Lucía se levantó lentamente, sus movimientos más lentos de lo habitual. Se acercó al espejo del tocador y se miró con detenimiento, como si buscara rastros visibles de lo que había sucedido. Nada en su apariencia reflejaba el miedo o la confusión que la habían envuelto la noche anterior, pero dentro de ella la sensación de vulnerabilidad persistía. Se vistió con un traje sencillo y salió de la habitación, decidida a ocupar su mente en los deberes del día.
Aun así, mientras bajaba las escaleras y atravesaba los amplios pasillos de la mansión, la imagen del hombre, Gabriel, volvía a su mente. Su voz grave, el modo en que la había mirado, como si la viera realmente por lo que era y no por el apellido que llevaba. Y entonces estaba su situación: la ropa gastada, la barba desordenada, el olor a la vida dura en las calles. Era obvio que no tenía mucho, y había arriesgado su vida para protegerla.
"Debería hacer algo por él", pensó Lucía, mientras entraba en el comedor, donde su madre, Isabel, ya la esperaba para el desayuno. Esa idea se había instalado en su mente desde que despertó, y cuanto más pensaba en ello, más se convencía de que debía buscarlo y ofrecerle alguna ayuda. Pero en lo más profundo de su ser, algo la frenaba, una voz de advertencia que la instaba a olvidarse de aquel hombre y del callejón.
-Lucía, pareces distraída -comentó su madre, mirándola con un ligero fruncimiento en la frente-. Anoche estabas... diferente. Te vi más callada durante la gala. ¿Te encuentras bien?
-Estoy bien, mamá -respondió Lucía, forzando una sonrisa mientras tomaba una taza de té-. Solo... no dormí muy bien.
Isabel la estudió por un momento antes de dejar el tema. No era una mujer particularmente afectuosa, pero sabía cuándo dejar de insistir. En cambio, cambió la conversación a temas más ligeros.
-Tu padre mencionó que hay una nueva exposición en el museo la semana que viene. Te gustaría ir, ¿verdad? Será una excelente oportunidad para que te veas con Ernesto. Dice que quiere hablar contigo.
El nombre de Ernesto provocó una oleada de incomodidad en Lucía. Ernesto Salvatierra era el hombre con el que sus padres esperaban que se casara, un candidato adecuado por su linaje y conexiones, pero cuya presencia le resultaba tan fría como la porcelana en la mesa.
-Sí, claro. -respondió, aunque su voz sonaba ausente.
La conversación continuó sin ella realmente participar. Sus pensamientos habían vuelto a Gabriel, a la mirada intensa que él le dirigió antes de que se separaran en la calle principal. ¿Qué haría ahora? ¿Seguiría viviendo en la indigencia, vagando de un lugar a otro sin un destino fijo? La sensación de que le debía algo era un peso que no podía quitarse de encima.
Después del desayuno, se dirigió a la biblioteca de la casa, un lugar que siempre había encontrado reconfortante. Entre las hileras de libros y el aroma a papel antiguo, se sentía más segura. Se sentó en uno de los sillones de cuero y tomó un libro al azar, pero sus ojos no se concentraban en las páginas.
Finalmente, dejó el libro a un lado y se levantó con determinación. Sin pensarlo demasiado, decidió salir. Tomaría uno de los autos de la familia e iría a buscar a Gabriel, aunque no supiera por dónde empezar. Le pediría al chofer que la llevara al barrio donde ocurrió el ataque. Sin embargo, justo cuando estaba por ordenar que prepararan el auto, su madre la interceptó en el vestíbulo.
-¿A dónde vas, Lucía? -preguntó Isabel, alzando una ceja con curiosidad-. Dijiste que no te encontrabas bien.
Lucía dudó por un momento. Una parte de ella sabía que su madre nunca aprobaría lo que estaba a punto de hacer. La sola idea de que su hija se acercara a alguien como Gabriel sería considerada inaceptable, una mancha para la reputación familiar.
-Solo voy a... dar un paseo. Necesito despejarme -mintió, pero la inquietud en su voz traicionó sus intenciones.
-No me parece prudente, hija. Hay muchas cosas que debes hacer hoy, y sería mejor que no vagaras sin rumbo. El compromiso con la familia Salvatierra es importante y...
-Lo sé, mamá -interrumpió Lucía con más firmeza de la que pretendía-. Solo necesito un momento para mí, por favor.
Isabel la miró durante un segundo más antes de asentir, aunque con la desaprobación claramente reflejada en sus ojos.
-Está bien. No tardes mucho.
Lucía salió apresuradamente, sintiendo un alivio extraño al estar finalmente fuera de la mansión. El chofer la esperaba al pie de la escalinata, y ella le indicó el destino con voz firme. El auto la dejó cerca del barrio donde había tenido lugar el incidente la noche anterior. No sabía por dónde empezar, pero comenzó a caminar, esperando que el azar la guiara.
Se adentró por varias calles, preguntando discretamente a algunos transeúntes si conocían a un hombre con las características de Gabriel. La mayoría la miraba con sospecha o con extrañeza, pero finalmente un hombre mayor que estaba sentado en la entrada de una tienda de antigüedades le indicó que Gabriel solía pasar el rato en un refugio cercano.
Lucía caminó hasta allí y, efectivamente, lo encontró sentado en un banco en el exterior, con la cabeza baja, observando distraídamente el pavimento. Sintió un impulso de dar media vuelta y marcharse, pero había llegado demasiado lejos para echarse atrás. Tomó aire y se acercó.
-Hola -dijo, con más suavidad de la que esperaba-. No sé si me recuerdas...
Gabriel levantó la vista, y en su mirada se encendió un destello de reconocimiento.
-Claro que te recuerdo -respondió con una leve sonrisa, aunque sus ojos seguían siendo cautelosos-. ¿Qué haces aquí? Pensé que alguien como tú no volvería a pisar estas calles.
Lucía sintió el peso de la insinuación en sus palabras. Era verdad, no tenía motivos para estar allí, al menos no según los estándares del mundo en el que había crecido.
-Quería agradecerte por lo que hiciste anoche. Me salvaste la vida -dijo ella, intentando no sonar condescendiente-. Me gustaría ayudarte... de alguna manera.
-No necesito tu ayuda -respondió Gabriel con tono firme, aunque no hostil-. Lo que hice no fue nada. Cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo.
-Aún así, siento que te debo algo -insistió Lucía, dando un paso hacia él-. No sé cómo explicarlo, pero no puedo simplemente ignorar lo que pasó.
Gabriel la miró en silencio, como si estuviera evaluando la sinceridad en sus palabras. Finalmente, suspiró y sacudió la cabeza.
-No me debes nada, Lucía. Yo no soy alguien que pueda beneficiarse de tu caridad. Y créeme, tu mundo y el mío no deberían cruzarse de nuevo.
-¿Por qué no? -preguntó ella con una mezcla de frustración y curiosidad-. ¿Por qué sigues alejándome?
-Porque no perteneces aquí -respondió Gabriel con una dureza que parecía más dirigida a sí mismo que a ella-. Lo que viste anoche no es el tipo de cosas a las que estás acostumbrada. Es mejor que regreses a tu vida cómoda y dejes esto atrás.
Las palabras de Gabriel resonaron en ella con más fuerza de la que esperaba. Lucía se sintió desafiada, pero también intrigada. Había algo en él que la hacía querer saber más, romper esa barrera invisible que los separaba.
-Quizás no pertenezca aquí -admitió Lucía, con la mirada fija en los ojos de Gabriel-, pero eso no significa que no quiera entender.
Gabriel permaneció en silencio por un momento antes de responder, con una voz más suave de lo que ella había oído hasta entonces.
-Entender puede ser más peligroso de lo que crees, Lucía.