Dicen que hay dos maneras de doblegar a un rival: puedes reducirlo a cenizas, borrar su existencia hasta que su nombre se vuelva un eco sin dueño, o puedes despojarlo de todo, usurpar su trono y convertir su imperio en la piedra sobre la que construirás el tuyo. Pero no todos nacen con la sangre fría para hacerlo. Algunos se conforman con vivir a la sombra de un enemigo más grande, como árboles torcidos que nunca alcanzan la luz. Otros prefieren cerrar los ojos al peligro, como corderos que se convencen de que el lobo nunca llegará. Y luego están los pocos, los que entienden que el mundo no regala nada, que el poder es un derecho que se reclama con garras y dientes. Son ellos los que ven el tablero y saben exactamente cuándo mover sus piezas, los que no esperan la oportunidad, sino que la crean con sus propias manos.
En lo personal, la solución más idónea era simple y brutal: destrozar a mi rival. Sin él, tomar sus territorios sería como recoger la carroña que deja un depredador. Claro, existían consecuencias, una guerra entre familias, un derramamiento de sangre que teñiría las calles de rojo, o peor aún, que la policía metiera sus narices y nos arrastrara a todos a la cárcel. Pero, ¿qué sería de la cacería sin el riesgo? Sin la adrenalina que recorre la espina cuando estás al borde del abismo, midiendo cada movimiento con la certeza de que solo el más fuerte sobrevive.
Sabía que la única forma de acabar con los Gambino era eliminar su estirpe desde la raíz. Sin nadie al frente de la familia, dejarían de ser una amenaza. Nos quedaríamos con sus territorios, con sus conexiones, con el tráfico de droga en toda Italia y el resto de Europa. Seríamos los amos de un imperio sin fisuras, los dueños del tablero. Pero mi padre... él todavía vivía en el pasado, aferrado a códigos de honor que solo servían para mantener con vida a los débiles.
Lamentable.
Podríamos haber aprovechado la muerte de ese idiota de Vito para terminar el trabajo y acabar con los últimos resquicios de su linaje. Pero no. Don Lorenzo Costello aún pensaba como los viejos capos que se sentaban a recordar tiempos dorados con una copa de coñac en la mano.
Colgué el celular después de recibir la noticia. Crucé la estancia con pasos firmes, mis zapatos resonando contra el mármol, el eco de mis pensamientos más fuerte que cualquier otra cosa en la habitación.
Mi padre estaba en su sillón de cuero, con el habano entre los dedos, la mirada fija en la chimenea como si nada de lo que iba a decirle importara.
Di un paso al frente, sin ocultar mi impaciencia.
-Padre, los muchachos confirmaron la muerte de Vito. -Solté la noticia con frialdad, esperando ver un atisbo de satisfacción en su rostro, pero solo me encontré con su habitual expresión imperturbable-. Ahora aprovechemos el momento. Ataquemos y matemos al viejo decrépito de Franco. Sus territorios serán nuestros.
Don Lorenzo exhaló una bocanada de humo con una calma que me crispó los nervios.
-No, Carlo. -Su voz era firme, carente de dudas-. Aunque lo parezca, Franco sigue siendo poderoso. Tiene hombres leales que lucharán por él. Si lo atacamos ahora, desataremos una guerra que no nos conviene.
Apreté los puños, conteniendo la frustración que me ardía en el pecho.
-Pero es un viejo, al fin y al cabo. -Mi tono era cortante, cargado de impaciencia-. No podrá mantener su imperio sin ayuda por mucho tiempo.
Mi padre me miró de soslayo, con una expresión casi condescendiente.
-Tal vez sea cierto. -Dio otra calada a su habano, dejando que el silencio pesara sobre mí-. Pero no tengo intención de esperar la muerte de ese anciano para ver la caída de los Gambino.
Di un paso más, sin apartar la mirada de la suya.
-Padre, recuerda que Franco es un viejo mañoso. Es capaz de sorprendernos.
Mi padre soltó una carcajada seca, burlona.
-¿Qué puede hacer Franco? -Su voz destilaba ironía-. ¿Poner a su nieto recién nacido a dirigir su imperio?
Fruncí el ceño. Sí, había verdad en sus palabras, pero también riesgos. El mejor momento para atacar era ahora. Sin embargo, él no quería mover las piezas todavía.
-Carlo, calma esa ansiedad por destruir a los Gambino. -Su tono se volvió más grave-. No es buena para el negocio. En todo caso, festejemos la muerte de Vito.
Respiré hondo, conteniendo la ira que me consumía.
-¿Y si Franco pone a uno de sus perros fieles a dirigir sus negocios? -Mi voz sonó tensa, desafiante-. ¿También festejarás?
Mi padre dejó el habano en el cenicero, inclinándose ligeramente hacia adelante.
-Nadie respetará a un matón de segunda. -Sus ojos se clavaron en los míos, duros como el acero-. Ninguno de los jefes de familia apoyará a Franco si pone a un don nadie en el poder. Eso es un hecho.
Se acomodó en su sillón y sentenció con su habitual frialdad:
-Y no se hable más del tema.
El mensaje era claro. Para él, el juego aún no estaba listo para ser ganado. Pero para mí, la guerra ya había comenzado, al punto de estar pendiente de lo que sucedía con Franco Gambino. Y si bien el desgraciado no puso a su segundo al mando a cargo de sus negocios, lo que hizo fue inesperado, le dejo las riendas a su nuera.
Al principio, fui un idiota. No le di la importancia debida al asunto. En aquel entonces, Oriana no era más que una muchachita deslumbrada por Vito, una cara bonita, una sombra sin peso. Creí, ingenuamente, que no soportaría la presión del mundo de la mafia.
Error. Con mayúsculas y subrayado.
En estos años, Oriana demostró que tenía más agallas que cualquiera de mis hombres. Inteligente, estratégica y despiadada cuando era necesario. Se ganó el título de Baronesa de la mafia. Y no sé qué fue lo que realmente me atrajo a aceptar una reunión con Franco Gambino. Si fue su reputación o mi propio deseo de doblegarla. Aunque, si soy sincero, mi padre tuvo mucho que ver en esa decisión.
En resumen, hace tres días regresé de México después de un viaje de negocios impecable. Un éxito. Traía dinero, contactos y el control absoluto de nuestras rutas. Esperaba ser recibido como un rey, con copas alzadas y la satisfacción reflejada en los rostros de los nuestros.
Pero en cuanto puse un pie en la mansión, la atmósfera me golpeó como un puñetazo en el pecho. Mi padre estaba sentado en su butaca de cuero, con el ceño fruncido y la mirada fija en la pantalla de su celular. Su expresión era dura, impenetrable.
Me acerqué con una sonrisa ladeada, quitándome el abrigo con un movimiento pausado.
-Padre, saca esa cara de amargado. -Solté con tono relajado mientras colgaba el abrigo en el respaldo de una silla-. Te dije que traigo buenas noticias: Santamaría aceptó los nuevos términos para despacharnos la droga.
Ni siquiera levantó la vista. Con gesto lento y medido, deslizó su celular sobre la mesa y me hizo un leve gesto con la cabeza.
Fruncí el ceño, tomé el teléfono y leí el mensaje en la pantalla.
-Oriana nos ganó otra vez. -Mis dedos se crisparon alrededor del dispositivo-. Le entregó su producto a los gallegos.
Un calor incómodo subió por mi cuello. Otra vez. Esa maldita mujer se nos adelantaba en cada paso.
Mi padre finalmente levantó la vista, entrecerrando los ojos con la paciencia de un hombre que ya había pensado en todo antes de que yo siquiera asimilara el problema.
-No podemos continuar de esta manera. -Su tono fue firme, sin apresurarse-. Y solo se me ocurre una salida sin provocar una guerra.
Apoyé ambas manos sobre la mesa y me incliné apenas, fijando mis ojos en los suyos.
-¿Cuál? -pregunté, con voz controlada, aunque mis entrañas ardían de frustración.
Mi padre dejó escapar un suspiro por la nariz, entrelazando los dedos sobre su regazo.
-Esto es otra señal de que Franco quiere extender sus territorios. -Se tomó un segundo antes de continuar-. Si yo estuviera en su lugar, optaría por una alianza para evitar un baño de sangre...
Apreté la mandíbula, sintiendo la tensión acumularse en mis hombros.
-Pero... -lo insté, notando que no terminaba la frase.
Su mirada se endureció.
-Pero, como nosotros, él no confía en el otro.
Se inclinó hacia adelante, dejando caer el peso de sus palabras.
-Una boda entre las familias es la solución.
El aire en la habitación pareció volverse más pesado. Sabía que lo diría, pero escucharlo en voz alta le daba otro significado. Deslicé la lengua por mis dientes, dejando escapar una risa baja mientras me recostaba en la silla.
-Carlo, sé que en una época estabas interesado en Oriana. ¿Aún es así?
Mi padre me observaba con atención, buscando en mi expresión una reacción que pudiera explotar a su favor.
Le sostuve la mirada sin parpadear, dejando que el silencio se extendiera un poco más de lo necesario. Finalmente, esbocé una sonrisa, ladeando la cabeza con lentitud.
-Sí, todavía me interesa Oriana. -Mi voz salió sin esfuerzo, con una convicción que no necesitaba adornos-. Y no sería un sacrificio casarme con ella.
Mi padre asintió levemente, como si hubiera esperado esa respuesta desde el principio.
-Pero por los rumores que he escuchado se ha convertido en una mujer fría, cruel e indomable, no será fácil que acceda a la boda -añadí con mi voz inquieta. Apoyé un codo en la mesa y pasé la mano por mi mandíbula, reflexionando.
-Un paso a la vez, Carlo. -Su tono fue tranquilo, y eso era una señal que tenía un plan trazado para lograr esa boda.
Al final, accedí como un maldito imbécil. Y aquí estoy, sentado en la mansión de los Gambino, con Franco al otro lado de la mesa y un asiento vacío que debería estar ocupado por Oriana. La cena estaba destinada a sellar los detalles de nuestra unión, pero lo que no sabía era que mi padre y este viejo mañoso habían negociado algo más a mis espaldas.
No bastaba con una boda forzada. No. Tenía que ganármela. Cortejarla, seducirla, hacer que ella misma aceptara el matrimonio. Como si fuera posible. Como si no me hubiera dejado claro que no me quiere cerca.
Su forma de hacerlo fue una patada al ego. Primero, esa sonrisa burlona, esas palabras satíricas que apenas disfrazaban su desprecio, y después, una excusa tan patética que ni se molestó en hacerla creíble. "Lo siento, olvide que tengo una reunión en la escuela de mi hijo".
Una risa seca se me escapa solo de recordarlo. ¡Una mierda!
Ni siquiera intentó disimular. No me interesas. No seré tu mujer. No habrá boda.
Y todavía estoy aquí, con la mandíbula apretada, los dedos cerrados en un puño sobre la mesa, mientras Franco juega su papel de buen anfitrión, llenando mi copa de vino con una calma que solo me irrita más, pero me canse de hacer el papel de imbécil y antes de que pueda levantarme su voz rompe el silencio.
-Carlo, por favor, no te marches todavía. Oriana debe estar por llegar en cualquier segundo.
Levanto la vista, entrecerrando los ojos. ¿Me cree idiota?
-Franco... ni tú te crees lo que repites.
Agarro la copa con lentitud, observando el líquido rojo deslizarse por el cristal.
-Admitámoslo. Te vio la cara. -Levanto la copa, la inclino ligeramente antes de beber un sorbo lento, degustando el sabor metálico del vino-. Te mintió con esa excusa patética. ¿Una reunión en la escuela de su hijo? ¿A esta hora? ¡Por favor!
Franco suspira, reclinándose en su silla con el gesto de un hombre que carga con más de lo que quisiera admitir.
-Fue mi culpa por no recordar esa reunión. -Se encoge de hombros, su tono sin rastro de preocupación-. Y pensándolo bien, no ha sido una noche perdida. Hemos hablado de cómo extendernos con los cargamentos de droga.
La forma en que lo dice, tan tranquilo, tan casual, me crispa los nervios.
Dejo la copa sobre la mesa con un golpe seco, entrecerrando los ojos.
-Lo que veo es que te estás burlando de mí.
Su gesto apenas cambia. No hay una sola grieta en su fachada de hombre imperturbable.
-Tal vez en este momento Oriana está revolcándose con el ruso y yo como un imbécil aquí, aguardándola.
Franco se queda en silencio por un segundo. Sus dedos tamborilean contra la mesa, su expresión sigue serena, pero sus ojos oscuros me estudian con cautela.
-Por favor, Carlo. -Su voz es grave, controlada, pero hay un matiz en ella que me dice que no le gusta la dirección que ha tomado la conversación-. Soy un hombre de honor. No tengo por qué prestarme para esas tonterías. Como se lo dije a Lorenzo, me interesa una alianza con los Costello.
Lo observo fijamente, midiendo cada palabra, cada inflexión en su tono. Buscando la mentira.
-Demuéstramelo.
Mi voz es baja, pero cada sílaba lleva el filo de una cuchilla.
Me inclino apenas sobre la mesa, dejando la copa a un lado, sin apartar los ojos de él.
-Dime algo que incline la balanza a mi favor.
Una pausa tensa.
-¿Cómo aseguro la boda con Oriana? -pregunto sin rodeos, pero su silencio y esa mirada enigmática me dejan sumergido en un mar de dudas.