Capítulo 4 Buena niña

Victoria intentó ignorar la sensación creciente en su pecho, esa lucha constante entre la necesidad de resistir y la tentación de ceder. Había decidido que no pensaría más en Alexander. Había decidido que no lo permitiría. Pero sus planes fueron inútiles. De repente, escuchó pasos afuera de su habitación, pasos que no esperaba. Alexander era muy particular con quién se acercaba a su puerta. Nadie, excepto él, se atrevería a entrar.

Los pasos se detuvieron frente a la puerta, y un leve giro de la perilla confirmó sus temores. Se quedó inmóvil en la cama, mirando al techo con los ojos entrecerrados, tratando de parecer tranquila, aunque su corazón latía con fuerza. Fingió estar dormida, como si eso fuera suficiente para evitar lo inevitable. Sabía que, de alguna manera, él lo percibiría.

-No es necesario que finjas que estás dormida -dijo una voz profunda y grave, tan cercana que la hizo estremecerse. Victoria no se movió ni un centímetro, ni dijo una palabra. El tono de su voz era firme, sin lugar a dudas. Él no iba a permitir que las reglas que ella intentaba establecer siguieran en pie.

-Levántate de la cama. Quiero verte frente a mí ahora -ordenó, y su voz vibró en el aire, amenazante. Hubo una pausa, una tensión palpable que llenaba el espacio-. Sabes que no me gusta esperar ni repetir.

Victoria respiró hondo, tratando de mantener la calma, pero las palabras salieron antes de que pudiera pensar en ellas.

-Estoy cansada. Necesito descansar un poco -murmuró, sintiendo la irritación en su voz.

Él se rió, una risa baja, cargada de desdén.

-¿Es así como quieres jugar a esto? Porque no tengo ningún problema en recordarte quién tiene el control aquí -respondió, y la vibración en su voz la recorrió como un susurro peligroso-. No te gustará si soy yo quien te saca de la cama.

Victoria sintió el peso de sus palabras, una advertencia implícita que la hizo pensar dos veces. Un escalofrío recorrió su espina dorsal cuando él dio un paso al frente, más cerca, casi como si el aire a su alrededor se volviera denso.

-Victoria -gruñó, y esa simple palabra, pronunciada con una autoridad indiscutible, la obligó a levantarse. No podía dejar que él fuera quien decidiera por ella, pero el miedo, la incertidumbre, la necesidad de comprender sus propios límites, todo eso la impulsó a moverse. No podía quedarse inmóvil frente a él.

-Buena niña -dijo con voz casi burlona, y Victoria caminó hacia él, sabiendo que no había vuelta atrás.

Se detuvo a un paso de él, casi a la misma distancia de su pecho, pero lo suficiente para sentir la tensión entre ellos. La mirada de Alexander no dejó de estar fija en ella, un brillo oscuro y dominante en sus ojos.

-Quítate todo -ordenó, su tono tan firme que no cabía duda de lo que esperaba.

Victoria, aunque sorprendida, no pudo evitar levantar una ceja, un toque de desafío en su rostro.

-¿Disculpa? -preguntó, pero su voz tembló ligeramente.

-¿Quieres que te desnude? -repitió él, y de nuevo la advertencia estuvo presente, peligrosa, en cada palabra. La piel de Victoria se tensó, y aunque quiso resistirse, en el fondo sabía que la batalla por el control ya estaba en marcha.

Con una leve mueca de desdén, ella empujó las tiras de su camisón hacia un lado, dejándolo caer lentamente hasta sus pies. Ya no podía negar lo inevitable.

Alexander la observaba con la intensidad de un depredador que sabe que su presa está a su merced. La orden era clara.

-Quiero todo fuera.

Victoria, sin apartar los ojos de los suyos, empujó su tanga hacia abajo con los pulgares, dejándola deslizarse por sus piernas hasta el suelo.

-Buena niña -murmuró de nuevo, con una voz cargada de satisfacción.

Había algo en el control absoluto que ejercía sobre ella que hacía que se excitara aun más. Las órdenes, su tono, su presencia, todo parecía encender algo dentro de Victoria. Alexander dio un paso más, cerrando la distancia entre ambos, y acarició su rostro con una mano firme pero sorprendentemente delicada.

-Eres una mujer hermosa -dijo, y su toque la hizo jadear. Pero su tono cambió en un instante-. Pero -enfatizó la palabra, haciendo que sus ojos se clavaran en los de ella con una mezcla de desafío y autoridad-, no sigues las órdenes.

Antes de que pudiera procesar sus palabras, Alexander la giró con una rapidez que la dejó sin aliento, tomando un suave pero firme agarre de su cuello mientras la presionaba contra su pecho. Victoria no pudo evitar notar cuán fuerte era su deseo por ella. Aunque el momento era abrumador, al menos sabía que no era la única que sentía esta atracción insuperable.

-No te saltarás ninguna cena, harás lo que te digan y no te quejarás -su voz resonó como un trueno, vibrando a través de su cuerpo.

Victoria trató de hablar, de encontrar palabras que salieran de su boca, pero no podía.

-¿Ha quedado claro? -su tono exigía una respuesta.

-Sí -logró decir finalmente.

-"Sí, señor" -corrigió él, apretando ligeramente su agarre en su cuello. No había dolor, pero la intención era clara: demostrar su dominio.

-Sí, señor -repitió Victoria con un susurro apenas audible.

-Buena niña -dijo él, con una sonrisa que le resultaba tanto tranquilizadora como exasperante. Sujetándola por el cuello, empujó suavemente su cabeza hacia atrás para que pudiera mirarlo a los ojos-. Mientras sigas mis órdenes, tendrás la libertad que te he dado.

Luego, sin previo aviso, la besó. Fue un beso suave, casi cariñoso, que contrastaba completamente con la firmeza de su dominio.

-Métete en la cama -ordenó finalmente, soltándola.

Victoria lo miró, confundida. ¿Qué estaba planeando? Se agachó para recoger el camisón del suelo, pero Alexander la detuvo.

-No te dije que te vistieras. Dije que te metieras en la cama. Quiero que tu silueta quede marcada en las sábanas de seda -dijo, con una sonrisa que destilaba arrogancia.

Frustrada pero consciente de que oponer resistencia no serviría de nada, Victoria caminó hacia la cama y se metió en ella. Pensó que, tal vez, ahora se iría. Pero estaba equivocada.

Alexander también caminó hacia la cama.

-¿Qué estás haciendo? -preguntó ella, con una mezcla de incredulidad y alarma.

-Yo hago las preguntas -respondió él mientras se quitaba los pantalones de dormir. Estaba completamente desnudo, y Victoria no pudo evitar mirar. Su respiración se detuvo por un momento al verlo, y él lo notó.

-En la cama, ahora -ordenó, con esa autoridad que ya se le hacía familiar.

Victoria se giró hacia un lado, tirando de las sábanas para cubrirse. Pero el tacto de la seda contra su piel desnuda la hizo jadear, revelando sin querer lo afectada que estaba por toda la situación. Alexander soltó una risa baja y, sin dudarlo, se metió en la cama junto a ella.

Aunque era una cama tamaño king, Alexander no tenía intención de dejar espacio entre ellos. La atrajo hacia él, pegándola a su cuerpo, con su pecho contra su espalda. Su deseo era innegable, y Victoria sintió que la abrumaba.

-De ahora en adelante, dormirás desnuda y estarás en el comedor a las siete para cenar. Sin excepciones -dijo, su voz firme, aunque Victoria apenas podía concentrarse. Su presencia lo llenaba todo.

-Victoria -la llamó, y ella apenas logró responder.

-Sí, señor -murmuró, con voz débil.

-Ahora duerme. Mañana será un día largo. Me acompañarás en un viaje de negocios. Linda empacará lo que necesites.

Victoria apretó los dientes, luchando contra la mezcla de emociones que la consumía. Quería gritar. Quería gritarle a Alexander, exigirle que saliera de su habitación, que se alejara de ella y la dejara en paz. Quería gritar que no iría a ningún lado con él, que se negaba a participar en este juego enfermizo de poder. Quería gritar que no dormiría en su cama, que no se sometería a sus reglas ni a su control.

Pero también quería gritar por algo más. Algo que no podía admitir, ni siquiera ante sí misma. Quería gritar para que la hiciera suya, para que sus manos recorrieran cada centímetro de su cuerpo, una y otra vez, hasta que el resto del mundo desapareciera.

Alexander Drakov no era simplemente un hombre peligroso; era el tipo de peligro que atrapaba y no soltaba. Era el jefe de la mafia más despiadado, el que tomaba lo que quería sin pedir permiso, sin detenerse a considerar las consecuencias. Y, para su desgracia, ahora ella era su última adquisición.

Victoria se dio cuenta de algo mientras lo sentía detrás de ella, su respiración tranquila, como si todo estuviera bajo su control absoluto. Alexander no iba a dejarla ir. Ella no era solo una pieza más en su guerra con su padre. No, para Alexander, ella era algo que había reclamado como suyo, algo que no tenía intención de soltar jamás.

            
            

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