Durante el último año se había hecho cada vez más evidente que sus amigos habían avanzado hacia las siguientes etapas de la vida y que ella se había quedado en el limbo: una cazadora de vampiros de veintiocho años sin ataduras, sin compromisos. Rainelys había dejado su arco y sus flechas (salvo cuando había una caza de emergencia), y había ocupado el despacho más importante en el Gremio. Su marido, uno de los rastreadores más letales, se dedicaba ahora al negocio de la fabricación de armas para cazadores (y también a cambiar pañales), y mostraba siempre una sonrisa que traslucía lo feliz que era. Joder, incluso Raimon llevaba los dos últimos meses con la misma compañera de cama.
-Oye, Esthela, ¿piensas dormir algo? -preguntó Rainelys, que alzó la voz para hacerse oír por encima de los alegres chillidos del bebé-. ¿No quieres soñar con tu arcángel?
-Seguro que tendría pesadillas -murmuró. Entrecerró los párpados cuando vio que un ángel estaba a punto de aterrizar en el tejado de la Torre. Sintió un vuelco en el corazón cuando extendió las alas para aminorar la velocidad del descenso-. No me has contado qué le ha pasado a Lardon. ¿Por qué no está al cargo de la niña?
-Ha ido al supermercado con Slayer, para comprar helado de dos chocolates y frutas del bosque. Le dije que los antojos continuaban algún tiempo después del parto.
El hecho de que a Rainelys le encantara tomarle el pelo a su marido debería haberle hecho gracia, pero Francelys era demasiado consciente del miedo que le recorría la espalda.
-Rainelys, ¿el vampiro te dio alguna pista de por qué ese arcángel me quería a mí?
-Claro. Dijo que Antonio solo quería lo mejor.
-Soy la mejor -murmuró Francelys a la mañana siguiente, cuando salió del taxi frente al magnífico edificio de la Torre del Arcángel-. Soy la mejor.
-Oiga, señorita, ¿piensa pagarme o se va a quedar ahí hablando entre dientes todo el día?
-¿Qué? ¡Ah! -Sacó un billete de veinte dólares, se inclinó hacia delante y lo aplastó contra la mano del taxista-. Quédese el cambio.
El ceño fruncido del tipo se transformó en una sonrisa.
-¡Gracias! ¿Qué, hoy tiene una buena caza por delante? Francelys no le preguntó cómo había sabido que era una cazadora.
-No, pero tengo altas probabilidades de enfrentarme a una muerte horrible en las próximas horas. Tengo que hacer algo bueno para intentar acabar en el paraíso.
El taxista lo encontró muy gracioso, y aún no había dejado de reírse cuando se alejó con el coche y la dejó sola frente al amplio camino que conducía a la entrada de la Torre. La brillante luz de la mañana hacía resplandecer las piedras blancas del suelo del camino hasta un punto casi cegador. Cogió las gafas de sol del lugar donde se las había colgado (en el escote de la camisa) y se las puso con rapidez delante de los ojos, agotados y privados de sueño. Ahora que ya no corría el riesgo de quedarse ciega, se fijó en las sombras que había pasado por alto poco antes. Aunque, por supuesto, sabía muy bien que estaban allí: por lo general, no era la vista el sentido que utilizaba para localizar a los vampiros.
Varios de ellos permanecían junto a las paredes laterales de la Torre, pero había al menos otros diez escondidos o paseando entre la zona de arbustos bien cuidados de los alrededores.
Todos llevaban trajes negros con camisas blancas y el pelo cortado de esa forma práctica que pusieron de moda los agentes del FBI. Las gafas de sol oscuras y los discretos audífonos no hacían sino intensificar la impresión de que eran agentes secretos.
Pero Francelys sabía que, dejando a un lado las características básicas, aquellos vampiros no se parecían en nada al que había capturado la noche anterior. Aquellos tipos llevaban en el mundo muchísimo tiempo. Si se sumaba su intenso aroma (siniestro, aunque no desagradable) al hecho de que estaban protegiendo la Torre del Arcángel, quedaba claro que eran inteligentes y extremadamente peligrosos. Mientras los observaba, dos de ellos se alejaron de los arbustos y se situaron en el camino, a plena luz.
Ninguno estalló en llamas.
Una reacción tan violenta a la luz del sol (otro mito que parecía encantarles a las productoras cinematográficas) habría hecho que su trabajo fuera mucho más fácil. De ser cierto, lo único que tendría que hacer sería esperar a que salieran de casa. Pero no, la mayoría de los vampiros podían salir al exterior las veinticuatro horas del día. Los pocos que padecían hipersensibilidad a la luz solar no «morían» cuando salía el sol. Solo buscaban una sombra.
-Y tú estás andándote por las ramas... -murmuró entre dientes-. Eres una profesional. Eres la mejor. Puedes con esto.
Respiró hondo, intentó no pensar en los ángeles que volaban en lo alto y empezó a caminar hacia la entrada. Nadie le prestó demasiada atención, pero cuando por fin llegó a la puerta, el vampiro de guardia la abrió para ella con una inclinación de cabeza.
-Vaya todo recto, hacia el mostrador de recepción.
Francelys parpadeó con incredulidad y luego se quitó las gafas de sol.
-¿No quiere comprobar mi identificación?
-La esperábamos.
La insidiosa y seductora esencia del vampiro de la puerta (un rasgo inusual que era en realidad una evolución adaptativa contra las habilidades de rastreo de los cazadores), la envolvió como una siniestra caricia mientras le daba las gracias y atravesaba la entrada.
El vestíbulo con aire acondicionado parecía una estancia interminable dominada por el mármol gris oscuro con pequeñas vetas doradas. Como ejemplo de riqueza, buen gusto y sutil intimidación, se llevaba el primer premio. De pronto, Francelys se alegró mucho de haber sustituido sus acostumbrados pantalones vaqueros y su camiseta por unos pantalones negros de vestir y una camisa blanca. Incluso se había recogido su rebelde cabello en un moño francés y se había puesto zapatos de tacón alto.