Lo hacemos en cada decisión, en cada paso. Desde pisar el acelerador para adelantar a un idiota que va demasiado lento, hasta sostener la mirada de un enemigo que tiene un arma cargada. No es suicidio. No es estupidez. Es algo más profundo. Un desafío constante al mundo, un recordatorio de que somos nosotros quienes dictamos las reglas.
Porque el control es nuestro oxígeno. Porque no nacimos para inclinarnos ante nadie.
El que no lo entienda, que observe bien: no seguimos el ritmo de nadie, obligamos a los demás a seguir el nuestro. Incluso cuando creen que tienen el poder, cuando juran que nos tienen arrinconados, no se dan cuenta de que ya están danzando a nuestra música.
Pueden llamarlo arrogancia, locura o exceso de confianza. Que lo hagan. Al final, seguimos de pie, con la cabeza en alto y las manos firmes en el tablero, mientras los demás solo intentan no quedar fuera del juego.
Desde hace tiempo, vivo seduciendo al peligro, esquivando una bala, negociando con criminales que otros no se atreven ni a nombrar, manejando un imperio de drogas donde la debilidad no es una opción. En este mundo, cada decisión puede ser la última, y yo nunca he sido de las que dejan su destino en manos ajenas.
Por eso, la idea de sentarme a cenar con la rata de Carlo, solo por el capricho de Franco, me resultaba tan repulsiva como absurda. Soportar su mirada lasciva y su voz empalagosa era un castigo que no estaba dispuesta a tolerar sin una buena razón. Pero justo cuando creía que no tenía escapatoria, el destino me ofreció una salida.
Adler llamó. Me estaba invitando a cenar a Renato y a mí, aunque estaban claras sus intenciones.
No diré que me salvó de la asfixiante presencia de Carlo, pero hubo algo en su propuesta que me obligó a aceptar sin dudar demasiado. Quizá fue mi instinto de supervivencia, siempre alerta, siempre desconfiado. O tal vez fue esa sospechosa simpatía que surgió entre él y Renato. No estaba segura de qué me inquietaba más: Carlo o Adler.
Sin embargo, si iba a aceptar, lo haría bajo mis condiciones. Elegí el lugar. No iba a caminar a ciegas hacia una trampa, más bien mis hombres estarían custodiándome a una distancia prudente. Si esto era una emboscada de la DEA, al menos tendría la ventaja del terreno.
Pero antes, tenía que salir de la mansión sin desatar una guerra. No podía simplemente dar la media vuelta y marcharme como una niña caprichosa negándose a ver a su pretendiente. Necesitaba una excusa creíble, algo que Franco no pudiera desbaratar con una orden o una amenaza.
Cuando colgué el celular, sentí las miradas clavándose en mí como dagas invisibles.
Franco estaba tenso. Apretaba los labios con ese tic involuntario que delataba su fastidio. A su lado, Carlo me observaba con sus ojos oscuros goteando malestar. Sabía que algo se me pasaba por la cabeza y eso lo irritaba.
Respiré profundo, manteniendo el control.
Di un paso adelante y solté la mentira con la naturalidad de quien ha engañado toda su vida.
-Franco... Carlo. Van a tener que cenar sin mí. Acabo de recordar que tengo una reunión.
Franco apenas tardó un segundo en responder, pero su voz estaba cargada de irritación.
-Oriana, cualquier reunión de negocios la puedes reprogramar. No puedes marcharte ahora y hacerle un desplante a nuestro invitado.
Su tono era bajo, pero firme. Un recordatorio de que yo no debía tomar decisiones sin su aprobación.
A mi lado, Carlo sonreía, como si hubiese ganado una pequeña batalla. Saboreaba el momento.
-Por último, manda al idiota de Tiziano -añadió Franco con desdén, convencido de que la conversación estaba terminada.
Me reí. Baja. Lenta. Cruel.
Dejé que el sonido flotara en el aire antes de responder.
-Franco, no es una reunión de negocios.
La tensión en la sala se hizo palpable. Carlo entrecerró los ojos. Franco apenas inclinó la cabeza, evaluándome.
-Tampoco puedo enviar a mi hermano como sugieres -continué con calculada calma-. Porque se trata de la escuela de Renato.
El silencio se instaló acompañado de sus rostros endurecidos.
-Soy su madre.
Carlo bufó, estaba furioso por no doblegarme.
-¡Qué conveniente, Oriana! -su voz rezumaba veneno y sarcasmo-. Justo esta noche tienes una reunión en la escuela de tu hijo.
Le sostuve la mirada sin perder la sonrisa.
-Ser madre no tiene horario, Carlo. Pero no te preocupes... no espero que lo entiendas.
Hice una pausa, dejé que mis palabras lo golpearan en el ego.
-No tienes ni la menor idea de lo que hablo. Voy por Renato. ¡Permiso!
Di media vuelta con la intención de salir, pero antes de abandonar la sala, Franco habló de nuevo.
-¡Oriana! -Su tono era un anzuelo para detenerme.
Franco cerró la distancia entre nosotros. Su rostro mostraba una cortesía vacía, pero su mirada era afilada.
-Te esperaremos para el postre.
No era una sugerencia.
-Mira la forma de regresar lo antes posible -su tono adquirió una dureza. Una orden envuelta en amabilidad forzada-. Gracias.
Lo observé sin prisa. Dejé que sintiera que no tenía control sobre mi decisión.
-Lo intentaré, Franco. Pero no te aseguro nada.
Me encogí de hombros, como si todo esto me pareciera una molestia menor.
-Las reuniones de padres suelen alargarse. Ya sabes... siempre hay preguntas interminables para la profesora.
No esperé su respuesta. Giré sobre mis talones y subí las escaleras con la seguridad de quien ya ha ganado.
Al final, Renato estaba feliz con nuestra salida improvista como si fuera lo mejor del mundo, pero sobre todo con la idea de volver a ver a su nuevo amigo. Y al principio, la cena se sintió como una prueba. No quería estar ahí. No con él, no con nadie que intentara hacerme bajar la guardia. Pero había accedido, y ahora no podía retractarme sin que pareciera una huida.
Adler es peligroso, aunque no de la manera obvia. No hay amenazas en su voz, ni intenciones ocultas en cada movimiento. Su arma es más sutil: paciencia, inteligencia, esa manera de observarlo todo sin parecer que lo hace. Me estudia, aunque lo oculte tras sonrisas y anécdotas.
Aun así, poco a poco, mi resistencia se fue desmoronando. Tal vez fue la charla, las risas de Renato, o simplemente ver ese lazo entre ellos me dejo vulnerable. Al fin y al cabo, Renato creció sin su padre y lo más parecido a una figura paterna ha sido Tiziano, entonces no era fácil fingir indiferencia, no cuando las palabras de Adler no eran superficiales, no cuando contemplaba esa complicidad como lo soñé que sería con Vito en su rol de papá.
Sin embargo, incluso en los momentos de complicidad, cuando la conversación fluía sin esfuerzo, su mirada me seguía analizando. Como si buscara algo en mí que no lograba descifrar. No era el primero en hacerlo. Pero era el único que me hacía sentir que, de alguna forma, ya había encontrado lo que busca. Y eso me inquieta.
En resumen, tras una cena diferente, no supe en qué momento terminamos caminando por la playa. Quizá fue el entusiasmo de Renato lo que me arrastró, porque hacía mucho tiempo que no lo veía tan feliz, tan cómodo con alguien más. La brisa nocturna acariciaba mi piel, y el murmullo de las olas se mezclaba con la risa de mi hijo, iluminado por una felicidad que parecía olvidada.
La charla con Adler fluyó con una facilidad que no esperaba, como si su presencia disipara, aunque fuera por instantes, el peso del cansancio que cargaba sobre los hombros. Y sin darme cuenta, hablé de más. O quizás lo necesitaba. Me escuché a mí misma confesando lo poco que compartía con Renato, el tiempo que se me escurría entre las manos como arena, la culpa que carcomía mis noches.
Adler no me juzgó. Su respuesta no fue la típica compasión vacía ni frases hechas. Sus palabras tenían el peso de alguien que entendía bien de lo que hablaba. Pero también había algo más. Lo vi en sus ojos azules, en la sombra de tristeza y melancolía que cruzó su mirada. Como si, sin quererlo, hubiera abierto una puerta que no estaba listo para enfrentar.
Y entonces, la pregunta inevitable surgió: "¿Qué pasó con el padre de Renato?"
El impacto fue instantáneo. Mi mandíbula se tensó, mis dedos se aferraron a la tela de mi vestido como si pudiera encontrar refugio en ella. Mi mirada se desvió al mar, incapaz de sostener la suya. Podía fingir que no había escuchado. Podía ignorarlo, cambiar de tema, improvisar alguna respuesta vacía. Pero no. No iba a manchar la imagen de Vito, del hombre que fue mi vida.
Me quedé en silencio, intentando reunir fuerzas para despejar las dudas de Adler. Finalmente, levanto la vista y encuentro sus ojos azules, expectantes. Trago saliva antes de dejar escapar mi voz en el aire.
-Adler... me resulta difícil hablar del padre de Renato, no porque fuera un imbécil, como la mayoría de los hombres, sino porque aún me duele su recuerdo...
Adler frunce el ceño con un matiz de disculpa en su expresión.
-Perdóname por remover el pasado con mi curiosidad -dice con sinceridad-. Lo lamento, pero es que Renato es un niño maravilloso y tú eres una mujer hermosa e inteligente. Solo un idiota abandonaría a su familia.
Sus palabras me arrancan una risa amarga.
-No me abandonó. O... de cierta manera, sí.
Puedo ver la confusión en su rostro, así que me apresuro a improvisar antes de que saque sus propias conclusiones.
-Su corazón no resistió. Murió sin conocer a Renato.
El gesto de Adler se suaviza de inmediato.
-Entonces... eres viuda -murmura con cautela-. Estás sola... sin nadie a tu lado.
Levanto una ceja. Ese pequeño interrogatorio es la confirmación de que le intereso. Pero la pregunta evidente es... ¿en qué sentido? ¿Como mujer? ¿Está investigándome? ¿Quién es realmente este hombre?
-¡Mamá! ¡Adler! ¡Todavía no comimos el postre! -La voz de Renato irrumpe en mis pensamientos mientras corre hacia nosotros, emocionado-. ¿Vamos por un helado? ¿Sí?
Adler reacciona con naturalidad, respondiendo antes de que yo pueda decir algo.
-Claro, campeón. Vamos por ese helado doble.
Y con esa simple distracción, la conversación queda en pausa... pero no olvidada.
Un rato más tarde
Renato, agotado tras la larga velada, apenas tiene fuerzas para abrazar a Adler antes de dejarse caer en el asiento trasero del auto. Sus párpados luchan por mantenerse abiertos, pero la somnolencia lo vence. Su respiración se vuelve pausada, profunda.
Yo, en cambio, no tengo descanso.
Estoy a punto de subir al auto cuando Adler me detiene con su voz.
-Oriana -dice, y hay un matiz grave en su tono, algo que me hace fruncir el ceño.
Me giro hacia él, encontrándome con su figura relajada, demasiado cómoda en este juego. Se pasa una mano por el cabello, despeinándolo apenas, y la curva de su sonrisa es calculada, medida.
-Gracias por esta velada especial e improvisada -continúa, su mirada fija en la mía, midiendo cada reacción-. Ha significado mucho para mí pasar tiempo con ustedes... y me gustaría repetirlo.
Cruzo los brazos sobre mi pecho.
-¿Ah? ¿Otra cena?
La sonrisa de Adler se ensancha, y su voz baja un tono, como si compartiera un secreto.
-Lo que tú propongas estará bien, pero... confieso que preferiría algo más íntimo. Tal vez tu casa... o la mía.
Suelto un suspiro, pero mi postura se endurece.
-Adler -mi voz es firme, cada palabra afilada como un bisturí-, voy a ser directa contigo. No tengo tiempo para jugar con nadie. Detesto ser la presa.
Por un instante, un destello de sorpresa cruza sus ojos azules, pero se desvanece tan rápido como apareció. Su expresión cambia, su sonrisa se atenúa sin desaparecer del todo.
-Oriana -dice con calma, su tono sereno, controlado-, creo que malinterpretaste mis intenciones. No quiero aprovecharme de ti...
La risa que se escapa de mis labios es seca, cortante.
-No he malinterpretado nada. -Doy un paso hacia él, recortando la distancia entre nosotros, sosteniéndole la mirada con la intensidad de una llama-. Y mejor hablemos sin tapujos... ¿Quién mierda eres? ¿Qué buscas de mí?
El aire entre nosotros se espesa. La sonrisa de Adler se borra por completo, y por primera vez, veo algo distinto en su expresión: una sombra, un atisbo de algo que no había mostrado hasta ahora. Y en ese silencio tenso, sé que la respuesta que me dé cambiará todo.