Los Hijos del Abismo
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Los Hijos del Abismo

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Capítulo 1 1

El sol se ocultaba lentamente sobre el horizonte, tiñendo el cielo de tonos rojizos y anaranjados, reflejándose sobre las aguas del océano que se agitaban suavemente con la brisa del atardecer. El pequeño pueblo costero de Feredo, enclavado en una bahía tranquila, parecía ajeno a las sombras que comenzaban a cernirse sobre él. Las olas rompiendo contra las rocas eran el único sonido que interrumpía el silencio de la tarde, mientras las casas de madera y las callejuelas empedradas, típicas de un lugar que parecía haber quedado suspendido en el tiempo, lucían apacibles y acogedoras.

Pero algo había cambiado. Algo que no podía ser percibido por los ojos acostumbrados a la rutina diaria. Los niños del pueblo, que siempre se habían visto jugando en la orilla o corriendo entre las callejuelas, ya no se mostraban tan despreocupados. Los padres hablaban en susurros, intercambiando miradas preocupadas mientras se apresuraban a llevar a sus hijos a casa al caer la tarde. Los más ancianos, que solían sentarse en los bancos de la plaza, observaban el mar con una expresión de inquietud que reflejaba una memoria olvidada, una memoria que hablaba de tiempos oscuros.

El primer niño desaparecido fue Javier, un pequeño de ocho años, conocido por su risa contagiosa y su habilidad para hacer amigos. Desapareció sin dejar rastro durante la fiesta de verano, mientras corría hacia el bosque cercano. Su madre, aterrada, buscó por horas, pero no hubo señal alguna. Nadie escuchó un grito, nadie vio una sombra que se deslizara entre los árboles. Simplemente se desvaneció.

Las desapariciones siguieron con el paso de los días, y pronto, la noticia de los niños perdidos se esparció como pólvora, sembrando pavor en el pueblo. Cada desaparición parecía estar relacionada con las mismas circunstancias: niños pequeños, en su mayoría, que jugaban cerca del bosque, o bien cerca de las rocas al final del acantilado. Nunca se encontraba un rastro, un vestigio, ni siquiera un indicio de lucha. Como si simplemente hubieran sido tragados por la tierra misma.

Fue en medio de esa creciente angustia cuando la familia Arendal llegó al pueblo.

Se instalaron en la mansión que había estado vacía durante años, una construcción antigua y de apariencia sombría, cuyos ventanales rotos y las enredaderas que cubrían sus paredes daban la sensación de que había permanecido en un estado de abandono durante siglos. Nadie recordaba a quién pertenecía la mansión, solo que siempre había estado allí, al borde de las colinas que se asomaban al océano.

Los Arendal eran extraños, incluso para los estándares de Feredo. No se parecían a los demás forasteros que habían pasado por el pueblo a lo largo de los años. Su aspecto, aunque perfectamente pulido, tenía algo inquietante, algo que no se podía nombrar con palabras. El padre, Damon Arendal, era un hombre alto, de cabellera oscura y rostro angular, que mantenía una mirada fría y distante, como si su atención estuviera siempre en algún lugar lejano. Su esposa, Evelyn, era una mujer de porte elegante, con una belleza que parecía casi irreal. Su cabello, largo y negro, caía como una cascada sobre su espalda, y sus ojos, de un verde profundo, no transmitían ni calor ni amabilidad, sino una dureza inquietante.

Y luego estaban los hijos. Los gemelos, Anna y Malach, eran un misterio por sí mismos. De aspecto pálido, con una fragilidad que podría haber sido interpretada como fragilidad juvenil, pero sus ojos, esos ojos de un gris penetrante, reflejaban algo mucho más antiguo. Algo que no encajaba en el paisaje tranquilo de Feredo.

El pueblo, aunque escéptico, les dio la bienvenida, como a cualquier visitante que se detuviera en el lugar. Pero en lo más profundo, muchos sentían que había algo errado con los Arendal. No fue solo su aspecto, ni la mansión que eligieron, sino la extraña indiferencia que mostraban hacia las costumbres locales. No parecían interesarse en conocer a los vecinos ni en las festividades del pueblo, y rara vez se les veía fuera de su mansión, a excepción de los breves paseos al final de la tarde.

Alden había vuelto a Feredo para escapar de su vida en la ciudad. Era un periodista joven, cuyas experiencias en el mundo de las noticias sensacionalistas y los reportajes oscuros lo habían dejado emocionalmente agotado. El aire fresco del mar, la tranquilidad del pueblo y la promesa de unos días de descanso lo habían llamado de vuelta a su hogar natal. Sin embargo, nunca imaginó que su regreso lo llevaría a una investigación que pondría a prueba todo lo que pensaba saber sobre el mundo.

Había oído rumores sobre las desapariciones, claro. No había persona en el pueblo que no hablara de ellas. Pero como cualquier otra noticia de pequeña escala, Alden no lo consideró más que una exageración colectiva. Sin embargo, esa percepción cambió el día que un niño de doce años, llamado Samuel, apareció en su puerta a la mañana siguiente.

"Han desaparecido más niños, Alden. Ya no es solo un rumor", dijo Samuel con una mirada seria y tensa. "Y creo que los Arendal saben algo".

Alden lo miró, desconcertado. "¿Qué quieres decir?"

Samuel tragó saliva, como si luchara por encontrar las palabras. "He visto a los gemelos cerca del acantilado. Nadie los vio llegar, ni se les escuchó. Pero cuando salí a buscarlos, ya no estaban. Y el aire... el aire era extraño, como si algo estuviera observándonos".

Esa fue la chispa que encendió la curiosidad de Alden. A pesar de su escepticismo, algo en la historia del joven lo inquietó. Algo en su voz y en su miedo resonó con algo profundo dentro de él, algo que nunca había imaginado que fuera posible en su pueblo.

Alden decidió investigar. A pesar de las advertencias de los ancianos, que hablaban en voz baja sobre leyendas olvidadas y viejas historias del mar, algo dentro de él lo empujaba a descubrir la verdad detrás de las desapariciones. Pero lo que aún no sabía era que al hacerlo, ya había comenzado a caminar hacia un abismo que no tenía regreso.

Esa noche, mientras las luces del pueblo se apagaban lentamente, Alden observó desde su ventana el mar calmo y oscuro, una presencia silenciosa que parecía vigilarlo. Las olas rompían con un sonido más grave, más ominoso. Algo estaba por suceder, y no estaba seguro de si estaba preparado para enfrentarlo.

            
            

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