El problema no es el pasado en sí, sino lo que permitimos que haga con nosotros. A veces, endurecemos el corazón hasta convertirlo en piedra, construimos muros de hierro y nos convencemos de que así estamos a salvo. Que nadie nos toca, que nadie nos hiere. Pero, en realidad, solo nos estamos hundiendo en nuestra propia armadura.
Quizás el miedo a empezar de nuevo nos paraliza, la idea de volver a ser vulnerables nos aterra. No queremos soltar las riendas ni dejar que alguien más las tome. Pero aferrarse al ayer es como beber veneno en pequeñas dosis: nos carcome, nos debilita, nos consume hasta dejarnos vacíos, porque el pasado es un sitio al que no se puede regresar, y quedarse atrapado en él es lo más parecido a morir en vida.
En lo particular, no soy una hoja en blanco. Arrastro cicatrices que todavía arden bajo la piel, aunque he aprendido a ocultarlas con una sonrisa ladeada y una mirada impasible. Camino como si nada pudiera quebrarme, pero la verdad es que sigo adelante a pesar de mi pasado, no porque haya sanado. Tal vez por eso, Oriana me atrajo desde el primer momento. Su manera de sostener la mirada, de hablar sin titubeos, de aferrarse a su hijo como si el mundo entero fuera un enemigo del que tuviera que protegerlo. Me eclipsó de una forma absurda, tanto que me encontré investigando sobre su vida sin pensarlo demasiado.
Fui directo. Demasiado. Pero necesitaba respuestas antes de lanzarme a algo que ni siquiera entendía. Lo que obtuve fue una reacción inesperada: ni furia, ni llanto, solo una expresión impenetrable cuando mencioné al padre de Renato. No hubo un nombre, ni rastros de odio, solo una resignación que me pareció inquietante, como si la herida siguiera abierta, latiendo en silencio.
Quise saber más. No porque fuera un maldito curioso, sino porque su manera de callar me desesperó. Como un enigma a medio resolver, como una historia contada a medias. Y cuando, en un arrebato, le pregunté si tenía pareja, su tensión fue palpable. Me clavó esos ojos oscuros, afilados como cuchillas, y antes de que pudiera retractarme, Renato irrumpió en la conversación, robándome la oportunidad de seguir escarbando.
La cena llegó a su fin y, en un intento por arreglar mi metedura de pata, le propuse otra salida. Esta vez en un ambiente más privado, donde no tuviera que refugiarse en su hijo para evadirme. Pero su respuesta fue un golpe certero, una daga directa al orgullo: "No quiero ser la presa".
¡Mierda! ¿Qué demonios pensó? ¿Qué estaba seduciéndola solo porque es madre soltera? ¿Qué era una especie de cazador buscando una víctima fácil? Algunos imbéciles lo hacen, sí, pero ¡yo no soy uno de ellos! No busco una maldita aventura de una noche, no quiero un capricho pasajero. Y eso me desconcierta. No sé qué diablos me pasa con ella, no sé si me aterra darle un nombre a esto que apenas empieza, o si simplemente me jode que me vea como otro idiota cualquiera.
Boris volvería a insistir que me alejara, que me evitara problemas. Que diera media vuelta y olvidara todo este asunto. Pero no quiero.
En resumen, debo tener el rostro desencajado después de escuchar sus preguntas directas sobre lo que busco. Es que ni siquiera espere semejante actitud luego de una velada entretenida y diferente. Aunque ya veo que Oriana debe tener demasiadas heridas abiertas para no permitirse confiar en alguien, será difícil llegar a su corazón.
Y aquí estoy en silencio, atrapado en su mirada oscura, intentando ordenar mis ideas. Finalmente, resoplo, dejo escapar una risa breve, seca, y me obligo a hablar:
-Oriana... No persigo mujeres por deporte. No juego con nadie. Soy lo que ves, un tipo complicado, pero... contigo es distinto. Me siento cómodo contigo. Y con Renato.
Ella enarca una ceja, desafiante. Sus labios se curvan en una mueca que destila escepticismo.
-Se nota que no persigues mujeres -ironiza-. Conmigo lo hiciste. Te las ingeniaste para conseguir mi número e invitarme a cenar.
-No soy un acosador ni un psicópata -gruño, mi voz saliendo más dura de lo que quería. Me acerco un paso, reduciendo la distancia entre nosotros-. ¡Tú me interesas, Oriana!
Mis palabras quedan suspendidas en el aire. Su expresión sigue siendo un muro de hormigón.
-Eso ya lo noté -su voz es fría, calculadora. Luego, sus labios se curvan en una sonrisa cruel-. Usaste a mi hijo para salir conmigo. Es deprimente y patético. ¿Tan bajo eres siempre?
Sus palabras me incendian. Aprieto la mandíbula, sintiendo la rabia treparme por la espalda.
-¡Mierda, no es así! -gruño entre dientes, mi respiración acelerándose. Su perfume me envuelve, intoxicante-. Renato es un niño increíble, y tú... tú deslumbrarías a cualquiera.
Ella no pestañea. Me sostiene la mirada como si fuera un duelo de voluntades.
-¿Por qué eres tan desconfiada? ¿Por qué levantas este muro entre nosotros?
-Debo irme. Gracias por la cena -su voz es cortante.
Se gira, abre la puerta del auto y está a punto de subir. Pero actúo sin pensar.
Mis dedos se cierran alrededor de su brazo en un impulso desesperado.
Oriana se tensa, su aliento se entrecorta cuando la giro hacia mí. Sus ojos brillan en la penumbra, su pecho sube y baja rápido, y el latido feroz de mi corazón se mezcla con el suyo.
-Dame una oportunidad. Solo una Oriana -mi voz es apenas un susurro, una súplica contenida en el borde de su boca.
Ella titubea. Un instante. Un resquicio de duda. Pero, de pronto, se desenreda de mi agarre.
-Es tarde. Buenas noches -su voz se quiebra, apenas perceptible, y se marcha.
Sube a su auto, y me quedo ahí, inmóvil, sintiéndome un maldito idiota mientras la veo desaparecer en la oscuridad.
No tuve un no rotundo. Pero tampoco una afirmación. Supongo que tendré que ganarme su confianza y su corazón.
Tres días después
A pesar de las burlas de Boris por no poder conseguir nada con Oriana, decidí no darme por vencido. Por favor, no es lo mismo dirigir un imperio de drogas que conquistar a una mujer. No puedo simplemente apuntarla con un arma como lo haría con cualquiera de mis enemigos y eliminar el obstáculo. Aquí no se trata de poder o de ser el jefe, sino de ganar su corazón.
No es capricho, ni ego masculino, mucho menos un desafío. Ninguna de esas palabras encasilla lo que provoca Oriana en mí, o, mejor dicho, en lo que me convertí por voluntad propia: en la presa. No puedo decir que voy de cacería, porque ya caí en su trampa, esperando ser devorado por esa hermosa loba.
Para evitar otro rechazo, opté por enviarle rosas todas las mañanas a su mansión, presentarme a la salida de la escuela para saludar a Renato con la esperanza de verla. Pero el chofer siempre recogía al niño. O tal vez esa era su forma de huir de mí. Y como no sirvo para jugar al pretendiente paciente, decidí cambiar de estrategia.
Me pongo de pie, levanto mi saco del sillón y tomo el celular. Con un ademán, le indico a Sergei, mi guardaespaldas, que me siga. Pero antes de que pueda alcanzar la puerta, Boris la abre de golpe y me observa de pies a cabeza con una mirada burlona.
-¡Vas de cacería! -suelta, cruzándose de brazos con esa maldita pose condescendiente que me crispa-. Pero esa mujer tendrá que esperar.
Aprieto la mandíbula y le sostengo la mirada.
-¿Ahora qué problema hay?
-Franco Gambino -responde cortante.
Su tono me fastidia. Ya sé a dónde va con esto.
-¿Acaso olvidaste todos los pretextos que repetí para cubrirte? -agrega con su voz sardónica. Aprieto los puños para no mandarlo al diablo.
-No lo olvidé, Boris. Más bien te dejé a cargo del asunto.
-Si es como dices, dame un maldito poder notariado para casarte con la baronesa. Porque solo eso te falta para nombrarme tu representante legal. Aunque dudo que esa mujer acceda... Tal vez Franco pueda concebir la idea.
Me hierve la sangre.
-¡¿Enloqueciste?! -gruño, acortando la distancia entre nosotros. Mi pecho sube y baja con rabia contenida-. No tienes permitido negociar con Franco una boda con su protegida. Ni se te ocurra abrir la boca porque, si lo haces, prescindiré de ti. ¿Fui claro?
Boris frunce el ceño, molesto.
-Te hago un favor y así es como me pagas... -masculla con fastidio-. Pero si no quieres que intervenga, es hora de que hables con Franco. Ve a su oficina como le aseguré qué harías.
Extiende una tarjeta.
-Aquí está la dirección.
Le arranco la tarjeta de un tirón.
-¡Te voy a matar por semejante jugarreta...! -siseo entre dientes, sintiendo la furia quemarme por dentro.
Unos minutos más tarde
Como un maldito castigo. Así suena la voz de Franco en mis oídos, con ese tono ceremonioso y su pose impecablemente formal. Sus ojos enigmáticos me escanean con paciencia depredadora, esperando encontrar algún resquicio de interés en su puta oferta. Pero lo único que siento es el mismo fastidio que en los días de colegio, cuando el viejo director me sermoneaba por partirle la cara a algún imbécil.
Mis dedos tamborilean sobre mi pierna con impaciencia. La oficina de Franco apesta a puro lujo mal habido: muebles de caoba, cuadros de caza, un jodido whisky carísimo sobre la mesa de cristal. Todo diseñado para impresionar, para recordarme con quién estoy tratando. Él camina de un lado a otro, con la seguridad de quien cree que tiene la partida ganada.
-Drago, como le mencioné a tu padre, esta alianza nos llevará a otro nivel en el submundo de la mafia. Podremos diversificar y ampliar nuestros territorios... -Su voz es persuasiva, como la de un vendedor de telefonía que ofrece el trato del siglo.
Pero la diferencia es que no quiere dinero. Quiere atarme a una jodida boda con una mujer fría y cruel. ¿Qué clase de mujer acepta este tipo de acuerdos? Debe de ser una vieja amargada, una simplona desesperada por un marido que no le tiene asco a este mundo.
Levanto la mano, deteniendo su monólogo con un chasquido de lengua.
-¡Franco! No necesita venderme las ventajas de esta alianza. Conozco sus conexiones, sé el volumen de droga que manejan y el éxito de la baronesa manteniendo el negocio de su familia. -Mis ojos lo taladran con frialdad-. Pero aquí no estamos hablando de unos cuantos millones de euros, sino de mi vida.
Franco se inclina hacia adelante, sus labios se curvan en una sonrisa calculadora.
-Muchacho, no será un sacrificio casarte con mi protegida. Es una mujer hermosa e inteligente...
Me río, pero el sonido sale seco, afilado.
-Y también tiene fama de despiadada, fría y cruel. Tal vez en nuestro entorno sirva alguien como ella, pero yo no quiero un matrimonio sin amor. No quiero atarme a una mujer que podría asesinarme mientras duermo.
Franco suelta una carcajada, profunda y gutural, como si mi comentario le pareciera la cosa más divertida del mundo.
-¡Ja, ja, ja! Por favor, Drago, lo que has escuchado de la baronesa son exageraciones. Mi protegida es pragmática en los negocios, eso es todo. El resto son rumores.
Cruzo los brazos, evaluándolo con una ceja arqueada.
-Rumores o no, lo juzgaré cuando la conozca. Mientras tanto, no le daré una respuesta.
Me incorporo con lentitud, dejando que la tensión pese en el aire. Le extiendo la mano y Franco la estrecha con firmeza.
-De acuerdo, muchacho. Déjame coordinar una reunión o una cena con mi protegida. Estamos en contacto.
No le respondo. No pierdo más tiempo. Camino hacia la puerta con pasos medidos, conteniendo el impulso de salir a toda prisa de este jodido despacho. Apenas cruzo el umbral, el alivio inunda mis pulmones.
El pasillo se extiende frente a mí, impoluto y silencioso. Avanzo con determinación hacia la recepción. La atmósfera aquí es diferente, menos asfixiante pero igual de cargada de poder.
Y entonces la veo.
Una silueta femenina, una cabellera que mi memoria no ha olvidado. A medida que me acerco, confirmo la sospecha. Oriana.
Está charlando con la secretaria, ajena a mi presencia. Aclaro la garganta, haciéndome notar. Ella se gira, su mirada deslizándose sobre mí con la misma frialdad que recordaba.
Sonrío, pero no hay calidez en mi gesto.
-Buenos días, Oriana. Qué casualidad verte aquí. ¿Acaso tienes negocios con Franco Gambino? ¿O trabajas para él? -averiguo con curiosidad, pero su silencio me deja sumergido en un mar de dudas.