El descubrimiento la dejó aturdida. Hasta ese momento, no había imaginado que el incendio estuviera ligado a personas tan cercanas a ella. Era como si una red de mentiras se tejiera más estrechamente alrededor de su vida con cada verdad que descubría. Supo que necesitaba saber más, así que se dirigió a la biblioteca del club social al que pertenecían los Salvatierra. Allí, entre documentos históricos y registros de empresas, esperaba encontrar más respuestas.
Pasaron horas antes de que finalmente hallara lo que buscaba: un informe del seguro sobre la fábrica destruida. El informe mencionaba que el incendio había sido catalogado como "accidental", causado por un "corto circuito en la maquinaria". Sin embargo, en un anexo olvidado, se hacía referencia a testigos que afirmaban haber visto a alguien salir del edificio momentos antes de que las llamas comenzaran a devorarlo. Al parecer, esos testimonios fueron descartados rápidamente, ya que la palabra de "gente de la calle" no valía mucho en comparación con la de un Salvatierra.
Lucía sintió que la rabia crecía dentro de ella mientras repasaba el informe. Al seguir tirando del hilo, descubrió que el patriarca de la familia, Eduardo Salvatierra, el padre de Ernesto, había reclamado el seguro apenas unas semanas después del siniestro. La suma recibida no solo cubría las pérdidas, sino que le reportó una ganancia significativa, justo en un momento en que la fábrica estaba a punto de declararse en bancarrota. El incendio había sido una solución conveniente y trágica para sus problemas financieros.
La implicación era clara: el incendio no había sido un accidente. Había sido provocado intencionalmente para eliminar la fábrica, reclamar el dinero del seguro y evitar que los Salvatierra perdieran su estatus. La crueldad de esa acción, el costo de vidas humanas, incluía la de la familia de Gabriel.
Lucía sabía que tenía que confrontar a Gabriel con lo que había descubierto. Sentía que él tenía derecho a saber que alguien estaba dispuesto a sacar la verdad a la luz, aunque dudaba si su presencia realmente sería bien recibida.
El día que decidió buscarlo de nuevo, encontró a Gabriel en el mismo refugio. Parecía estar en peor estado que la última vez, con el rostro cansado y la mirada vacía. Sin embargo, cuando la vio acercarse, su expresión se endureció.
-¿Otra vez tú? -murmuró con desdén, mientras se llevaba un cigarrillo a los labios-. ¿Qué quieres ahora?
Lucía no se dejó intimidar por su actitud fría. Se sentó a su lado sin pedir permiso y habló en voz baja, sin rodeos.
-He estado investigando sobre el incendio -dijo, observando de cerca la reacción de Gabriel-. Descubrí que la fábrica era propiedad de los Salvatierra... y que Eduardo Salvatierra, el padre de Ernesto, mi prometido, fue quien orquestó todo para cobrar el seguro.
Gabriel se quedó inmóvil, su mano apretando el cigarrillo hasta que la ceniza cayó al suelo. Sus ojos se clavaron en los de Lucía, llenos de una furia contenida.
-¿Por qué no me sorprende? -murmuró con un tono amargo-. Sabía que esa gente era capaz de cualquier cosa para mantener su dinero y su poder. Pero no pensé que llegarían tan lejos como para matar a personas inocentes.
-Gabriel, esto no fue solo una tragedia... fue un crimen -continuó Lucía, sintiendo la urgencia en sus propias palabras-. Y estoy segura de que tu familia no fue la única afectada. Quiero que se haga justicia, y para eso necesito tu ayuda.
-¿Justicia? -repitió Gabriel con una risa amarga-. La justicia no existe para gente como nosotros, Lucía. Los ricos siempre encuentran la forma de salirse con la suya. Lo que tú llamas justicia no es más que un juego de poder y conveniencia.
Lucía vio el dolor en sus ojos y se sintió más determinada que nunca. -Sé que es difícil de creer -dijo ella-, pero no soy como ellos. No sabía nada de esto. Me he dado cuenta de que la gente a mi alrededor ha estado mintiendo y encubriendo cosas terribles. No puedo simplemente seguir como si nada hubiera pasado.
-¿Y qué piensas hacer? -preguntó Gabriel, con un tono sarcástico que apenas disimulaba el dolor detrás-. ¿Enfrentarte a tu futuro suegro y acusarlo de asesinato? ¿Arruinar la vida de todos a tu alrededor solo porque sientes lástima por un vagabundo?
-No lo hago por lástima, Gabriel -replicó Lucía con vehemencia-. Lo hago porque es lo correcto. Porque la gente como Eduardo Salvatierra no debería salirse con la suya después de destruir vidas. Y porque tú... tú mereces algo mejor que esta miseria.
Gabriel la miró con una mezcla de escepticismo y asombro. Era evidente que no esperaba escuchar esas palabras de una mujer como Lucía Ferrer, nacida en la opulencia, alguien que en teoría no debería preocuparse por los problemas de la clase baja. Pero también había en él una chispa de curiosidad, una que Lucía esperaba poder avivar.
-Incluso si estuvieras dispuesta a enfrentarte a los Salvatierra -dijo Gabriel, bajando la voz-, no tienes idea de lo que eso implicaría. La gente como ellos no juega limpio, Lucía. Tienen contactos, dinero y mucho que perder. Si te metes en esto, podrías acabar muy mal. No es solo tu reputación lo que está en juego, es tu vida.
-Lo sé -respondió ella con firmeza-. Pero no puedo dar marcha atrás ahora. Me lo debes, Gabriel. Necesito saber todo lo que tú sabes para poder hacer algo. Tú estabas allí, viste lo que pasó realmente.
Gabriel apretó los dientes y miró hacia el horizonte, como si estuviera debatiéndose internamente. Finalmente, soltó un suspiro y empezó a hablar, con una voz que casi parecía escaparse de él.
-La noche del incendio, vi a un hombre salir de la fábrica unos minutos antes de que las llamas empezaran a extenderse -dijo, con la mirada perdida-. Llevaba un encendedor en la mano y un maletín en la otra. Nunca lo había visto antes, pero estaba bien vestido... demasiado para ser un trabajador.
Lucía escuchaba con atención, sus dedos aferrándose al borde del banco.
-Intenté detenerlo, pero él solo me miró y dijo: "Mejor vete de aquí si no quieres terminar como el resto". Y luego se fue, caminando como si nada. Minutos después, el fuego ya estaba fuera de control. Traté de volver por mi familia, pero el humo era insoportable... -Gabriel se detuvo, con la voz quebrada-. No pude salvarlos.
Lucía sintió un nudo en la garganta al escuchar la historia. Sabía que Gabriel había vivido un infierno esa noche, uno del que nunca se había recuperado. Pero lo más inquietante de todo era el misterio del hombre que había visto.
-Ese hombre... -dijo ella-, ¿crees que trabajaba para los Salvatierra?
-No lo sé -admitió Gabriel, volviendo su mirada hacia ella-. Pero dudo que estuviera allí por casualidad. Los Salvatierra tienen una forma de hacer que la suciedad desaparezca de sus manos, incluso cuando son ellos los que la provocan.
El silencio se extendió entre ellos, pesado e incómodo. Lucía sabía que no podía detenerse ahí. Debía encontrar pruebas, algo que vinculara a Eduardo Salvatierra con aquel hombre misterioso, algo más que las palabras de Gabriel, por muy verdaderas que fueran.
-Gabriel, sé que me pediste que me alejara, pero ya no puedo hacerlo -dijo Lucía, alzando la vista hacia él-. No voy a parar hasta descubrir la verdad, incluso si eso significa enfrentarme a mi propia familia y romper con Ernesto.
-Entonces, prepárate para lo peor -advirtió él, su tono severo-. Porque si vas a desafiar a los Salvatierra, necesitarás algo más que coraje. Vas a necesitar pruebas, y esas pruebas están bien escondidas. Te pueden aplastar sin dudarlo.
Lucía asintió. Sabía que el camino que tenía delante era peligroso, pero no podía volver atrás. Si alguien debía pagar por lo que sucedió en esa fábrica, no importaba cuán poderoso fuera, ella lo haría caer. La justicia no sería solo un sueño inalcanzable; se convertiría en su objetivo más importante.
Gabriel, al verla tan decidida, no pudo evitar sentir una mezcla de admiración y temor por ella. Sabía que, a partir de ese momento, sus destinos estaban entrelazados en una peligrosa danza entre la verdad y el poder.