William podía respirar con cierta normalidad. Estaba en cierta forma maravillado ante la magia de la mujer, sí, sabía que no era literal, sin embargo, lo sentía así por la eficacia de su té.
-¿Crees que acepte? -interrumpió sus pensamientos Mario. Ambos habían estado intentando continuar con sus trabajos, pero estaban interesados en saber qué pasaría.
-No le dimos muchas alternativas. De todas formas, su vida puede quedar arruinada, solo tiene que elegir la menos perjudicial -dijo con confianza William-. Por el momento, disfrutaré de mi buena salud... que espero no vuelva a ser momentánea.
Como William había cedido su habitación, por ese día, prefería quedarse a dormir en su despacho, en el sillón más cómodo que tenía en su lugar. Era una sala imponente y majestuosa, diseñada para reflejar el poder y la sabiduría del monarca, al entrar, se percibía inmediatamente una atmósfera de erudición y autoridad. Aún no la había cambiado, todavía tenía la importa de su padre. Su padre era alguien más de letras, por eso, a lo largo de las paredes del despacho se erigía una vasta biblioteca, cuyos estantes de madera oscura llegaban hasta el techo abovedado. Los libros estaban meticulosamente organizados por temas y autores, y las selecciones dedicadas a la política y la economía ocupaban un lugar destacado. Ahí se encontraban tratados antiguos, obras de filósofos y economistas renombrados, así como volúmenes modernos con los últimos avances en teorías políticas y gestión económica. Los lomos de los libros, en piel y con letras doradas, brillaban a la luz cálida del lugar.
En el centro de la habitación se situaba un amplio escritorio de caoba, pulido hasta alcanzar un brillo profundo y rico. Sobre él, se apilaban papeles, documentos oficiales y cartas, testimonio del constante flujo de trabajo del monarca. Un tintero de oro, plumas de escribir y sellos reales se disponían ordenadamente. Un candelabro de plata sostenía velas gruesas que proporcionaban una luz suave, adecuada para largas horas de lectura y escritura.
En donde se encontraba él, junto con Mario, era una sala de estar a la cual accedía por una abertura, y estaba compuesta por sillones tapizados en terciopelo y una mesa baja de mármol. Esa área estaba destinada a reuniones informales y reflexiones privadas. Sobre la mesa, había una bandeja con copas y botellas de vino añejo, lista para ofrecer un momento de relajación o cortesía a los visitantes distinguidos. De los dos, Mario era el que más bebía, así que él ya iba por su tercera copa de vino.
A la izquierda, había una gran chimenea de piedra. Encima de ella, un escudo de armas y un retrato de los antepasados del rey recordaban la continuidad y la historia de la dinastía. La chimenea no solo proporcionaba calor en los fríos días de invierno, sino que también contribuía a la atmósfera acogedora y solemne de la sala, con el suave crepitar del fuego añadiendo un toque de serenidad. Ahora, se encontraba encendido. A pesar de que aún el invierno no había llegado, los muros del castillo, ya se estaban poniendo cada vez más fríos.
Como William y Mario gozaban de una salud visual privilegiada, en ese momento apenas había una cuantas velas encendidas, las lámparas de aceite se encontraban apagadas; pero cuando todos estaban encendidos, los candelabros de pared y los candiles de aceite distribuían una luz cálida y dorada. Sin embargo, en los mejores días, no prendían ni una sola vela, ya que, a lo largo de una pared, se alineaban amplios ventanales con marcos de manera tallada, que ofrecían una vista panorámica del extenso jardín real y terrenos circundantes. Durante el día, la luz natural inundaba el despacho, realzando los colores ricos de las alfombras orientales que una vez habían sido un regalo de algún reino amistoso. En la noche, las corinas pesada de terciopelo se cerraban para mantener el calor y la privacidad, envolviendo el despacho en un ambiente íntimo y sereno.
El despacho siempre había sido el lugar preferido de su padres, ahora que se encontraba retirado, William esperaba tener algún momento libre para volverlo su propio refugio. Él quería cambiar un par de cosas. En vez de algunos cuadros de familia que él nunca había conocido, quería tener planos y mapas en su lugar. Incluso poner de adorno un par de espadas y algunos recuerdos de guerra. Después de todo, iba a ser el lugar en donde más tiempo iba a pasar.
-¿Te parece linda? Digo, la mujer -le preguntó de golpe Mario, sacándolo de sus pensamientos-, te vi muy... nervioso en su presencia -continuó, con cierta bula en sus palabras.
-También estarías nervioso si alguien te estuviera examinando como si fueras un bicho raro -respondió con fastidio William, cerrando el libro que tenía entre sus manos y levantándose-. Ya que está, debería dejar que te revise a ti también, a ver si no tienes algo pudriéndose por ahí.
Mario comenzó a reír ante sus ocurrencias, las cuales no prefirió compartir en ese momento.
-Por hoy no la volveré a ver, dejaré que descanse tranquila, incluso que reflexione qué es lo que quiere hacer. Ya mañana me fijaré qué decidió al final -comentó William, saliendo de la sala para acercarse a su escritorio.
Si Sonya tomaba la decisión de quedarse, él volvería a su cuarto y ella se iría a la habitación más cercana, que estaría lista para el día siguiente. Le había dejado a su cuidado a madame Rosema, así que no tendría que preocuparse de que algo le faltara.
Rosema había sido su nodriza y cuando él creció, fue ascendida como jefa del servicio por sus buenas labores, y seguía cumpliendo su papel a la perfección. Ella sabría cuidar perfectamente de su invitada: no hacia preguntas y siempre estaba atenta a todo lo que la rodeaba, ni tendría que pedir nada, Rosema lo sabía todo.
A media tarde, cuando madame Rosema fue a llevarle su cena, él aprovechó para preguntarle por Sonya, no había salido en todo el día de su despacho. Incluso para hacer sus necesidades tenía un pequeño baño oculto detrás de una falsa pared.
-¿Cómo estuvo ella? -quiso saber, agarrando la tasa de té que ella le extendía. Rosema era la que atendía directamente al rey.
-Majestad, mi lady estuvo bien. No pidió ni exigió nada -fue lo único que le dijo madame Rosema, jamás contaría detalles tan íntimos como los tatuajes que vio en su cuerpo, algo extraño y sorprendente para una mujer de su edad que creía haberlo visto todo-. Aún no le he llevado la cenado, luego de atenderlo, lo haré.
-Lo hiciste perfecto. Llévale un bonito vestido para mañana -le pidió.
-Sí, majestad -madame Rosema hizo una reverencia y salió del despacho, dejando a un William pensando aún la pregunta que le había hecho Mario sobre si la mujer le parecía linda.
*
Madame Rosema caminó con ayuda de su elegante bastón por los largos pasillos del castillo desde el despacho del rey hasta la habitación real, en donde los hermosos corredores de una amplitud invitaban a la contemplación y la grandiosidad. Estaban decorados con elegancia, y cada paso que daba madame Rosema estaba marcado por intrincadas molduras doradas que adornaban las altas paredes de piedra, mientras que los candelabros de cristal arrojaban destellos de luz sobre los opulentos tapices que colgaban con orgullo, contado las historias pasadas. El suave eco de los pasos resonaba en el mármol pulido del suelo, añadiendo un aura de solemnidad al recorrido hacia los aposentos reales. Rosema conocía a la perfección cada parte del castillo, como si ella mis hubiera ayudado en su construcción. Había llegado a ese lugar cuando apenas tenía quince años, se había casado con uno de los guardias, había dado a luz, aunque su bebé murió poco tiempo después al igual que su esposo, se quedó ahí para servir humildemente a sus amos. No conocía otra vida, y, aun así, no quería saber de otra. Estaba orgullosa de servir y del puesto que tenía.
Con los años, aprendió a predecir un montón de cosas para estar lista a todo lo que podría llegar a ocurrías, aunque ahora se encontraba pensando si podría deducir si la dama que se encontraba en la habitación de su rey iba a terminar siendo su primera consorte. Sabía que los reyes no trataban de manera íntima a cualquier mujer, sobre todo, porque debían mantener cierta imagen y se reservaban los tratos íntimos a las concubinas y consorte real. No obstante, no diría nada, no preguntaría nada y todo lo que viera o escuchara era un secreto que jamás saldría de su boca, incluso sus propios pensamientos los mantendría en secreto. El chisme no le gustaba y era muy leal a sus reyes. Se detuvo un momento en frente de la habitación real, tratando de escuchar si la necesitaban; pero como no pasó nada, continuó su camino para llegar a la sala de la modista, en donde había encargado con antelación que tuvieran listas distintas opciones de vestidos para la dama, que fueran a la moda y demostraran un estatus elevando.
Al entrar en la elegante sala de la modista se veía que era amplia y muy luminosa, tenía candelabros colgados en todas partes. Fue deseñado para la confección de las elegantes vestimentas del rey y sus residentes. Las paredes están revestidas con paneles de madera oscura, adornadas con intrincadas tallas que representaban escenas de la vida en la corte, la pasada y la actual. También tenía grandes ventanales que permitían la luz natural que inundaban la sala, creando un ambiente ideal para trabajar con precisión y detalle durante los días.
En el centro de la sala, se encontraba una amplia mesa de trabajo cubierta con telas de la más alta calidad, hilos de seda, y herramientas de santería finamente organizadas. Alrededor de la mesa, varios maniquíes de cuerpo entero exhibían las piezas en proceso, cada uno vestido con trajes que demostraban un nivel excepcional de artesanía.
Un rincón de la sala está dedicada a estanterías que almacenaban rollos de telas importadas, cuidadosamente clasificadas por colores y texturas. En otro rincón, hay un pequeño escritorio lleno de libros de moda, bocetos y patrones, en donde se diseñaba cada prenda con atención al detalle y creatividad.
Vio que al frente de uno de los grandes ventanales estaban los percheros. Uno en específico estaba repleto de deslumbrantes vestidos, cada uno una obra maestra de confección esperando ser elegido por madame Rosema. Esos percheros también de madera oscura y tallados con elegancia sostenían una colección impecable de vestidos a la moda.
Cada vestido en el gran perchero es único, confeccionado con las telas más finas y adornado con bordados intrincados, encajes delicados y pedrería que brilla suavemente bajo la luz de los candelabros dorados. Los colores variaban desde los profundos tonos joya como esmeralda, zafiro y rubí, hasta los suaves pasteles y los clásicos negros y blancos, asegurando una elección para cada ocasión.
Después de analizar todos los vestidos, eligió uno de verde esmeralda, una prenda ligero, el cual ofrecía un aire de frescura y sofisticación, perfecto para un paseo por los jardines del castillo. Madame Rosema, estaba segura de que la belleza de la mujer se vería resaltada con ese color y su cabello oscuro, se vería elegante en un peinado formal. Haberla visto, le dada una idea perfecta de su talle y que debía ser lo menos escotado posible, no era bien visto que una dama de la corte tuviera tatuajes. Así que cuando estuvo hecha su elección, puso el vestido en otra caja, junto a unos bonitos zapatos del mismo color que tenían un taco que le darían más altura y la estilizarían. También puso unas medias y un par de accesorios, como un par de guantes y unas joyas. La dejaría vestida como toda una dama de la nobleza.
Volvió a retroceder su andar, hasta situarse en frente de la habitación real. Golpeó con suaves toques, y abrió la puerta luego de escuchar que se lo permitían.
Al entrar a la habitación, su nueva dama, se encontraba sentada en la cama, abraza a sus piernas.
-Buen noche -la saludó Sonya, levantándose de la cama.
-Buenas noches, mi lady. ¿Cómo se encuentra? -le preguntó madame Rosema, mientras le indicaba con un gesto a Darla que cerraba las cortinas y encendiera más velas.
-Muy bien, muchas gracias por preguntar -agradeció Sonya, acercándose a la mesa, en donde ya estaban colocándole cena-. ¿Otra caja para mí? -preguntó sorprendida, viendo como madame Rosema la dejaba en una mesa.
-Sí, mi lady. Mi rey la envía para usted -le dijo con tranquilidad, esperando que la dama se acercara a abrirlo, pero no lo hizo.
Sonya se rio, y Rosema no entendió por qué.
-Perdón, estoy segura de que él no la eligió... no me lo imagino eligiendo vestimenta para mujeres -le aclaró Sonya, recordando lo grande y varonil que se veía el hombre.
Había dormido gran parte del día, así que se encontraba muy despierta. Comió con tranquilidad, disfrutando de todos los bocados que podía. Realmente estaba encantada de ese servicio. Nunca se imaginó tener todos esos platillos para ella.
-¿El rey le dijo a qué hora vendrá? -preguntó Sonya, agarrando la copa de vino que le sirvió Darla.
-Mi rey me indicó que por esta noche no vendrá. Lo hará mañana en la mañana a verla -le informó madame Rosema.
Sonya no pudo evitar respirar con tranquilidad. Al menos tenía más tiempo para elegir las palabras adecuadas. Se relajó. Observó la copa de cristal que tenía en su mano. El líquido en su interior, tenía un tono de un rojo rubí y el aroma tenía notas de frutas maduras, como a cerezas negras y junto a especias como la vainilla y el clavo de olor. Nunca había olido algo tan fino como ese vino. Cuando lo probó, lo sintió suave y sedoso, su acidez era una sensación de equilibrio y armonía. Era una maravilla de la naturaleza y la artesanía humano. Era el vino más exquisito que había probado en toda su vida.
Luego de comer, pidió que le dejaran la jarra de vino, al menos por esa noche, tendría algo bueno que beber.