-Señorita Ferrer, creo que ya es hora de irnos -dijo Luis, con voz grave-. Este no es un lugar seguro para usted, y su madre estará preocupada.
Lucía sintió una oleada de irritación ante el tono protector de Luis. No era la primera vez que alguien trataba de controlarla, pero ese día, la presión de estar atrapada entre dos mundos la empujó a reaccionar.
-Luis, no necesito una niñera -replicó con frialdad, girándose para enfrentarlo-. Si yo decidí venir aquí, es asunto mío. Y si te atreves a decirle a mi madre dónde he estado, será mejor que te vayas despidiendo de tu trabajo.
La expresión del chofer se endureció, pero asintió con resignación. -Como usted diga, señorita -respondió, inclinando ligeramente la cabeza. Sin embargo, el brillo en sus ojos indicaba que no estaba convencido de la sensatez de la decisión de su joven jefa.
Gabriel, que había estado observando el intercambio, dejó escapar una leve risa sarcástica. -Ya ves, princesa -dijo, con un tono que era mitad burla, mitad advertencia-. En tu mundo, el dinero y la influencia lo son todo. Aquí, eso no vale mucho.
Lucía se sintió dividida por el comentario. Por un lado, quería demostrarle a Gabriel que no era la persona que él creía, pero por otro, no podía negar que las palabras del chofer habían despertado en ella una conciencia incómoda. Sin embargo, se limitó a mirarlo con determinación antes de responder.
-Tal vez en este momento no valga mucho, pero eso no significa que no pueda hacer algo bueno con ello. -Sus ojos se encontraron con los de Gabriel, buscando alguna señal de que su esfuerzo no había sido en vano.
Él la miró por un momento, sin hablar. Luego, simplemente se encogió de hombros y dio un paso atrás, como aceptando su partida.
-Haz lo que quieras, Lucía. Al final, todos volvemos a nuestro lugar. Y este -dijo, señalando el barrio que los rodeaba- no es el tuyo.
Sin decir más, Lucía se dio la vuelta y caminó hacia el auto, con Luis siguiéndola de cerca. Sabía que sus palabras no habían convencido a Gabriel, pero también sabía que no podía quedarse allí mucho más tiempo. No quería darle a su madre más razones para sospechar.
Cuando el auto comenzó a avanzar por las calles hacia la mansión Ferrer, Lucía miró por la ventana, dejando que las escenas urbanas pasaran rápidamente, como si al ir más rápido pudiera dejar atrás la confusión y el sentimiento de culpa que sentía. No sabía si estaba tratando de demostrar algo a Gabriel, a su madre o a ella misma. Lo único claro era que su vida, tan perfectamente controlada, comenzaba a llenarse de grietas.
Al llegar a la mansión, Lucía se bajó del auto y subió las escaleras con paso rápido, esperando evitar cualquier encuentro con su madre. Sin embargo, apenas cruzó el umbral del vestíbulo, vio a Isabel esperándola, con los brazos cruzados y una expresión inescrutable en el rostro.
-Lucía -dijo Isabel, con un tono tan calmado que resultaba inquietante-. ¿Dónde has estado?
-Paseando -respondió Lucía con naturalidad-. Te lo dije, necesitaba despejarme un poco.
Isabel la observó con los ojos entrecerrados, como si pudiera ver a través de su respuesta. Sin decir nada, dio un paso hacia un lado, revelando lo que tenía en la mano: un iPad con un mapa de la ciudad. Un punto rojo indicaba la ubicación exacta donde Lucía había estado hace solo unos minutos.
-Paseando, ¿dices? -replicó Isabel con una ceja alzada-. Según el GPS del auto, estuviste en un barrio que, francamente, no es apropiado para una señorita de tu clase. ¿Qué estabas haciendo allí?
Lucía sintió una punzada de pánico recorrerle la espalda. Había olvidado por completo que los autos de la familia Ferrer estaban equipados con rastreadores GPS, un detalle insignificante en su vida diaria, pero que ahora se volvía en su contra. Hizo un esfuerzo por mantener la calma y encontrar una explicación plausible.
-Vi algo interesante mientras conducíamos -improvisó rápidamente-. Había una galería de arte en esa zona y quise detenerme a echar un vistazo. No pensé que sería un problema.
-¿Una galería de arte? -repitió su madre con escepticismo-. ¿En un barrio donde apenas hay tiendas, mucho menos galerías? Lucía, si vas a mentirme, al menos hazlo bien.
Lucía sintió cómo la tensión crecía. Era raro que su madre la confrontara de manera tan directa, y menos aún en un tono que rozaba la acusación. Se vio obligada a continuar con su mentira, tejiéndola con la mayor naturalidad posible.
-No es una galería formal -insistió ella-. Es más como un espacio alternativo donde los artistas locales exhiben sus obras. Sabía que no era una zona usual para mí, pero quería explorar algo diferente. ¿Por qué tanta preocupación?
-Porque no es el tipo de lugares donde una joven como tú debería andar sola, Lucía -respondió Isabel, dando un paso hacia ella-. Y sabes muy bien que tengo mis razones para preocuparme por ti. Con toda la atención que recibimos, no podemos permitirnos distracciones imprudentes. Tu padre no estaría contento si supiera de tus... escapadas.
Lucía sintió cómo la presión de las expectativas familiares volvía a caer sobre ella, aplastante. Esa vida planificada y segura, donde cada paso estaba calculado para reforzar la imagen pública, se estaba volviendo insostenible. Y por primera vez, sentía que mentir era la única forma de protegerse, de proteger lo que había empezado a despertar en su interior.
-Entiendo, mamá -dijo finalmente, bajando la vista para evitar la mirada acusatoria de Isabel-. Lo siento si te preocupé. No volverá a suceder.
Isabel la estudió en silencio por un momento más, antes de asentir lentamente. -Eso espero, Lucía. Sabes que tu compromiso con Ernesto está cada vez más cerca, y no es momento para comportamientos impulsivos.
Lucía asintió, pero en su interior, algo se revolvía. La mención de Ernesto, del compromiso inminente, le recordaba la jaula dorada en la que había vivido toda su vida. Y ahora, había tenido un atisbo de algo más, algo que la hacía cuestionarse si estaba dispuesta a seguir el camino que otros habían trazado para ella.
Cuando su madre se alejó, Lucía subió las escaleras rápidamente y se encerró en su habitación, cerrando la puerta con fuerza. El peso de la conversación la dejó exhausta, pero no podía simplemente ignorar la sensación que se instalaba en su pecho. Se acercó a la ventana y miró hacia afuera, hacia la ciudad que se extendía bajo la colina. Sabía que no podía volver a ese barrio sin levantar más sospechas, pero tampoco estaba dispuesta a renunciar.
Esa misma noche, decidió tomar otro camino. Sabía que había formas más discretas de buscar información, y si su madre pensaba que la había disuadido, estaba equivocada. Lucía se sentó frente a su escritorio, abrió su computadora portátil y comenzó a investigar. Escribió "Gabriel" en el motor de búsqueda, acompañado del nombre del refugio donde lo había encontrado, con la esperanza de encontrar algo que le diera pistas sobre su vida.
Pasaron varios minutos sin resultados relevantes. Parecía que Gabriel era un fantasma, alguien que apenas dejaba rastro de su existencia. Sin embargo, cuanto más buscaba, más determinada se volvía. Algo la empujaba a descubrir la verdad, a entender quién era aquel hombre y por qué la vida la había llevado a cruzarse con él de esa manera.
Cuando ya estaba por cerrar la computadora, un artículo viejo, perdido entre otros resultados, llamó su atención. Hablaba de un accidente trágico en una fábrica varios años atrás, donde un tal Gabriel Fernández había perdido a su familia en un incendio. Lucía sintió un nudo en la garganta al leer el breve resumen. ¿Sería posible que aquel Gabriel fuera el mismo hombre que la había salvado?
Se quedó mirando la pantalla, pensando en todo lo que había sucedido en las últimas veinticuatro horas. La decisión de seguir investigando era arriesgada, lo sabía. Pero ya no se trataba solo de una deuda de gratitud o de un impulso momentáneo. Se trataba de algo más profundo, de una conexión que, sin saber cómo ni por qué, había empezado
a desafiar todas las reglas que hasta entonces habían regido su vida.