-Jennifer -Lo vi apoyado casualmente en su deslumbrante Ferrari rojo, el color que tanto me atraía.
Me quité los audífonos. -Hola, Anton.
Se acercó, su sonrisa era genuina. -¿Te parece si cambiamos de rutina? Te traje el desayuno -Me ofreció el café y las galletas. Era una cortesía que ya aceptaba por inercia. -¿Nos vamos?
-De acuerdo.
Mientras caminábamos, me preguntó: -¿Siempre escuchas música?
Lo miré, sintiendo que nuestra conversación profundizaba por primera vez. -Sí, mucho.
-Mi hermano pequeño también. Tocaba la guitarra y cantaba, pero lo dejó por problemas familiares.
-Qué admirable. Yo toco el piano y... -Suspiré, el recuerdo era aún amargo-. Casi me convierto en cantante profesional.
-¿Y qué sucedió?
-Problemas. Por eso me mudé a Rusia, un corte de raíz.
-¿Piensas dejar ese sueño a un lado?
La pregunta me tomó por sorpresa. Era la primera vez que alguien lo abordaba con seriedad.
-Aún no lo sé. Todavía no me decido si es un final o una pausa indefinida.
-Me encantaría escucharte algún día.
Decidí no responder a eso, no quería abrir esa puerta aún. Al llegar a la universidad, me detuve y lo miré a esos hermosos ojos oscuros que me observaban con intensidad.
-Toma -Le entregué un papel con mi número de teléfono. -Gracias por el desayuno y la compañía.
Su sonrisa se amplió, transformando su rostro. -El placer es mío, créeme. No es nada.
-Bien, entonces... -intenté despedirme.
Me interrumpió, aprovechando el momento. -Quiero invitarte a cenar, como una disculpa formal por nuestro segundo encuentro. ¿Aceptas?
Su esfuerzo era notable. Cualquier otro hombre se habría rendido.
-Está bien -Acepté, dejándome llevar por el impulso-. Acepto.
Me abrazó con una fuerza inesperada, su cuerpo firme y musculoso contra el mío. Sentí una punzada de excitación y temor.
-No te arrepentirás -Susurró sobre mi oído, dejando un breve beso en mi mejilla antes de marcharse.
Desde aquel día, Anton se había convertido en una presencia constante en mi vida. Los mensajes de buenos días, su compañía a la universidad, y las largas llamadas nocturnas que se extendían hasta que uno de los dos se quedaba dormido. Algo dentro de mí estaba cambiando, una fisura en la pared que había construido. La amabilidad, la atención persistente y el enfoque que Anton me daba no era amor, sino algo más peligroso: era dependencia.
Al verlo a lo lejos, la emoción me invadió. Vestido de manera informal, pero impecable, se veía perfecto.
-Hola, linda.
Me detuve. La voz era similar, pero no idéntica. Más ligera, con un tono ligeramente más alto. Su mirada, aunque idéntica en color, carecía de la intensidad seria y cautelosa de Anton.
-¿Quién eres? -Lo interrogué, cruzándome de brazos.
Sus ojos se abrieron en una sorpresa teatral. -¿Cómo lo supiste? No soy Anton.
-Soy muy observadora. Anton tiene la voz ligeramente más grave, y tu forma de sostener el café es diferente a la suya. Además -señalé un punto bajo su ojo derecho-, tienes un lunar diminuto ahí que él no tiene.
Soltó una risa gutural y divertida. -Me descubriste. Soy Adrik, su gemelo. Anton te habló de mí, supongo.
-Lo mencionó. Dijo que eran como dos gotas de agua.
-Y tenía razón. Somos idénticos en casi todo, pero parece que tú eres la primera persona que logra diferenciarnos.
-Dos gotas de agua siempre son diferentes en cantidad. A mí nadie me engaña -sonreí con suficiencia-. ¿Dónde está Anton? No mencionó que no vendría.
-Le surgió algo urgente de trabajo. Me pidió que viniera en su lugar, y yo, por supuesto, no quise perderme la oportunidad de jugar a ser mi hermano. Es una vieja costumbre.
-Lástima que no funcionara conmigo.
Entramos a la cafetería. Mientras ordenaba mis galletas de avena de siempre, Adrik continuó.
-Escuché que mi gemelo te invitó a cenar.
-Así es.
-Vengo a confirmar la hora. Es hoy a las ocho de la noche. Y habrá una pequeña adición: mi hermano Gregori y yo asistiremos. Espero que no te moleste que te acompañemos.
Una cita con tres Alexandov. La propuesta no me molestó, de hecho, me intrigaba.
-Al contrario. Anton me ha hablado mucho de sus hermanos. Siempre quise conocerlos. Sobre todo, a ti.
-¿Te causo curiosidad? -Su sonrisa se volvió pícara.
-Anton me dijo que su conexión es única, que son muy unidos.
-Y no se equivoca. Amo a mi hermano. Y yo también quería conocerte.
Adrik era más extrovertido y juguetón que Anton, con una energía contagiosa. Hablamos con una facilidad inusual, como si nos conociéramos de toda la vida.
-Te veo esta noche, linda -Se despidió con confianza, besando mi mejilla y guiñándome un ojo.
Ahora estaba doblemente intrigada. Y ansiosa. ¿Se parecería Gregori a ellos? ¿Sería igual de atractivo?
El día se arrastró. Tenía la cabeza llena de rubios y ojos oscuros. Fui al baño antes de mi última clase, tratando de calmar mi torbellino de pensamientos.
-¿Supiste sobre el rumor de Sascha Alexandov? -Escuché a una voz desconocida.
Alexandov. Mi sangre se heló.
-Sí, pobre chica -respondió otra.
-Dicen que huyó después de que él la ultrajó. Que la maltrató y le dijo cosas horribles.
-¿Qué se puede esperar de los Alexandov? Todos tienen fama. Cada uno tiene su propio historial con las mujeres.
-Yo solo me imagino estar en la cama de Anton o Adrik... son tan guapos.
Apreté los puños.
-Ellos tienen una reputación un poco menos oscura, pero son unos mujeriegos incorregibles. Nunca repiten con la misma mujer y jamás se les ha conocido una novia seria. Cambian de mujer como cambian de ropa interior.
-Y lo peor es que he oído que a veces se las arreglan para compartir a sus conquistas. Doble placer, supongo.
No necesité escuchar más. Salí del baño, mi fachada de desinterés completamente desmoronada. ¿Mujeriegos? ¿Comparten? ¿Un historial familiar de abuso?
Sentí un escalofrío de rabia. Había caído en las dulces palabras de Anton, y ahora seguramente creía que yo sería su próxima presa desechable. El sentimiento de dependencia se transformó en una necesidad urgente de recuperar el control.
Las horas se esfumaron.
Me puse mi armadura: un vestido negro de seda, ceñido al cuerpo, con un profundo escote en V y la espalda casi completamente al descubierto. La falda era provocativamente corta. Completé el look con tacones negros, mi perfume cítrico favorito y un maquillaje intenso, resaltando mis ojos y mis labios con un rojo apetecible.
El timbre sonó.
-Muy bien -murmuré, tomando mi bolso y mi abrigo.
Abrí la puerta. Allí estaba él, Anton, vestido con un traje de corte impecable, todo en negro, pero con los tres primeros botones de su camisa desabrochados, revelando su cuello musculoso.
-Hola, hermosa -Besó mi mejilla con una cercanía que me erizó la piel-. Estás impresionante.
Al separarse, noté sus pupilas dilatadas, llenas de la lujuria que ni siquiera se molestó en ocultar. No dejó de mirar mi escote.
-¿Lista para irnos? -Me ayudó a ponerme el abrigo con una gentil brusquedad y tomó mi mano, posesivo.
-Lista -respondí, y en ese momento, Jennifer Collins no era la presa, sino la cazadora.