Durante los días siguientes, Lucía se dedicó a reunir discretamente algo de dinero. Vendió un par de joyas pequeñas que había recibido como regalos, lo suficiente para tener efectivo sin depender de sus cuentas bancarias, que su madre vigilaba con regularidad. Con ese dinero en mano, compró algunas prendas de ropa sencilla y algo de comida, pensando que, si iba a ver a Gabriel, lo mínimo que podía hacer era ofrecerle algo que realmente pudiera necesitar.
El día que decidió volver, salió temprano de la mansión, alegando que iba a visitar a una amiga en el club de campo. En lugar de dirigirse allí, tomó un taxi y le pidió al conductor que la dejara a varias calles de su verdadero destino. Caminó el resto del trayecto con una mochila ligera en la espalda, sintiéndose extraña al andar por las calles polvorientas con un atuendo menos elegante que de costumbre. Sin embargo, no era momento de preocuparse por su apariencia. Había llegado demasiado lejos como para echarse atrás.
Al acercarse al refugio donde había visto a Gabriel la última vez, su corazón latía con fuerza. Sintió un breve momento de duda, pero lo ignoró y avanzó hasta que lo vio. Gabriel estaba sentado en el mismo banco, con la cabeza inclinada, como si el mundo entero le pesara sobre los hombros. Lucía se acercó con pasos decididos, pero cuando estuvo a unos metros, él alzó la mirada, y en sus ojos se dibujó una mezcla de sorpresa y exasperación.
-Tú otra vez -dijo Gabriel, sacudiendo la cabeza como si no pudiera creer lo que veía-. ¿No te quedó claro la última vez, Lucía? No tienes nada que hacer aquí.
-No podía dejar las cosas así -respondió Lucía, abriendo la mochila y sacando las prendas de ropa que había comprado-. Traje esto para ti. No es mucho, pero pensé que...
-No lo quiero. -Gabriel la interrumpió con frialdad. Su expresión se endureció y sus labios formaron una línea tensa-. No necesito tu caridad.
Lucía sintió una mezcla de frustración y determinación ante el rechazo. Había esperado que Gabriel se mostrara reticente, pero su tono, tan cortante, la hizo sentirse como una niña regañada. Aun así, no se dejó intimidar y dio un paso más hacia él, colocando las prendas sobre el banco a su lado.
-No es caridad -dijo con firmeza, sus ojos brillando con una intensidad que Gabriel no había visto antes-. Es solo un agradecimiento. Me salvaste de algo horrible y no puedo simplemente ignorar eso. No es justo.
Gabriel soltó una risa amarga y se levantó del banco, dejando las prendas donde estaban. -Lucía, tú no entiendes nada -dijo, su voz baja pero llena de un dolor apenas contenido-. Lo que pasó esa noche no fue nada en comparación con las cosas que pasan todos los días por aquí. No quiero ni necesito tu agradecimiento.
Lucía sintió cómo una mezcla de emociones hervía en su interior. No se trataba solo de la humillación que sentía por el rechazo de Gabriel, sino también de la sensación de que, cuanto más intentaba entenderlo, más se daba cuenta de que había un muro impenetrable entre ellos. Sin embargo, no estaba dispuesta a marcharse sin obtener al menos alguna respuesta.
-Sé sobre el incendio -dijo, con la voz apenas audible al principio, pero tomando fuerza conforme las palabras salían de su boca-. Sé lo que pasó con tu familia.
Por un momento, el tiempo pareció detenerse. Gabriel se quedó inmóvil, su expresión cambió y algo en su mirada se quebró. El aire a su alrededor se hizo pesado, como si una sombra hubiera descendido sobre ellos.
-¿Qué sabes tú del incendio? -preguntó finalmente, con voz contenida y oscura-. Lo que crees saber no es ni la mitad de lo que realmente pasó.
Lucía tragó saliva, consciente de que había cruzado una línea. Podía ver que Gabriel estaba luchando contra un torbellino de recuerdos, pero ella no podía retractarse ahora.
-Leí sobre ello -explicó-. Encontré un artículo de hace años que mencionaba un accidente en una fábrica... decían que murieron varias personas, entre ellas tu familia.
Gabriel dio un paso hacia ella, y aunque no levantó la voz, su tono transmitía una intensidad que hizo que el corazón de Lucía latiera con fuerza.
-Lo que los periódicos dijeron fue solo una parte de la historia -dijo, su mirada clavada en ella con una mezcla de rabia y dolor-. El incendio no fue un accidente, Lucía. Hubo muchas manos involucradas, y el verdadero culpable nunca fue castigado.
Lucía sintió un escalofrío recorrerle la espalda. El tono sombrío de Gabriel y la expresión atormentada en su rostro le decían que había mucho más detrás de lo que ella podía imaginar. Sin embargo, su determinación se fortaleció.
-Entonces, dímelo -pidió ella, dando un paso más hacia él, casi desafiándolo-. Cuéntame la verdad, Gabriel. Tal vez no pueda entenderlo todo, pero eso no significa que no quiera saber.
Gabriel la miró por un largo momento, como si estuviera debatiéndose entre confiar en ella o mandarla lejos de una vez por todas. Finalmente, sacudió la cabeza con amargura y dio un paso atrás.
-No, Lucía. No entiendes en lo que te estás metiendo -replicó, su tono casi un susurro-. Cuanto más te acerques, más peligroso será para ti. Es mejor que te alejes antes de que te arrastres conmigo al mismo infierno del que llevo años intentando escapar.
-Pero...
-No -la cortó con un gesto de la mano-. No soy tu proyecto de caridad, ni tu distracción de la vida vacía que llevas. Esto no es un juego, y no quiero que acabes herida o peor por algo que ni siquiera puedes comprender.
Lucía sintió cómo el enojo la invadía, pero también un extraño dolor al escuchar las palabras de Gabriel. Lo que decía era cruel, pero no podía dejar de sentir que su preocupación, por dura que fuera, contenía una verdad.
-No estoy aquí por lástima -dijo con voz firme-. Ni por caridad, ni porque quiera jugar con tu vida. Estoy aquí porque creo que mereces algo mejor que esto. Y porque quiero ayudarte.
-¿Ayudarme? -repitió Gabriel, riéndose de nuevo, pero esta vez sin rastro de alegría-. Lucía, lo que yo necesito no es ayuda. Es justicia. Y eso no es algo que puedas comprar con ropa nueva o comida.
-Entonces dime cómo puedo ayudarte a conseguirla -insistió ella, alzando la voz-. No me importa lo que cueste o lo difícil que sea. Si hay algo que pueda hacer...
Gabriel la interrumpió, acercándose lo suficiente como para que sus ojos quedaran a la misma altura, llenos de una intensidad que quemaba.
-No puedes hacer nada, porque ya estás atrapada en una red que ni siquiera sabes que existe -dijo, con un tono que dejaba en claro la desesperanza-. Si sigues insistiendo, te convertirás en otro peón en un juego que lleva años jugándose. Y créeme, los peones siempre son los primeros en caer.
Lucía sintió cómo el peso de sus palabras la aplastaba, pero no se movió. Permaneció frente a él, con la respiración entrecortada y la certeza de que, a pesar del riesgo, no podía simplemente retroceder.
-No voy a marcharme -dijo con la voz temblorosa, pero con una resolución que sorprendió incluso a Gabriel-. No esta vez.
El silencio que siguió fue como un mar en calma antes de una tormenta. Gabriel la miró con algo que se parecía al respeto, aunque su expresión se mantenía sombría.
-Haz lo que quieras, Lucía -dijo finalmente, volviendo a sentarse en el banco-. Pero cuando el fuego se extienda, no digas que no te lo advertí.
Lucía se quedó allí por un momento más, sintiendo que había dado un paso más cerca del abismo. Luego, sin una palabra más, se dio la vuelta y se alejó, con la mochila aún en la mano y una determinación renovada en su corazón. No sabía exactamente en qué se estaba metiendo, pero estaba dispuesta a descubrirlo, cueste lo que cueste.