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Samuel pasó todo el viernes intentando sumergirse en el trabajo. Su agenda estaba repleta de reuniones, presentaciones y llamadas con inversionistas, pero su mente estaba en otra parte. En ella.
Laura estaba en su cita con Andrés.
Mientras él cerraba acuerdos millonarios y tomaba decisiones cruciales para su empresa, su corazón estaba atrapado en una pequeña trattoria italiana donde ella probablemente sonreía, reía y miraba a otro hombre como si fuera el centro de su universo.
Cada vez que su teléfono vibraba, un escalofrío lo recorría. Pero no eran mensajes de Laura.
Nada.
Ella no le había escrito en toda la tarde, y eso solo podía significar dos cosas: o la cita iba mal, o iba demasiado bien.
Ambas opciones le dolían, aunque por razones distintas.
Cuando finalmente llegó a su penthouse esa noche, lo primero que hizo fue servirse un whisky. Lo bebió despacio, mirando la ciudad desde su ventanal.
¿Qué demonios estaba haciendo?
Él, Samuel Fuentes, CEO de una de las empresas más poderosas del país, estaba sentado solo en su departamento, sufriendo como un adolescente enamorado. Había pasado años construyendo un imperio, convirtiéndose en alguien que nadie podía ignorar. Había logrado todo lo que alguna vez soñó... excepto lo único que realmente importaba.
De repente, su teléfono vibró.
Laura: "¿Estás despierto?"
Samuel respiró hondo antes de responder.
Samuel: "Sí. ¿Cómo te fue?"
Pasaron unos segundos antes de que el siguiente mensaje llegara.
Laura: "¿Puedo ir a verte?"
Samuel sintió que su pulso se aceleraba.
Samuel: "Claro."
Quince minutos después, Laura tocó a su puerta.
Samuel abrió y la vio parada allí, con el vestido negro que él mismo había elegido para ella. Su cabello estaba un poco despeinado, y su expresión no era la de alguien que había tenido la cita perfecta.
-Entra.
Ella cruzó la puerta sin decir nada y se dejó caer en el sofá.
-¿Whisky? -preguntó Samuel, levantando su copa.
-Por favor.
Él le sirvió un vaso y se lo pasó antes de sentarse junto a ella.
-Cuéntame.
Laura suspiró y tomó un sorbo antes de hablar.
-Fue... raro.
Samuel levantó una ceja.
-¿Raro bueno o raro malo?
-Raro confuso. -Laura giró el vaso en sus manos-. La cena fue bien. Hablamos, nos reímos, todo fluía. Pero en ningún momento sentí que él quisiera algo más.
Samuel se quedó en silencio.
-Lo noté distante. No sé si estaba nervioso o si simplemente no está interesado en mí de esa manera.
-¿Intentaste algo para ver su reacción?
-Sí. Hice lo que me dijiste: contacto visual prolongado, lo toqué casualmente en el brazo, le hice cumplidos... pero él solo sonreía y cambiaba de tema.
Samuel sintió una mezcla extraña de alivio y enojo.
Alivio, porque eso significaba que Andrés no la veía como él temía.
Enojo, porque Laura se estaba esforzando por un hombre que no valía la pena.
-¿Y cómo terminó la cita?
Laura dejó el vaso sobre la mesa y se recostó en el sofá.
-Pagamos la cuenta, caminamos un poco... y cuando llegó el momento de despedirnos, me dio un abrazo.
-¿Solo un abrazo?
Ella asintió.
-Ni siquiera hizo el intento de besarme. Ni una insinuación. Nada.
Samuel se pasó una mano por la cara, tratando de no sonreír. Maldita sea, estaba disfrutando esto más de lo que debería.
-¿Y cómo te sientes?
Laura se quedó en silencio unos segundos antes de responder.
-Frustrada. No sé qué hacer, Sammy. ¿Sigo intentando? ¿O simplemente acepto que no está interesado?
Samuel respiró hondo. Este era su momento.
Podía decirle la verdad. Podía mirarla a los ojos y decirle que dejara de perder el tiempo con Andrés porque él siempre había estado allí, porque él la amaba más de lo que cualquier otro hombre podría hacerlo.
Pero en lugar de eso, dijo lo que sabía que ella necesitaba escuchar.
-Laura, mereces a alguien que se vuelva loco por ti. No a alguien que te haga dudar.
Ella lo miró fijamente.
-¿Eso significa que debo rendirme?
Samuel mantuvo la calma.
-Eso significa que no tienes que perseguir a alguien que no te persigue a ti.
Laura suspiró y apoyó la cabeza en su hombro.
-Siempre sabes qué decir.
Samuel cerró los ojos y apoyó la barbilla en su cabeza.
Sí, siempre sabía qué decir.
Lo que no sabía era hasta cuándo podría seguir mintiéndose a sí mismo.