rutinarias.
Sin ánimos de quedarse allí por mucho más tiempo, Valeria rápidamente corrió a su casillero y recogió sus cosas para irse antes de que la parada quedara sola. Con suerte todavía quedarían algunas compañeras rezagadas que no habían conseguido bus todavía. Sin embargo, justo cuando estaba por marcar su salida, el señor Enrique salió de su oficina y la llamó:
"Señorita Valeria, venga, por favor". Su voz plana, pero atemorizante.
Cansada como estaba y luego de lo que había pasado en la mañana, Valeria solo pudo imaginarse lo peor. 'Hasta aquí llegué, me va a echar', pensó.
"¿Sí, señor Enrique?", dijo, al tiempo que se paraba justo frente a él.
"Realmente espero que no vuelva a suceder lo de esta mañana, levántate más temprano o busca cómo organizarte, pero no puedes seguir llegando así de tarde. La junta me ha estado presionando para que establezca la entrada a las siete de la mañana, así que deberías estar preparada para llegar a esa hora si quieres seguir en esta compañía. Los plazos son cada vez más demandantes, no estamos para retrasos", arguyó.
'Los plazos se cumplirían a la perfección si no fuera tan tacaño y contratara más personal para cortar las telas y ahorrarnos ese trabajo a nosotros, o si las máquinas estuvieran en perfectas condiciones y no tuviéramos que pararnos porque se traban, o si se dignaran a instalar un sistema de ventilación decente para que no muramos de calor', pensó Valeria, frustrada.
Como la mujer organizada que era, había detectado a las pocas semanas de trabajar allí, las fallas que ralentizaban la producción. Más allá del hecho de que todo el tiempo estaban rotando personal y solo había un puñado de veteranas que se habían quedado por necesidad (entre ellas Ana), había muchas fallas organizacionales y estructurales que afectaban considerablemente el rendimiento de la planta. Al principio, ella había intentado comunicarle sus sugerencias al señor Enrique, pero Ana la detuvo tan pronto como la vio intentándolo. "Esa gente sabe muy bien lo que está fallando, pero su solución es seguir en esto, explotarnos a nosotras es lo mejor que pueden y saben hacer. Creeme, no tiene caso que insistas, solo te ganarás los gritos de un cascarrabias", le aconsejó su amiga en esa ocasión. Y al final, Valeria terminó por darse por vencida, poco a poco se fue dando cuenta de cómo funcionaban las cosas allí y optó por cerrar la boca y asentir en silencio como mejor forma de lidiar con sus frustraciones.
"Sí, señor, prometo que no volverá a pasar", le dijo casi maquinalmente mientras agachaba la cabeza aplicando el ritual que había aprendido.
"Espero que sea así", respondió el capataz.
"Buenas noches, señor Enrique", se despidió ella antes de darse media vuelta para seguir su camino. Él no le respondió.
Algo ofuscada, Valeria procuró inhalar profundamente cuando llegó al exterior y, si bien no era el aire más limpio del mundo, se sintió algo más tranquila cuando lo hizo. Se acomodó el blazer y se arregló el pelo antes de seguir caminando hacia la parada. El sol todavía lanzaba unos últimos rayos de luz al cielo y, por lo menos, no tuvo que caminar en medio de la penumbra. Las nubes estaban pintadas de un rosado intenso, casi parecían algodones de azúcar.
'¡Quién pudiera tener un castillo en el cielo!', pensó, consciente de la ingenuidad de su ocurrencia.
Cuando llegó a la parada, varias compañeras todavía esperaban a que pasara un bus. Como las conocía de vista, Valeria las saludó con una sonrisa y se recostó de la viga para descansar un poco. Pasaron unos cinco minutos y el autobús rojo nada que pasaba, Valeria empezaba a aburrirse y la parada ya casi estaba sola. Como la Zona Industrial no era la más segura de la ciudad, no quiso sacar su teléfono ni para mirar la hora, así que se concentró en las nubes cada vez más oscuras que todavía quedaban en el cielo. Los atardeceres eran para ella el momento más agradable del día y si algo lamentaba de su trabajo actual era que casi nunca tenía la oportunidad de contemplarlos; en todo caso, debía conformarse con las nubes pintadas que quedaban rezagadas justo cuando el sol estaba por ocultarse. Al menos era algo...
De pronto, el ruido del autobús deteniéndose justo enfrente la sacó de su letargo, era su ruta y ni siquiera se había dado cuenta de cuándo había aparecido. Sacudiendo un poco la cabeza, se enderezó y esperó a que se terminaran de montar sus compañeras para subir de última. Al entrar, Valeria echó un vistazo por el pasillo y una pequeña alegría brilló en su corazón cuando descubrió que había muchos asientos vacíos. Como aquella era una zona llena de fábricas y almacenes, muchos trabajadores salían a la misma hora y, a pesar de que era el comienzo de la ruta, los buses se llenaban en un santiamén. Pocas cosas podían ser más significativas para un obrero cansado que un autobús vacío al final de la jornada. Era casi como un regalo divino.
Agradecida, Valeria caminó hasta el fondo del pasillo y se sentó en la penúltima fila del lado de la ventana. La marcha del autobús era constante y de vez en cuando se detenía para cargar y descargar pasajeros. A medida que se acercaban al centro, el desplazamiento se hizo más pesado y el bus se fue llenando de gente. Había mucho tráfico allá afuera y Valeria se quedó contemplando el paisaje urbano para distraerse. Con la mente en blanco y el cuerpo adormecido por el cansancio, bostezó un par de veces y se acomodó en su asiento para intentar dormir. No obstante, un pensamiento pasó por su cabeza repentinamente cuando la calma parecía haberse cernido sobre ella:
'¿Quién es esa chica que mencionó la señora del piso tres esta mañana? De los seis apartamentos que hay en el piso cinco, solo dos están habitados: nosotros y el señor Lucas, nuestro vecino', se cuestionó. Ella no recordaba haber visto a ninguna chica que viviera en su piso.