Habían pasado dos días desde que la carta había llegado y William aún seguía sin entender bien el nuevo idioma. Se notaba que Sebastián Sanderson estaba teniendo toda la paciencia del mundo, y a William eso le estaba comenzando a molestar. Su padre siempre le había insistido en que sea más estudioso y aprendiera todo lo que pudiera para ser perfecto en su trabajo como rey. Sin embargo, cuando empezó a ir a la guerra, él descuidó muchísimo sus estudios, prácticamente se había quedado con lo que ya sabía y nada más. Solo aprendió de guerras y estrategias.
Ahora, estaba sintiendo el golpe de realidad.
―El tiempo se acaba y soy consciente de que me llevará mucho tiempo esto. Así que quería pedirle que escribiera la respuesta en su idioma. Yo la escribiré en el mío y tú la transcribirás ―le dijo William, observándolo atentamente.
―Mi señor, para mí sería un gran honor hacerlo ―y vaya que sí. Sebastián tenía planes para él y su familia, grandes planes, y si él hacía todo lo que el rey le pidiera, podría llegar a tenerlo todo ―. Solo dígame lo que necesite, y así lo haré.
―Ven mañana, temprano, y ahí te daré la carta. Luego la presentaremos en el consejo, y luego se la acercarán al mensajero a la hora pactada.
Sebastián se levantó de su asiento, hizo una reverencia y salió del despacho. Ni bien la puerta se había cerrado detrás de él, William comenzó a toser. Había estado bien un día entero, pero desde la noche anterior, comenzó a sentirse muy mal, otra vez. Se sentía nuevamente cansado y sin fuerzas. A pesar de que no volvió a escupir sangre, la tos y ese ardor en el pecho que no sabía explicar, volvieron.
La noche anterior, cuando había estado hablando con Mario habían llegado a la conclusión de que realmente necesitarían que la mujer se presentara ante él y lo ayudara a sanarse. Mario había estado hablando con los médicos, y éstos les comunicaron que la infusión que hayan preparado con esos ingredientes, era una técnica vieja, que había quedado en desuso hacía muchísimo tiempo y ellos no sabían prepararla con precisión, pero podían hacer una moderna. Cosa que hicieron, sin embargo, no le había hecho ningún efecto, para nada. Así que Mario, no lo dudo, salió del castillo en la mañana en busca de esa mujer. Esperaba que la encontrara cuanto antes, de lo contrario realmente no sabría qué hacer. En esta instancia, realmente estaba dispuesto a todo. Estaba cansado de su enfermedad y malestar. Era el rey, pero si no podía cuidar de su salud, ¿cómo podría cuidar de su gente?
*
Cuando Mario llegó en la noche al mismo burdel en donde se habían alojado, bajó del caballo, lo dejó al cuidado de un niño que se dedicaba a eso mismo, y entró sin perder más tiempo. Por la experiencia anterior, sabía que preguntar directamente por la mujer, iba a ser en vano. Así que se aproximó a una mesa y haciendo un gesto, dejó que una exuberante mujer le sirviera una jarra de vino.
―Mi señor, ¿quiere compañía en esta noche fría? ―le preguntó una cortesana con una voz dulce, casi musical.
―No, gracias. Al menos por el momento, no ―respondió, ofreciéndole unas monedas ―. Quisiera que no se me acerque nadie a menos que yo lo solicite ―le pidió.
―De acuerdo, mi señor ―le respondió la mujer, guardando las monedas. Le hizo una rápida reverencia y se retiró.
No sabe cuánto tiempo había estado ahí exactamente, vio entrar y salir a un montón de hombres. Algunos, sin duda, eran conocidos en el castillo. Las mujeres, todas hermosas y exuberantes, caminaban por el lugar, deteniéndose a hablar con todos los hombres y quedándose con los que las solicitaban. El lugar era un ambiente agradable, era una antigua posada de piedra con techos de madera oscura y gruesos muros adornados con tapices coloridos. Las mesas rústicas y bancos de madera se dispersaban por la sala, iluminada tenuemente por antorchas y candelabros de hierro forjado. El aire estaba impregnado del aroma de carnes asadas, especias y la bebida más popular, el hidromiel. Así como también, el dulce aroma del perfume que usaban las mujeres.
Estuvo atento a todo lo que ocurría, hasta que por fin la vio. Ella bajaba por las escaleras de la planta superior. Lo hacía tranquila, con una gran jarra en su mano, estaba dialogando con otra mujer. La mujer que él había ido a buscar, se veía arreglada de diferente forma a las demás: su vestido era gris, largo y cubría todo su cuerpo; no tenía maquillaje y tampoco los hombres se le acercaban como lo hacían con las demás cortesanas. Dialogaban con ella prácticamente desde la distancia. En un momento, ella se sentó con un grupo de caballeros y comenzó a jugar a las cartas con ellos.
Mario empezó a sentirse cada vez más molesto ya que el tiempo iba pasando y ella seguía jugando y bebiendo. Estaba fastidiado. Cuando al fin terminó de jugar, fue porque una cortesana se le acercó y le entregó un bolso. Ella les dijo algo a los presente y se dirigió a la salida del lugar. Esperó hasta que pasó por el umbral y luego la siguió. La vio a lo lejos, mientras ella caminaba hasta una ruta menos transitada. No esperó más, avanzó con rapidez y la agarró del brazo. Ella se dio vuelta con rapidez e intentó golpearlo con su bolso, pero Mario era un guerrero tan habilidoso que esquivó el golpe y al segundo se lo quitó para luego tirarlo al suelo. La hizo girar, y mientras que con su brazo derecho la sostenía con fuerza contra su cuerpo, con su mano izquierda le tapó la boca antes de que pudiera gritar. Ella se sacudió todo lo que le era posible, pero fue en vano: él era muchísimo más alto y más fuerte.
―No voy a hacerle daño, la soltaré y hablaremos como personas civilizadas ―le dijo él con autoridad.
Ella asintió y se relajó, lo cual le indicó a él que estaba más calmada.
―Si quería hablar con civilización, no era necesario agarrarme como si fuera una delincuente ―protestó ella, alejándose del hombre y preparándose para salir corriendo si debía.
―Sí, eres una delincuente: practicar la medicina siendo mujer y sin licencia, está penado por la ley ―le reprochó él, cruzándose de brazos, atento a todo movimiento que ella estaba realizando.
Ella lo observó atentamente y luego lo recordó, la cicatriz en su mejilla hizo que lo recordara en segundos.
―Eres el hombre que estaba con el enfermo ―afirmó, aunque no sabía qué tanto debía decir, no estaba segura si le convenía comentar que ella supo quién era el hombre enfermo ―. ¿Qué va a hacer?
―Eso depende de usted. Estoy seguro de que lo reconoció, sabe quién era él y que su salud no está del todo bien. Él quiere contratarla como su médico personal...
―Y si me niego, ¿me enviará a prisión?
―Un juicio no nos conviene, irá directo al patíbulo. Sus delitos nos avalan a ir directo a su castigo ―le informó.
Sonya recordó la primera vez que había presenciado una ejecución pública, había sido cuatro años después de llegar a vivir con tío. Aunque él le prohibió que fuera, se escapó junto con su prima, María, y presenciaron cómo ejecutaban a un hombre por traición a la corona. Fue la única vez que presenció uno. Recordaba que era una plataforma construida de madera, en una base elevada para que el pueblo pudiera verlo. La guillotina no era muy amplia, lo sufriente para que la cabeza del condenado cupiera. Cuando cortó la cabeza del hombre, esta cayó en una sesta, que no contuvo la sangre, la vio derramándose por el suelo. Había sido una imagen muy terrorífica para una infante como ella, tanto que no pudo contener su grito de terror, aunque fue silencia por los aplausos y gritos de victoria de los adultos.
En ese momento, Sonya estaba pasando por algo que había imaginado. Realmente se estaba arrepintiendo de haber ayudado al rey. No se tendría que haber arriesgado así, pero, ¿qué iba a saber que su destino fuera ese? También asumía que en cualquier momento la iban a descubrir y el patíbulo era su final asegurado.
―Puedo prepararle la medicina y usted se la puede llevar... ―intentó desentenderse de tener que seguir adelante con lo que seguía presintiendo.
―No es suficiente. Él ya bebió de esa medicina y aunque lo hizo sentir bien, no lo sanó. No puede estar tomando un té de por vida. Creemos que, si supo qué darle, podrá saber qué tiene y sanarlo de una buena vez.
―Entonces, ¿qué pretende? ―aunque ya entendía cuál era la respuesta.
―Tiene que venir conmigo. Tiene que verlo y analizaremos cómo proceder.
―No puedo ir simplemente al castillo, así como si nada. ¿Pretenden dejarme encerrada en una habitación hasta que sepa qué es lo que tiene? Me niego. Puede venir aquí y será tratado con mucha consideración ―se negó ella, sintiendo como comenzaba a ponerse nerviosa y ansiosa.
―Denegado y tampoco tiene otras opciones. ¿Sabe montar?
―Sí, claro que sé... pero no puede decirme que justo ahora tengo que ir...
―Repito: no tiene otras opciones.
*
Sonya se sentía exhausta, ya comenzaba a dolerle la pelvis de haber estado sentada encima del caballo por horas, montando sin parar. Por el camino principal, ya podía llegar a vislumbrar la alta fortaleza.
Alrededor del majestuoso castillo de ladrillos grises, iluminado por antorchas que arrojaban un resplandor cálido sobre los muros altos y solemnes, se extendía un paisaje de singular belleza y esplendor. Dentro de los muros del castillo, se encontraba un pequeño y próspero pueblo habitado por nobles, cuyas mansiones y edificios reflejaban la misma opulencia y riqueza que el propio castillo. Las cas, construidas con materiales finos y decoradas con detalles elaborados, eran testimonio del lujo y la prosperidad que reinaban en ese enclave privilegiado.
Rodeando ese idílico escenario, se desplegaba un frondoso bosque, con árboles altos y robustos cuyas copas formaban un denso dosel verde. Entre los troncos, una diversidad de animales del bosque encontraba refugio: ciervos elegantes paseaban silenciosamente, aves de plumaje colorido entonaban melodías desde las ramas más altas, y pequeñas criaturas se deslizaban por el suelo del bosque, creando una vibrante y armoniosa sinfonía de vida natural. Sonya podía apreciar todo eso gracias a que poco a poco, estaba amaneciendo.
Sabía que los caminos que conectaban el castillo con el exterior serpenteaban entre la vegetación, bordeado por setos bien cuidados y flores que aportaban un toque de color al entorno verde. Las antorchas no solo iluminaban el castillo, sino que también bordeaban estos senderos, guiando a los visitantes y habitantes en su tránsito nocturno con una luz suave y constante. En cualquier momento, alguien del castillo recorrería esos caminos para apagarlas.
En ese entorno, la majestuosidad del castillo se complementaba con la riqueza del pueblo noble y la belleza natural del bosque circundante, creando un cuadro de armonía y esplendor en el que lo humano y lo natural coexistían en perfecta armonía.
Cuando llegaron al sector principal del reino, realmente sintió la gran diferencia que había con los demás pueblos, aunque pertenecían al mismo reinado. Incluso la gama de colores cambiaba, sin duda, todo lo que estaba alrededor del castillo era más rico y próspero.
Al bajar del caballo, luego de que ingresaran por una de las puertas aledañas, Sonya tuvo que sostenerse del arnés del caballo para poder estabilizarse.
―¿Se encuentra bien? ―le preguntó el hombre, observándola.
―Es la primera vez que estuve montada por mucho tiempo. No sabía cuánto podía doler ―explicó ella, haciendo algunos ejercicios para que la sangre volviera a circular por todo su cuerpo ―. Me trajo hasta aquí y aún no sé su nombre.
―Mi nombre es Mario Darton, ¿el suyo?
―Sonya Benedictino ―respondió, sintiéndose un poco mejor.
―Sigamos adelante ―le ordenó.
Continuaron caminando, notando que quien la escoltaba era alguien realmente importante. Nadie lo detenía y todos los que pasaban por su lado, se inclinaban en señal de respeto. Ingresaron por una gran puerta de manera, y pronto descubrió que era la cocina del castillo, un lugar vasto recinto lleno de actividad, a pesar de la hora tan temprana. Sintió la calidez de los fogones ya encendidos, y el bullicio de los sirviente como llenaban el aire con una mezcla de aromas y sonidos. Las paredes de piedra, robustas y macizas, estaban decoradas con estantes de madera oscura repletos de utensilios de cocina: ollas y sartenes de cobre brillaban bajo la luz de las antorchas y lámparas de aceite que colgaban del techo y de las paredes.
En el centro de la cocina, una enorme mesa de trabajo de madera sólida se encontraba cubierta de ingredientes frescos: montones de verduras recién cosechadas, frutas de colores vibrantes, hiervas aromáticas dispuestas en pequeños ramilletes y piezas de carne de diferentes tipos, listas para ser preparadas. Grandes cestas y barriles llenos de grano, harina y otros productos básicos estaban alineados contra las paredes, evidenciando la abundancia y la preparación meticulosa para los banquetes que el castillo solía ofrecer.
Los sirvientes se movían con destreza y rapidez, cada uno concentrado en su tarea específica. Un grupo pelaba y cortaba verduras, mientras otros amasaban pan o preparaban masas para pasteles. A Sonya siempre le encantaron los pasteles, estando en ese lugar, esperaba que le permitieran hacerlo. Vio como junto al fuego, varios cocineros atendían grandes calderos y asadores, vigilando cuidadosamente el cocido de su contenido. El chisporroteo de la carne al contacto con el fuego y el burbujeo de los caldos y sopas creaban una gran sinfonía culinaria que llenaba culinaria que llenaba el ambiente.
En un rincón, un gran horno de piedra emanaba un calor constante, y un sirviente sacaba hogazas de pan recién horneadas, cuya corteza dorada y crujiente prometía una delicia para el paladar. Cerca de allí, otro sirviente molía especias en un mortero, liberando esencias que se mezclaban en el aire con el resto de los aromas de la cocina.
El espacio también estaba equipado con diversos implementos de cocina: cuchillos de distintos tamaños, cucharones, espátulas, moldes para pasteles, rodillos y una variedad de otros utensilios, todos perfectamente organizados para facilitar el trabajo de los cocineros y sirvientes.
Esta cocina, el corazón palpitante del castillo, era un lugar donde la abundancia y el esfuerzo se combinaban para crear los banquetes y festines que deleitaban a los habitantes y visitantes del castillo.
Mario vio que Sonya estaba atenta a todo lo que ocurría en la cocina y sintió que era necesario explicarle ciertas cosas.
―Todo esto que ve, está siendo preparado para el orfanato del que el rey apadrina. Usualmente, los sirvientes y cocineros, comienzan sus trabajos más tarde, sin embargo, los días en que se encargan de preparar las viandas de los niños, comienzan desde muy temprano para tener todo listo para sus desayunos ―le explicó, abriendo otra puerta para salir a un pasillo.
Sonya no sabía que el rey apadrinaba al orfanato. Debió suponerlo, después de todo, los niños que ahí residían, eran hijos de padres que habían muerto en las guerras y sus familias no pudieron hacerse cargo de ellos. El rey sin duda, había estado combatiendo con muchos de esos padres. Le agradó saber que el hombre que se encontraba gobernando, era alguien que realmente estaba atento a su pueblo.
Mario la guio hasta una gran armadura. Se colocó al frente y abrió la pechera de la armadura y luego se metió por el hueco. Sonya dudó en hacerlo, pero terminó aceptando la ayuda él, agarró su mano, y con la otra, levantó su vestido. Le dio risa como en seguida Mario apartó la mirada todo el tiempo que le tomó atravesar el hueco y sostuvo su vestido levantado. Después de cerrar la abertura, siguieron caminando.
Los pasillos secretos del castillo eran un laberinto oculto de corredores estrechos y escaleras angostas, diseñadas ingeniosamente para permitir a los sirvientes moverse sin ser vistos ni oídos por los señores del castillo. Esas rutas secretas, construidas con la misma solidez de piedra que el resto del castillo, eran testimonio de la arquitectura meticulosa y la planificación cuidadosa de los constructores.
Iluminados escasamente por antorchas montadas en las paredes en intervalos regulares, estos pasillos proyectaban sombras largas y misteriosas, creando un ambiente de discreción. Sonya ya no sabía cómo volver si tenía que hacerlo por su cuenta.
El suelo, hecho de piedra lisa y desgastada por el tiempo, resonaba ligeramente con el eco de los pasos de Sonya y de Mario.
Sonya vio un montón de puertas ocultas, disimuladas como paneles de pared o tras tapices colgantes, al igual que cuadros, los cuales proporcionaban acceso a diversos pasajes. Algunas de las puertas tenían mecanismos secretos, como palancas escondidas o piedras que debían ser presionadas en una secuencia particular, asegurando que solo aquellos familiarizados con sus secretos pudieran usarlas.
Ella en su andar, se imaginaba que esos pasillos conectaban todas las áreas cruciales del castillo: la cocina, las despensas, las habitaciones de los sirvientes, y otras dependencias importantes, como las habitaciones de los residentes.
El aire de esos pasillos tenía un olor distinto de acuerdo por dónde se estaba atravesando. Sonya había aprendido a oler, más que nada por su profesión, así que podía distinguir la mezcla de piedra húmeda y diversas fragancias que escapaban de las habitaciones adyacentes: el aroma de la comida cocinándose, el incienso de las salas de estar, y ocasionalmente el perfume de los jardines interiores.
Los pasillos secretos eran, en esencia, las arterias invisibles del castillo, permitiendo el flujo constante de actividades y servicio que mantenía la vida palaciega en movimiento, todo mientras los nobles vivían en una atmósfera de tranquilidad y distinción, sin la interrupción del bullicio servil. No era la primera vez que Sonya pasaba por pasillos cultos, pero ninguno había sido tan profundo como aquel.
Al salir, lo hicieron por un gran cuadro. Esta vez, no hizo necesario levantarse la falda ni que la ayudaran.
―Póngase cómoda, en un rato vendrá el rey ―le dijo Mario. Y salió por la puerta principal, no retrocedió sobre sus pasos.
Ella se quedó ahí, parada a mitad de la sala. La habitación del rey, serena y majestuosa, era un santuario de tranquilidad y elegancia. Las paredes estaban pintadas de un profundo azul que evocaba el color del cielo nocturno, creando una atmósfera de calma y riqueza. Las cortinas, del mismo tono azul, caían en pliegues pesado y elegantes desde los grandes ventanales, a través de los cuales la luz del día inundaba la estancia, suavizándose al atravesar las telas y bañando la habitación en una suave luminosidad.
En el centro de la habitación se erguía una imponente cama con dosel, cuyas cortinas blancas y ligeras contrastaban con las paredes y el mobiliario. La cama, con su colcha de terciopelo azul y almohadones de plumas, prometía un descanso regio y lujoso. El dosel, de madera tallada, añadía un toque de grandiosidad, elevándose hacia el techo y enmarcando el lujo de reposo del monarca. Sonya no pudo evitar reírse al recordar su cama, sobre todo, las patas que en cualquier momento se vencerían por su propio peso. Por un momento, sintió un deseo absoluto de tirarse encima de aquella cama, o de ponerse a saltar como una niña. Pero obviamente, no lo haría. Siguió observando las cosas a su alrededor.
La decoración de la habitación era mínima, pero de buen gusto, reflejando una elegancia contenida. Un gran espejo de cuerpo entero, con un marco dorado, se encontraba en una esquina, que permitía al rey verse en su totalidad. Pero ahora, Sonya se veía reflejada. A causa del viaje, no solo no se sentía muy bien, tampoco se veía bien. Su vestido estaba arrugado, el frío helado había dejado marcas de expresión en su rostro cansado. Su cabello estaba desordenado. No se veía muy presentable para un rey, pero estaba tan cansada, que así tendría que verla él. Vio que, al lado del espejo, también había un lavado impoluto de mármol blanco descansando sobre una base esculpida, sus grifos brillando con un lustre metálico. Era la primera vez que veía uno así, ni en las mejores mansiones se encontró con uno siquiera parecido. Se acercó a él, abrió el grifo y vio maravillada como el agua corría y desaparecía en el pequeño agujero. ¿A dónde iría esa agua? Una pregunta sin respuesta en ese momento. Aprovechó, y se lavó la cara. Agarró el paño que había cuidadosamente doblado en una repisa y se secó, el tacto suave de la tela, fue como una caricia. Eso la hizo sentir bien, la despabiló un poco. Cuando miró a la derecha, vio que había otra puerta. Dio unos pasos hacia atrás y la observó.
Vio que la habitación tenía dos puertas. La primera, sólida y robusta, permitía la entrada a la habitación desde el pasillo principal del castillo, justo por donde había salido Mario. La segunda puerta, era más discreta pero igualmente elaborada. Se acercó y la abrió en seguida, y se encontró con un baño privado. Ese baño era moderno y funcional, un lujo que pocos podrían llegar a permitirse tener algún día. Vio fascinada como una gran bañera de porcelana blanca, disponía de tuberías que proporcionaban agua fría y caliente, al menos eso supuso. Al igual que el lavado de afuera, los grifos de la bañera estaban hechos de bronce pulido. El baño también contaba con un espejo. En conjunto, la habitación y el baño del rey eran una combinación perfecta de sobriedad y esplendor, un refugio digno de la realeza.
Sonya quería tener una habitación igual. ¿Quién no querría tenerla? En invierno, una parte un tanto cruda del pueblo, era muy necesario un baño así. Pero ella no contaba con esa riqueza, y ni siquiera sabía si en algún momento de su vida lo haría. Estando ahí pasada, sintió celos de la riqueza que poseía el reino.
Salió del baño, cerró la puerta detrás de ella y se quedó un rato parada, preguntándose qué hacer. Se sentó en uno de los sillones que había en la habitación, y decidió que era mejor quedarse ahí, esperando. Colocó con cuidado su bolso a su lado, deseando que el rey llegara rápido. Pero no fue así y en algún momento, ella, se quedó dormida.
* * * *
Cuando William pudo salir de la reunión con el consejo, luego de que presentara su respuesta, prácticamente corrió a su habitación; más por necesidad de querer expulsar lo que había en sus pulmones que por la mujer que se encontraba esperándolo. Al ingresar a su recámara, se encontró con la presencia dormida de ella, pero no llegó a verle la cara ni nada, ya que corrió directo al baño. Comenzó a toser y a escupir sangre. Sus pulmones dolían, se sentía mareado por tener que aguantar la respiración durante el encuentro. Pero ahora podía relajarse y centrarse un momento en él, ya que al fin había terminado con la carta para los piratas, un acuerdo diplomático. Solo esperaba que aceptaran.
En eso, escuchó unos golpes delicados que procedían de la puerta del baño. Se levantó del suelo en donde se había dejado caer sentado y abrió la puerta. Un par de ojos marrones los observaban atentamente, entre desafiante y analítica.
―¿Escupió sangre? ―quiso saber ella, acercándose a él. No esperó que respondiera, procedió a revisarlo. Colocó una de sus manos en su pecho, entre la camisa y su saco.
Él estaba sorprendido, aquella vez no la había visto, realmente se había imaginado que era una señora grande como para tener conocimientos viejos de medicina tradicional, no había pedido que le dieron una descripción de su apariencia, solo su manejo en la medicina. Pero ahí se encontraba una joven, de estatura más baja, mejillas rosadas y abundante cabellera oscura a juzgar por el tamaño de su rodete sujeto por palillos. Un peinado anticuado y para nada habitual en el reino. Su vestimenta humilde cubría cada parte de su cuerpo, hasta su cuello, y aunque no era totalmente ajustado a su figura, podía darse cuenta que tenía curvas muy femeninas. Aunque su tono de voz era un poco más grueso que el de cualquier mujer y con gestos no tan femeninos y delicados.
―Necesito que se quite la ropa, parte superior ―le pidió, desviándose por un momento al lavado, en donde él había escupido la sangre. William procedió a hacerle caso, aunque aún ni siquiera sabía cómo se llamaba ―. Observo que su sangre de un rojo brillante, espumosa y está mezclada con mucosa. Puedo afirmar que tiene una infección en los pulmones. Ahora dígame, ¿desde hace cuánto tiempo se encuentra así?
―Honestamente, no lo sé. Varios meses ―respondió luego de un momento, desabrochándose la camisa, con manos temblorosas.
Vio como ella se quitaba un objeto extraño del bolsillo de su vestido, y miró su pecho. Por un momento, él creyó que estaba viendo la cicatriz que empezaba en su clavícula y terminaba casi en su esternón. Se sintió cohibido.
―Perdón, va a tener que sentarse ―dijo mostrándose un tanto molesta―. No llego bien a su estatura. Pude contar los latidos de su corazón, están acelerados. Debo saber si adyacente o no, necesito auscultarlo mejor ―le informó ―. Esto que ve aquí, me permitirá escuchar mejor su corazón y pulmones.
William vio un tubo de madera. Parecía un sencillo instrumento, rustico, la verdad. No entendía bien su función, era la primera vez que veía que implementaran algo así para hacer lo que ella dijo. Pero no hizo pregustas en ese momento. Se sentó en una silla que había a su izquierda y permitió que ella realizara su trabajo.
Sonya colocó primero el instrumento en su corazón y acercó su oído. Luego lo fue bajando y subiendo según lo requería, así como también, lo hizo en la zona de los pulmones.
―Respire hondo y vaya liberando el aire en sus pulmones a medida que le vaya indicando ―prosiguió.
Sonya podía escuchar que sus pulmones estaban funcionando a una capacidad demasiado baja, no era de extrañar que de repente le costara respirar, y hacerlo de manera abrupta y desesperada, el mismo aire que inhalaba, le causara hasta tos. Sin duda, había estado expuesto a algo que le complicó la salud de sus pulmones. Pero seguía sin saber qué.
―Mi nombre es Sonya, me dedico a la medicina desde hace más de cuatros años. He tratado a muchas personas de diversas afecciones, aunque no puedo sacar una conclusión apresurada de qué es lo que puede tener ―le explicó ella ―. No hace falta que le diga que no se ve bien, puedo escuchar que sus pulmones están muy comprometidos. Tiene una gran infección, haré todo lo necesario para calmar el dolor que seguramente está sintiendo, así que le prepararé un té, que incluso hará que expulse la mucosidad que tiene adherida en las paredes de los pulmones. Necesito que haga memoria del tiempo que lleva así, también, de los síntomas que había estado desarrollando, para llegar a un buen diagnóstico.
William asintió. Ambos salieron del baño, Sonya agarró su bolso y de él sacó un pequeño estuche, así como un mortero, todo bajo la atención del rey. Se mostró curioso, aunque siguió sin hacer preguntas.
―Estas son hiervas naturales. Le prepararé otro té medicinal. Pero como habrá visto, no le hará de mucha ayuda si no sabemos exactamente qué tiene, así que deberé ajustarle la medicina en un futuro ―prosiguió ella.
En eso, Mario entró a la habitación y se encontró con un rey semidesnudo cohibido sentando en el sillón y a una mujer muy decidida triturando unas hiervas. Jamás había visto a William tan nervioso, y no entendía bien el motivo. Quizás era porque por primera vez, una mujer lo estaba atendiendo y él se encontraba despierto para verlo. Mario lo conocía desde hacía muchísimos años como para saber que su amigo nunca había estado medio desnudo delante de una mujer. Ella, por el contrario, se veía tranquila, segura en la que estaba realizando y hablando con tranquilidad, Mario ya conocía la capacidad de ella. Se quedó parado detrás de William, por si él llegaba a necesitar algo.
―Le prepararé el té, le dejaré listo las hiervas que deberán usar para preparar los siguiente. Ni bien sepa qué es lo que tiene, volveré y le daré el tratamiento adecuado ―continuó ella, colocando la taza en frente de él, era magnífico el que el rey tuviera todo lo necesario para calentar agua en su propia habitación sin necesidad de ir a la cocina a buscar nada.
Los hombres se miraron entre ellos. El rey agarró la taza y bebió el té. Estaba amargo y sabía fatal. Estuvo a punto de escupirlo, pero no lo hizo. Una cosa era beberlo inconsciente y otra, cuando era consciente de su sabor. Era realmente asqueroso.
―Perdón, pero quiero que se quede aquí ―le dijo el rey, tratando de sonar suave.
―Me niego ―dijo ella con rapidez ―. No puedo quedarme, tengo una vida, tengo cosas que hacer. No puede obligarme a quedarme ―continuó, esperando que surtiera efecto, pero sabía que estaba acorralada, él había visto de primera mano a qué se dedicaba, y aunque no lo hubiera hecho, nadie desobedecería al rey si mandaba a cortarle la cabeza porque sí.
―Sabe perfectamente que sí, puedo hacerlo; sin embargo, realmente no le estamos pidieron que se quede para siempre, solo lo suficiente para que me trate. Quizá solo necesite una semana, nada más. Luego, le pagaremos generosamente y podrá seguir con su vida como siempre. No nos interpondremos ni la acusaremos. Es más, podría darle libertad para ejercer la medicina sin que se tenga que cuidar, sin que sea un secreto ―le ofreció él a cambio.
―¿Realmente podría darme inmunidad? ―no había creído que pudiera conseguir eso. Si el mismo rey la avalaba, ella no tendría que esconderse nunca más y no tendría que temer por su vida. Eso le interesó. Sonya podría incluso seguir educándose, podría asistir a la academia y expandir sus conocimientos, como siempre había deseado. Le daba la libertad que ella había deseado siempre.
―Soy el rey, William Quinrich de la casa Mayor, y te prometo con mi vida que obtendrás toda la recompensa que mereces, y más ―prometió él.
Sonya sopesó las cosas. Si se quedaba, obtendría grandes recompensas... si se iba, su cabeza rodaría y su familia caería en desgracia, nadie querría saber nada con su tío al saber que su sobrina fue juzgada por el mismo rey. Quedarse era la mejor opción. Al menos por el momento.
―Majestad, hay un problema, ¿qué le dirá de mí a las personas? No creo que, desde ya, vaya a querer exponerme siquiera como curandera. Eso también pondría en ojo su salud... y por lo que puedo llegar a deducir, nadie sabe sobre su enfermedad y menos deberían saberlo aún, ¿verdad? ―le cuestionó ella.
―Será mi concubina ―le dijo él, con una sonrisa.
* * * *