-Manhattan.
Francelys se quedó helada. Solo había un ángel para quien bastaba esa única palabra como dirección. Incluso los ángeles tenían una jerarquía, y ella sabía muy bien quién estaba en la cima. No obstante, el miedo desapareció tan rápido como había llegado. Era improbable que el señor Humberto, por poderoso que fuera, conociese a un arcángel, a un miembro del Grupo de los Diez que decidía quién era Convertido y quién efectuaba la Conversión.
-¿Hay algún problema?
Francelys levantó la cabeza de inmediato al oír la pregunta del guarda.
-No, por supuesto que no. -Fingió consultar su reloj-. Será mejor que me vaya. Por favor, salude de mi parte al señor Humberto.
Y tras eso, abandonó los lujosos confines del jet y el hedor del miedo de su carga. Jamás llegaría a comprender por qué Convertían a tantísimos imbéciles. Quizá, pensó, estuvieran bien al principio y solo se convirtiesen en capullos después de unos cuantos años bebiendo sangre. A saber lo que aquello le hacía al cerebro...
Sin embargo, aquella teoría no explicaba lo de su última captura: el tipo tenía dos años como mucho.
Se encogió de hombros y se metió en el coche. Aunque se moría de ganas de abrir el sobre sellado, esperó a llegar a casa, a su bonito apartamento situado en el Lower Manhattan. Dado que se pasaban la mayoría del tiempo persiguiendo a escoria, muchos de los cazadores solían convertir sus hogares en refugios. Y Francelys no era una excepción.
Al entrar, se quitó las botas de una sacudida y se dirigió a la fastuosa bañera con ducha. Por lo general, seguía el ritual de librarse de la mugre y aplicarse las cremas y los perfumes que coleccionaba. Raimon pensaba que esas manías femeninas suyas eran de lo más graciosas y no dejaba de tomarle el pelo, pero la última vez que abrió su bocaza, ella se la devolvió comentándole lo brillante y suave que se veía su largo cabello negro; ¿tal vez por el uso de acondicionador?
Sin embargo, aquella noche no tenía ni paciencia ni ganas para mimarse. Se desnudó, se frotó con rapidez para librarse del hedor a vampiro cagado de miedo, se puso un pijama de algodón y se cepilló el pelo mientras preparaba café.
En cuanto estuvo hecho, llevó la taza hasta la mesita de café, la depositó con cuidado sobre un posavasos... y cedió a las imperiosas exigencias de su curiosidad: rasgó el sobre en un segundo.
El papel era grueso; la filigrana, elegante... y el nombre que había al final de la página resultaba lo bastante aterrador para hacerle desear empaquetar todas sus cosas y salir de allí pitando. Hacia el agujero más diminuto y lejano que pudiera encontrar.
Sin poder creérselo, recorrió la página con la mirada una vez más. Las palabras no habían cambiado.
"Sería un honor para mí que se reuniera conmigo para desayunar, a las ocho en punto de la mañana"
ANTONIO
No había ninguna dirección, pero no era necesaria. Alzó la vista para contemplar la columna iluminada de la Torre del Arcángel a través del gigantesco ventanal que había hecho que aquel apartamento fuera ridículamente caro... y atractivo. Uno de sus placeres secretos era sentarse allí y ver a los ángeles alzar el vuelo desde las terrazas más elevadas de la Torre.
Por la noche, parecían sombras suaves y oscuras. Durante el día, sin embargo, sus alas brillaban bajo el sol y sus movimientos resultaban increíblemente elegantes. Iban y venían a lo largo de toda la jornada, pero a veces los veía sentados en aquellos altísimos balcones, con las piernas colgando en el vacío. Suponía que éstos eran los ángeles más jóvenes, aunque «juventud» fuese un término relativo.
Aunque sabía que la mayoría de ellos eran muchas décadas mayores que ella, aquella imagen siempre le arrancaba una sonrisa. Era la única vez que los veía comportarse de una forma que podría considerarse normal. Por lo general, eran fríos y distantes, tan por encima de los insulsos humanos que no podían comprenderlos.
Al día siguiente ella también estaría allí arriba, en aquella torre de luces y cristal. Aunque no iba a reunirse con uno de aquellos ángeles jóvenes y accesibles. No, al día siguiente se sentaría frente al arcángel en persona.
«Antonio.»
Francelys se inclinó hacia delante con el estómago revuelto.